domingo, 31 de mayo de 2020

Pasan los días, pasan con giros de triciclo lento, ensimismado. Avanza la primavera hecha verano, avanzo con la moto en la autopista, y avanza este calor de mayo que es un calor de color sepia, seco, lacio, de luz que extingue el paisaje. Corre un viento denso en la carretera vacía, cae un líquido beige de este sol diagonal, un sol lleno de marcas, estriado. La autopista parece un río largo, recto, inverosímil, que atravesara un cultivo de secano. Hay remolinos en el aire, esta luz en énfasis de vida, cegadora, que oculta el horizonte, las farolas apagadas como trigos inertes. A los lados, pasan las vías de tren, se escurren limpiamente los otros municipios de la periferia. La moto da un par de tirones, me quedo sin gasolina y pongo la reserva. Conduzco la moto, por fin, hasta el centro de Madrid. Avanzo en la autopista casi solo a las cinco de la tarde. Hace calor, y más calor, y más calor. Me levanto la visera del casco. Entro por Moncloa, bajo Princesa, cojo Alberto Aguilera. En San Bernardo, hay un tráfico fluido de coches y peatones, caudaloso, las calles alrededor resultan nuevas, embriaga los sentidos tanto edificio, ver más movimiento, este ruido de pronto. Hay sobre todo taxis y bicicletas. Aparco en Alonso Martínez. Camino hacia una librería, luego a otra, mirando los balcones de Malasaña, con gente haciendo vida junto a la ropa tendida, las banderas o carteles desteñidos, una mujer que lee, un señor que riega las plantas. Hay comercios abiertos y comercios cerrados, aceras llenas de un polvo viejo y gris. Me compro Vida de Henry Brulard, de Stendhal. 

El día va cayendo, con color de óxido y oro chamuscado, cae lejos de las horas anteriores, solo es reconocible su calor. Cambia el sol de sitio, las nubes se mueven como nubes de mentira. Ceno en casa de David. Pedimos pizza. Como es día de oferta, las pizzas están regular, apenas llevan salsa, la masa está plástica, no sabe. Cenamos con su hermana y el novio de ella. Nos cuentan cosas de su cuarentena en un piso de Argüelles. La hermana de David es fisioterapeuta, ha empezado ya a visitar a algunos pacientes. Dice que es raro tener que trabajar con guantes, con tanto calor. Dice que el lunes le toca volver a la clínica. Luego David me enseña el ordenador que se ha montado él mismo, tiene luces de colores, es grande, se ha comprado la pantalla, el ratón, teclado nuevo. Vemos una película y, como pasan de las once, vuelvo a casa caminando. No hay nadie en la calle. El cielo es claro, limpio, brilla un poco. Parece que vaya a haber tormenta, que la haya habido. Paso junto a las paradas vacías de autobús, el centro comercial, la farmacia cerrada, las pistas de fútbol, la piscina, los columpios, todo a oscuras, silencioso, voy pensando concentrado en algo concreto que luego olvido. 

Llego a casa y mis padres y Diego, aún despiertos, ven una película en el salón. Ha entrado el calor en mi cuarto, en la casa, un calor definitivo. De la calle llega un aire suave, un olor a verano también, confundo el calor con algo pasajero de una gripe. Amplia, una ola de luz momentánea, artificial, invade el cuarto, y el viento se levanta y sacude las cortinas, comiéndose el calor y luego lo devuelve. Por la terraza abierta, llega un rumor de árbol y sueño, los ronquidos del piso de abajo, del perro. Cualquier respiración en parsimonia siempre me agrada y consolida, anima a descansar. Suena un aspersor en bucle, que avanza y retrocede en medias circunferencias. Hace más calor, y más calor, y más calor. El radiador chirría, de pronto, produce un ruido similar al de un corazón latiendo, lo escucho sincopado con el mío. Hay poca luz, menos luz, casi nada. Dónde se ha metido la primavera, pienso, y es que hace un calor áspero, pero el calor, este calor molesto y cruel me agrada, se me hace relajante, gaseoso.   

