viernes, 27 de marzo de 2020

Como las personas mayores que se sientan durante horas en los bancos de la calle a ver pasar el tráfico y a los otros peatones, avanzar las obras o moverse a las palomas, así contemplo pasar a los días. Y trato de escribir algunas sensaciones, vagas. Con todo ralentizado, la nulidad de la prisa en el hogar me lleva a querer emprender kilométricas tareas de las que al final desisto antes incluso de empezar: por ejemplo limpiar y ordenar alfabéticamente mi librería, ver la serie completa de Élite. La desaparición de la prisa (la necesaria abolición de la prisa, la inevitable inercia de ésta hacia su fin), convierte la casa en revancha del tiempo, y hace la vida de hogar y su sintomatología directamente proporcional a la prisa que crece en la calle, bueno a lo poco que existe ahí afuera y nos sostiene. Y cuanto más corre el virus y más es la prisa externa y más se aceleran las fiebres y así sucesivamente, más pausa, mayor detenimiento y menos prisa se requiere en cada casa, hasta que casi apenas queda eso: una contemplación. 

Lo curioso, es que esas leyes de la prisa que ahora rigen el mundo, haciéndolo avanzar en sentidos opuestos y sin embargo en una misma dirección, no funcionan igual en internet: se desbrozan sus caminos y son muchos y, de pronto, de estar levemente asomados nos hemos escurrido casi todos dentro, cada cual con su movida, en un bálsamo extranjero y pegajoso que dejará un registro raro, ruidoso, como de noche fantasmal en movimiento, de todo esto. Las redes sociales, whatsapp también o sobre todo, parecen una fiebre de sí misma y a veces un incordio. Pero es internet, al mismo tiempo, lo que agita y revive el embotado sentimiento de amable urgencia que antes reclamaba la calle, la vida en su desgaste, la cotidianidad. Y es tan curioso.

Sin duda, todo este momento da que pensar, siempre torpemente, sobre el hecho del tiempo en general y de la prisa en particular (también sobre internet pero me interesa menos). Me doy cuenta de esas veces pasadas con prisa por un montón de cosas, todos con prisa a todas partes, y veo en ello cierta belleza que perdemos y pienso si habrá por casa qué libro que contenga algo acerca de la prisa interesante, que me ayude a pensar sobre este asunto. Como no se me ocurre o encuentro ninguno, pues nada. 

Entonces, aprovecho un descanso en el teletrabajo (que asido a internet flota en su propia burbuja de prisa y tiempo) para recoger la ropa tendida y rehacer el armario. La terraza de la cocina es pequeña, contiene bolsas de la compra, botellas, lavadora y tendedero. Entra el aire frío de la calle. Entra un suave olor a barbacoa. Entra una luz fina de mañana prorrogada.Trato de quitar una a una las pinzas y no pegar un tirón de cada prenda, como hago a veces, y que salte todo por los aires. Camino por la casa cargando con la ropa entre los brazos, y zigzagueo sin ver nada ante el perro y los muebles. Hago dos viajes de ida y vuelta hasta mi cuarto. Camino despacio y pensativo, como Sísifo cuando se me van cayendo los calcetines limpios escaleras abajo, debatiendo internamente si afeitarme o si no, si salir a comprar champú o si no, si planchar algunas camisas o si no. 

Al fin echo toda la ropa encima de la cama. Desbordan las prendas por los lados el colchón, y en su centro acumuladas han formado una montaña a capas, colorida y tambaleante. Voy doblando poco a poco camisetas, pantalones, un chaleco de pana que creo debería ponerme más a menudo, sudaderas, mientras escucho en un podcast una entrevista a Faciolince, en que habla de escribir diarios, de sus diarios preferidos. La luz de fuera se cuela amarilla, casi blanca en el cuarto. Y noto algo de frío en casa o es que ando destemplado. Las noticias me llevan a pensar cuánto quedará de esta lentitud, y en si luego echaré de menos cierta parsimonia. 

Vuelvo al teletrabajo. Una luz cálida entra en el despacho y se apoya definida sobre el suelo, con la forma rectangular de la ventana. Acerco las piernas y noto cómo se calientan. Hay un vago cúmulo de nubes blancas deslizándose en el cielo. Veo una paloma apoyada en la antena del tejado de la casa de enfrente, está posada con el cuerpo inclinado hacia adelante. No hace nada, se queda ahí quieta mucho rato, como si viviera en los diarios de Levrero. Después, llega una breve ráfaga de viento como una cremallera de la imagen y la borra. Luego queda sola la antena y su silencio blanco de detrás. Abro la ventana que da al tejado. Las tejas caen hacia el jardín comunitario. Me fijo en las montañas a lo lejos. Le saco una foto al paisaje. Zumba un cortacésped en la urbanización, con una vaga intermitencia. 