Los días pasan, pasan como enarbolados hacia los días por delante, con algo de medidos estos días, calculados. Hace un día lustroso, embellecido. A la casa de los vecinos han llegado los nietos con alegría contagiosa. Se pasean por el jardín murmurando cosas divertidas, la niña dice que el humo de la barbacoa se le mete en los ojos, mi madre se acerca a saludar y la fotografía y ella posa, la niña, se asoma a nuestro jardín y dice de mí que cuánto he crecido. La niña le dice a su tío: tío, hace ya un rato que te pedí que me dieras agua, agua fría. La niña mira a nuestro perro y dice: uy, qué monada. Mi madre le pregunta cosas. La niña se ríe de todo y corre a otra cosa. El humo de la barbacoa, blanco, espeso, dulzón, parece crecer como una fuente, se me hace masticable. Vuelan los pájaros cerca. Hace más calor que ayer. La niña le habla al tío, le dice: tío, este caracol es un poco travieso, es muy rápido.  

Al llegar la fase uno de la desescalada, esperaba más revuelo personal, y aquí sigo, en casa, sin hacer otra cosa distinta de los días previos, las semanas anteriores. No tengo ningún plan concreto para este día inaugural. Al final, David y yo quedamos luego para ir andando a un bar, a beber algo. Esperando, paseo por la cocina y el salón, pensando en qué cosas novedosas puedo hacer yo mientras tanto, echando de menos anticipadamente algunas costumbres nuevas, rutinas que han crecido en estos días. Salgo a la terraza y leo un rato. Me miro una herida que me ha aparecido en el pie, por culpa de salir a pasear al campo con chancletas, anteayer, con David y Diego. Yo creía que estas chanclas no me hacían herida, y me han dejado una herida superficial pero incómoda, de costra inmediata que se levanta todo el rato. Contemplo el jardín, los otros jardines. Apenas hay viento, solo un calor moribundo, y aún así revolotean las hojas de los arboles más altos; se vuelven ágiles, ligeras, parecen desprenderse todo el rato, ser caducas, fibrilar. Tom se tumba a mis pies con gesto débil. Se escucha el zambullirse de alguien en una piscina de plástico. Suena un motor lejano. La luz que llega deja un chapoteo de blancos y amarillos. Pienso con placer en este tiempo por delante. Leo un poco más a Stendhal. Hace más y más calor, como en bajada. Se escucha, a través de la ventana abierta, las pesas que hace Diego en el piso de abajo, llega el ruido al jardín con un alboroto de joyería. Le rasco la barriga al perro y regurgita, se estira. Mi madre edita un vídeo en el salón. Mi padre se va a jugar al pádel. 

Diego merienda un plátano y un kiwi, pelados y troceados con canela; de comer en estos meses tan sano, y hacer mucho deporte, se le ha ido poniendo un cuerpo apolíneo, como de actor famoso o futbolista. Cuando se pasea sin camiseta por la casa, no puedo evitar mirarle los abdominales o los pectorales. Yo pienso que podría comer un poco mejor, pero luego nunca lo consigo; creo que, si no me gustara correr, empezaría a ensancharme como una figura de Botero. Con mis amigos, se habla de estas cosas y también de la calvicie. Fran ha sido el primero en asumir cierta ausencia de cabello, y no le queda mal. David se ha rapado la cabeza con estilo, y dice que como es guapo de cojones no le importa la calvicie.

Ha llegado la fase uno y Diego, el primer día, se ha ido ya a la sierra a ver a su novia y comer con ella, luego pasa el final de la tarde con los amigos y vuelve a casa a las doce y media de la noche, borracho, y yo siento cierta envidia de juventud henchida. Mis padres y yo vemos Maridos y mujeres, de Woody Allen.

Como el verano ha llegado, tan precipitado, del invierno y de la primavera no queda más que este rastro verde y olor a hierba húmeda, y de pronto y por sorpresa, en casa, han empezado a funcionar los radiadores, dando un calor nuevo a este calor de la calle, quedando dos calores funcionando al mismo tiempo, confundidos, y no hay forma de apagar la calefacción. Mi padre, más sorprendido que otra cosa, va radiador por radiador intentando girarlos y comprender qué ocurre, baja a ver la caldera, trastea haciendo no sé qué, sube, pero no hay forma de que dejen de funcionar, y uno entra en casa, viniendo del claro calor de la calle, y se le aparece un calor igual pero distinto, más denso quizás, que se hace extraño. Mi padre se pregunta en alto hacia qué lado se cierra la rueda del radiador, que de pronto no lo tiene claro, de tanto girarlos, y mi madre y yo empezamos a hacer gestos de muñeca ensayados en el aire, pensándolo. Hablamos con Antonio por Skype, nos recomienda que veamos The last dance, el documental de Netflix sobre los Chicago Bulls de Michael Jordan. Resulta que él se lo está viendo en inglés y con subtítulos en alemán. Dice que está tan bien hecho, que no importa que no nos entusiasme en absoluto el baloncesto.

Anquilosados, los huesos, los músculos por encima de los huesos, y por encima la piel cargada, de ir corriendo, y encima el viento suave de correr, y una sensación cómoda de cansancio y agujetas de otros días, me recorre el cuerpo. Recuerdo de la carrera, al mismo tiempo que avanzo, el color amarillo de las flores crecidas junto a la acera que circunda la autopista. Los árboles se mueven tan despacio, con un sonido verde y tan despacio, con una luz azul y alrededor, que el aire que los roza parece velocísimo, un calambre de luz, un latigazo. Cuando se mueven los árboles, a veces se mueven por dentro, como con pájaros aleteando en sus entrañas, y a veces por fuera, por este viento, que sería invisible sin los árboles centelleantes, y pienso que cuando corro así, sin música, en lo que más me fijo es en las casas y en los árboles. Arrastra algo de barca esta brisa ondulada de la tarde, y de madera vieja esta luz, que atraviesa las ventanas de las casas, las hojas de los parques, y corro de vuelta hasta la entrada en la urbanización, donde camino y me detengo y estiro un poco. 

Al fin, un mes después, le han llegado a Antonio los cuadernos de Cioran que le enviamos por su cumple. A los dos días, le vuelven a llegar otros cuadernos de Cioran. Mi madre dice que solo le han cobrado unos, que del primer envío le han devuelto el dinero porque no llegaba. De todas formas, siempre alegra que estas cosas lleguen de dos en dos y por sorpresa. Por la noche, Antonio nos advierte que les ha echado un ojo y que pintan estupendos. Nos enseña uno de los primeros textos anotados por el autor: "Leído un libro sobre la caída de Constantinopla. He caído con la ciudad". 

Cojo la moto y conduzco hasta casa de L, cargado con una mochila en la que llevo el ordenador, varios libros, ropa para el fin de semana. Salimos a tomar algo a una terraza. La zona de terrazas está llena de gente. Damos un paseo. Pedimos sushi de cenar, vemos una película. Nos dormimos pronto. A la mañana siguiente, ella teletrabaja en el salón, yo teletrabajo en la habitación de su piso que hace de despacho. Hace calor y enciendo el ventilador, y miro por la ventana, están los árboles del barrio sin podar y más frondosos, tapan sus hojas un parking de coches que antes se veía entero. Hay gente por la calle, poca gente, sobre todo gente mayor o parejas con niños. Cojo la moto y me acerco al Carrefour, a por una barra de pan y un brick de vino blanco. Comemos pollo con ensalada y dormimos la siesta.