Cojo el libro que he empezado a leer, lo nuevo de Bret Easton Ellis, una especie de recopilación de artículos publicado por Literatura Random House, con una faja cruel y cínica que dice lo siguiente: "Después de diez años sin publicar, las esperadas memorias del autor". 

Terminé de leer La cena, de Hermann Koch. Casa de verano con piscina me gustó más. Lo que me pasa con La cena es que no me convence que se supedite todo a la trama y a los efectos sorpresivos de ésta; echo de menos la hondura psicológica de la otra, las tensiones tan variadas y sutiles e in crescendo entre los personajes, las descripciones afiladas y sus henchidos paisajes, la frescura en el humor, esa sensación de certera radiografía familiar que aquí siento impostada. En La cena, tengo la constante sensación de que todo lo que sucede lo hace a merced de la trama y su final, que está provisto así cada diálogo a propósito de algo y no se basta por sí mismo, que se justifica cualquier inverosimilitud con un giro novedoso; echo en falta más placer estético, mayor banalidad en la escritura, y una voz que recorra la obra sin necesidad de aproximarse tan atropellada y deliberadamente a su destino.

Después de comer, recibo una llamada del servicio de mensajería. Vienen a casa a entregarme un paquete que pedí hace días. Salgo al rellano de la puerta. De una furgoneta blanca, se baja el conductor y veo que lo hace sin guantes ni mascarilla. Yo tampoco llevo protección. Él viene directo hacia mí, y no me da tiempo a reaccionar. Todo transcurre despacio, como a cámara lenta, y al mismo tiempo a gran velocidad, es decir, de pronto lo que va a suceder ya ha pasado. Me da vergüenza echarme atrás, negarle el saludo, ni siquiera siento tener margen para hacerlo. El tipo viene de recorrer el centro de Madrid con su furgoneta, de haber retozado por los gérmenes casa tras casa, regodeándose portal tras portal, y, cuando me quiero dar cuenta, estamos pegados hombro con hombre, yo firmando un papel con un boli que me ha dado e imagino se habrá sacado hace apenas dos minutos de la boca, y cojo titubeante las cajas, que noto sudadas por la transpiración de sus manos. Respiro con profundidad y maldigo la existencia. Él me mira fijamente a los ojos, tarda en despedirse. No sé interpretar su cara, no sé si es de mensajero kamikaze o de hombre a la deriva. 

Entro en casa entre desconcertado y abatido, con picores hasta en la cara, con la sensación de hombre al que han herido, abrumado por una soledad que supongo solo conoce el infectado. Pienso en la llamada de esta mañana con mi amigo Martín, cuando me ha dicho no sé qué de la carga vírica. Yo no sé lo que es eso, pero se me viene ahora a la cabeza y, si existe, siento me acaban de bañar en carga vírica. Me lavo las manos con fuerza, con mucho jabón de manos que huele a lavanda o a romero, no sé. Me lavo también la cara. Pienso si echar la ropa a lavar, si darme una ducha. Pero no quiero exagerar. Pienso si rociarme con lejía y prenderme fuego. Aunque ya no sé lo que es exagerar y lo que no. Qué difícil actualizarse tan deprisa como el virus. 

A media tarde, brevemente, rompe a llover. En las ventanas del despacho, que están inclinadas atravesando el tejado, suena la lluvia como si soportaran solas las ventanas el peso entero de la casa, y el cielo, de pronto, nublado parece haberse hundido, ese cielo alto y espaciado y colorido. Las luces de las casas de la zona se van encendiendo. Miro por la ventana y veo circular algunos coches. Mi madre me prepara una infusión. Luego le pregunto qué es lo que me voy a beber. Me dice que es buenísimo para mis defensas, así que me lo bebo y me siento a observar mis defensas. Tiene el líquido que se mece en el interior de la taza un sabor amargo y un color negro parduzco casi verde. Y avanza la tarde y me siento a leer en el sillón, la cabeza echada atrás sobre el respaldo y el libro en alto, y se mezcla en las páginas la luz de la lámpara de mi lado con la que queda de la calle. Y me sucede que de pronto pienso en mirar la cartelera en el móvil, a ver qué echan en el cine en estos días. Al darme cuenta que nada, sopeso que me gusta cada vez más la idea de aquello que envuelve al hecho de ir al cine a ver una película, solo o acompañado, es decir el discurso que genera la película, la crítica cinematográfica, especializada o no, la opinión de los otros, el desplazamiento al cine, la luz crepuscular del interior de la sala, la temperatura ambiente, el tiempo de tráilers y publicidad cada vez más alargado, que es el más emocionante si la peli es mala, y a veces un consuelo. Si la película es suficientemente buena, todo lo demás da un poco igual. 

Viendo las noticias de la noche, me fijo todo el rato en la cara del presentador, de los reporteros, para deducir si están malos o están sanos. Les miro las sonrisas, los ojos, el pelo, la ropa. Algunos es verdad que no tienen buen aspecto, pero uno ya no sabe quién era así antes de todo esto, cómo era la gente antes de todo esto, cómo era el mundo en general antes de todo esto. 

Toso un par de veces y me pongo el termómetro, pero no tengo fiebre. No sé si es que estoy hipocondríaco, o si esto es un resfriado. No hay ya apenas certezas. En realidad, llevo unos días notando un cosquilleo crecerme por la espalda y el pecho, con sensación de presión, y cansado, con una fatiga física que me viene y se va a ratos. También me duele un poco la rodilla, así que no sé. Lo comento en casa, en este rato de salón. Como es seguro que mi madre lo ha tenido, calculamos quién puede haber sido el culpable entre los cuatro de traer el virus a casa. Mi madre se enfada cuando la elegimos a ella por unanimidad. 

Tumbado en la cama, ya de noche, con la puerta abierta de la habitación, escucho en el despacho los movimientos de mi padre que lo ordena en estos días, desde el cuarto de Diego las voces de los comentaristas de fútbol cuando marca un gol al Fifa, y de pronto desde el piso de abajo me llega un sonido repetido y gutural, como de boqueadas, de palabras ahogadas tras la primera sílaba, pisadas por encima, y pienso si no será que mi madre nos intenta decir algo y se está ahogando, o que le está dando un ataque de lo que sea, pero enseguida me doy cuenta que lo que pasa es que está practicando inglés, los verbos irregulares, con tutoriales y en voz alta. Lo cual es un alivio y también sorprendente; a su edad y con coronavirus, se me ocurren pocos actos más concretos de esperanza. 

sábado, 21 de marzo de 2020

Amanece deprisa, con luz cálida. Y pronto el día se nubla y sigue su curso veloz, parece ya de noche a mediodía. Al caminar por la calle, la calle que va desde mi casa hasta el parque, se ven las ventanas abiertas de las casas, habitaciones ventilándose, algunas sábanas colgando en la cocina, a veces una figura en movimiento, las ristras de banderas del barrio arrugadas descendiendo las fachadas como buganvillas secas. Avanza hacia su curva final la mañana y el cielo está encapotado. Camino por la avenida de piedra, que han reformado hace poco (cuando cae la noche, se encienden unas luces a los lados), entre las filas paralelas de arbustos desgastados y la tierra húmeda que se hunde donde empiezan las aceras y el asfalto. Al final de la calle, cruza un autobús verde. Más allá, nace un puente peatonal que atraviesa la autopista. El perro camina cansado, jadeando, y me siento en un banco para que descanse. Tampoco hemos andado mucho, pero es un carlino y está mayor y perezoso. Al padre, cuando vivía, había que llevarle de vuelta a casa en brazos, porque a mitad de paseo se rendía, y ya no había dios que lo moviera. Con este, pienso, pronto empezará a pasar lo mismo. Le miro tirado en el suelo como un pomelo pocho. 

El abrigo me pesa, me queda grande, me da calor. Me lo abro un poco, me doy cuenta que tengo la cremallera estropeada y que se atasca. La vida de la zona está encharcada en silencio, solo invadido por el rumor del viento zarandeando los abetos, el piar de algunos pájaros y el ladrido de otros perros a lo lejos, también el juego distraído de algún niño con pelota en un jardín. Saco el libro del bolsillo, miro alrededor y pienso qué hago, por qué salir de casa y venir hasta aquí para seguir leyendo o mirando el móvil, en vez de contemplar las golondrinas, mantener la vista fija en el paisaje. Pero al final sigo leyendo, miro el móvil; aún no siento urgencia por memorizar nada de mi lado en los paseos. Luego pasa el tiempo y miro a Tom, a ver si quiere levantarse. Él ladea la cabeza, respira ya más despacio, agacha las orejas y se acomoda. Finalmente, volvemos a casa dando la vuelta a la manzana. 