Por la tarde, me voy a casa de Juampa y Esther. L queda con sus amigos a cenar. La casa de Juampa y Esther es un pequeño chalet de dos pisos y algo de jardín. Han arreglado tanto el jardín, han decorado tan bien la casa, que les ha quedado un espacio de vivir bonito, acogedor, mucho mejor de lo que debía caber esperar cuando estaba vacío. Bebemos algo y nos inflamos a patatas fritas, nachos, cenamos apenas una pizza chamuscada entre todos. Se habla de economía, del sector inmobiliario, de aventuras espaciales. Yo apenas participo en estas conversaciones porque no tengo ni idea, a veces pregunto alguna tontería, por decir algo, por fingir cierto interés. Hablamos de otras cosas, de trabajo, de calvicie, de animales, de todo un poco. Se va haciendo de noche lentamente. Martín aparece más tarde, y más pálido, con lo moreno que él es, después de la cuarentena. Julen y Rubén hablan de algo de negocios o dinero, luego de la pobreza en el mundo con Juampa, luego todos hablamos también de los periódicos y de los contenidos online de pago, hablamos algo del verano, no sé qué más, Esther nos cuenta cosas de la casa, y de los muebles, y hablamos de la cuarentena y de por dónde cae el sol, si la casa tiene orientación norte o sur. Me bebo medio litro de aquarius. Esther y Juampa viven con dos gatos y un perro ciego que se llama Doby. Doby se acurruca en el sofá junto a David, sospechamos que porque le está dando patatas. Doby es un galgo enano, Esther trabajaba de veterinaria en Inglaterra cuando una criadora se lo llevó para sacrificar, porque había nacido ciego y sin testículos, y Esther se lo llevó a casa. Los gatos cruzan los tejados, el muro de la casa, se ve su silueta sigilosa en las sombras que crecen sobre la pared de los vecinos. El cielo, oscurecido, queda alumbrado por las farolas de la calle, por las luces del jardín. A las dos y media de la mañana nos marchamos. Cojo la moto y conduzco por la M-30 hasta casa de L.

Paso el resto del fin de semana en casa de L, leemos la prensa, cocinamos, vemos películas, caminamos hasta una librería de segunda mano, damos una vuelta por el Retiro (en un atardecer desganado y cómodo, de sol enclenque y clima suave, lleno de gente), escribo. De la noche de ayer, que hice pizza de cenar, sobraron algunos trozos, que L guardó en la nevera, y en la bandeja quedaron pegados varios restos de la masa crujiente con tomate y queso. Esta mañana, me pongo a comer de estas esquinas mientras preparamos el desayuno. De pronto, L me ve comiéndome los restos y me dice que no me los coma, que anoche llenó la bandeja de KH7. Y escupo todo encima. Notaba un sabor raro, pero no sabía. Pienso de qué modo afecta comerme el KH7. Me sirvo un vaso de agua y hago gárgaras. Desayuno frosties con leche, ella una tostada de aguacate. Leemos el periódico tumbados en el sofá. Luego me pongo a escribir hasta la hora de comer. Le paso a L un artículo de Leila Guerriero de hoy en El País Semanal, también se lo paso a Irene y a Antonio, en que escribe: "Y entonces hay que ir hasta la ventana y mirar el día que se esparce como un mar, ese mundo bello y cruel e indiferente, sereno y asesino, quieto, el cielo como un palacio vacío (...)". Me quedo pensando, con gusto, en eso del cielo como un palacio vacío. Avanza el día despacio, un día de domingo con tiempo templado, un cielo que poco a poco se va nublando. Vemos Relatos salvajes. Cae la tarde, empieza a llover. En Moratalaz, el aplauso de las ocho suena todavía eufórico, fornido; en Las Rozas hacía días que mermaba. Llueve con fuerza, se mantiene el rastro de la lluvia con el aplauso de fondo, y el sol se va poniendo lentamente. Deja la lluvia un reguero de gotas floreciendo en las ventanas. Luego queda solo una flaca luz por detrás de los otros edificios, edificios de ladrillo naranja y altos, que se ven a través de la ventana con una luz de fondo como de sol escalfado y blanco, perecido. 



Pasan los días, pasan con giros de triciclo lento, ensimismado. Avanza la primavera hecha verano, avanzo con la moto en la autopista, y ava...