Me fijo en los contenedores de basura de la esquina, las bolsas de basura que hay al lado, dos sillas blancas que alguien habrá dejado en estos días. Una niña sale corriendo de casa, lanza contra el cubo amarillo un algo que no logro distinguir y vuelve hacia el portal. Paso junto a las antiguas pistas de fútbol, que hoy están sin porterías y tienen apenas dos canastas viejas con la red caída. El asfalto de las pistas se ha vuelto blanquecino, casi es aire, y le crecen brotes verdes por las grietas. Las vallas se han ido curvando poco a poco por su base, hasta levantarse del suelo y dejar un espacio bajo el cual se escapan todo el rato las pelotas en épocas de juego al aire libre. Tom jadea, se va quedando atrás de vez en cuando, y tengo que esperarle y refunfuño. Le hablo, le hablo como si fuese un señor mayor que me acompaña, que se frota de costado contra plantas y a quien tengo que esperar. Me molesta ir por delante, a un kilómetro por hora, y tener que ir esperándole. Se lo digo. Esta mañana, ha tenido otro de sus ataques, no sé si llamarlos epilépticos: se queda sin aire y pega un chillido como de ave fénix; inquieta porque parece que se va a morir. Luego resopla, deja de temblar, estira las patas y empieza a caminar muy lentamente, y entonces se recupera, y mueve la cabeza y la cola muy contento. Está mayor y más gordo, se le cae la lengua fuera de la boca todo el rato, por inercia, pero también está simpático y es divertido observarle en su moverse por la casa, tratar de ir descubriendo sus rutinas y costumbres, que las tiene. Algunas mañanas, recupera brío y juventud, y trota cervatillo a la cocina; otras solo duerme y se apoltrona en el sofá, camuflado entre cojines. Cada noche, llega hasta mi cuarto su ronquido, eterno, de gripe y borrachera de dormir. 

El ordenador da algunos fallos. Internet se ralentiza, pero acaba funcionando. Entro a mirar el correo. Cada vez que abro el ordenador, me aparece un fondo distinto. Hoy, ha sido un paisaje de montañas, soleado; ayer, fue la foto de un glaciar; el otro día un río colindado por árboles nevados. Tengo intriga por saber qué habrá mañana. No sé qué orden sigue el ordenador, ni si alguna vez se repite. El ordenador es un portátil, lo apoyo encima de una caja de juego de Scatergories, para poder ver mejor. Escribo un poco incómodo, porque se me clavan las muñecas en los pliegues de la base, pero al menos tengo ratón. Sí, el equipo al principio se atasca un poco, pero luego funciona bien y puedo trabajar a gusto. Al rato, para oxigenar, me levanto y camino por el cuarto y miro por la ventana, la copa redondeada del pino que se asoma está cubierta esta mañana de nubes, la ventana tiene aún la membrana disecada del rocío. Ha empezado a llover, y espero a que salga el sol para sentarme en el porche. Camino por casa. He terminado los diarios de Faciolince y pienso qué libro empezar. Voy al cuarto de baño a beber agua, me miro al espejo, me peino un poco, bebo más agua. Desde el cuarto de Diego, se pueden tocar las hojas del cerezo que crece en el portal, casi entran las ramas por la ventana abierta. Tienen, las hojas, un color a lombarda. Vuelvo a mi silla de oficina, miro el móvil. Trabajar desde casa me genera una cierta saturación de pantallas; lo que me apetece al acabar es no mirar el móvil ni el ordenador ya en lo que reste de jornada. De hecho, pienso si meter el móvil todo el fin de semana en un cajón. Por un lado, me encantaría. Por otro, termina por serme indiferente y no lo hago. 

En otra pausa, intento hacer la cama. Echo el edredón al suelo, las sábanas también, quito la almohada, y doy vueltas alrededor de mi cuarto buscando un plano cenital que me dé la visión de dónde fallo. Este verano, pasé unos días en Orense, en casa de la abuela de mi amigo Martín. Pepita era una mujer de noventa años, bajita, de pelo cano y piel clara, simpática, ágil, bromista, con aspecto campechano y de hoja seca pero ruda, se apoyaba solo a veces en un bastón al caminar, y habíamos de hacer la cama con obligado rigor cada mañana, que nunca la hice tan bien. Fui aprendiendo cada día el pliegue exacto de la sábana en la esquina del colchón, a deshacer sin fallo las arrugas tras la almohada, y observaba a esa mujer como un torrente que ocupaba su chalet con presencia capitana. Me dijo Pepita que su truco para llegar a su edad, así de bien, era evitar que le pegara fuerte el sol en la cara, "porque envejece", y tomar un vaso de vino siempre en las comidas, ahora ya con gaseosa. Pepita pasaba las mañanas enteras limpiando, limpiando con acelerada fruición y a fondo una zona concreta de la casa: a veces el jardín, otras la sala de juego y herramientas, algunos días el garaje. Echaba horas así, con su delantal puesto. Se subía a sillas para llegar a los rincones más altos, movía pesados objetos de sitio, frotaba con fiereza un mueble, una ventana, barría todo. Se movía por la casa como un fajo de huesos, como un haz de ramas que dan la sensación de ir a quebrarse y qué va. Paraba solo a ratos, a beber agua o sentarse, pero poco. Si alguien se acercaba, entablaba conversación muy sonriente y seguía a lo suyo, sin el descanso pretendido por sus hijos y nietos. A la hora de comer, verla era un deleite. Se llenaba las manos de costillas, y chuletas, y de entraña, comía del plato de patatas, devoraba la ensalada, se llevaba el vaso a la boca con una sed de pelea. Al acabar, se despedía de todos y entonces se iba el salón, a echar la siesta y pasar la tarde, como cada día programada: dos telenovelas, un concurso largo, crucigramas, lectura de revistas o de libro. Cenaba pronto y poco, apenas un yogurt. Y se iba a la cama, a su cama perfectamente hecha. Y es que tenía el empeño militar por las camas bien hechas, es decir perfectas y sin trampa; dejábamos cada mañana la puerta de la habitación abierta para que pudiera ver la luz posarse sobre mantas y edredón, y de un vistazo y en silencio descifraba así el trabajo de debajo y su valor. Yo seguía los pasos de Martín, y trato de recordarlos ahora. Miro mi cama y parece un burruño, pienso con qué velocidad se olvida todo; no somos nada. 

Me observo las agujetas, los días después de hacer deporte, tan precisas, como reprochando cada músculo su falta de movimiento habitual. Hago deporte con Diego. Junto a la mesa del despacho, mi ahora lugar de teletrabajo, entre sillas y revistas y cuadernos, imitamos uno de esos vídeos de youtube en los que un tipo se mueve todo el rato y retoza por el suelo. Cuesta seguirle el ritmo. Le pido a Diego que le baje el volumen al vídeo porque ya no soporto la voz que trina y no deja de animarnos. Hacemos sentadillas, flexiones, esprints en el sitio, pequeños saltos. Y mi madre nos regaña, nos dice que dejemos de dar golpes. Yo empiezo a sudar pronto y me canso. Seguimos saltando y mi madre nos vuelve a regañar. Me escaqueo en algún que otro ejercicio. Luego, algunas tardes, salto a la comba o me pongo a hacer elíptica, pero la elíptica me aburre y después de siete minutos y medio la abandono. El perro, a veces, en tanto que hacemos las flexiones revolotea alrededor y nos molesta, se pone nervioso y se mueve sin entender nada, nos lame la cabeza o ladra. Da la sensación de que el tiempo así se comprima también, y en seguida miro la hora y apenas queda día para todo lo que querría haber hecho, quiero hacer, querré mañana. Y pienso en si es culpa del móvil, de nuevo las pantallas, y si meterlo a un cajón un par de días. Empapado en sudor, pienso en si echo de menos salir a correr de cuando en cuando y su cansancio, esa sensación de irse de casa a buscar un recorrido, durante diez, doce o catorce kilómetros, y volver henchido de energía y renovado. Y empieza a llover con fuerza, con un sonido lánguido que cae desde el techo de la casa hasta el salón, dejando en el ambiente un poso a invierno a punto de extinguirse. 

Ahora me ducho por las noches. Luego estiro un poco, me miro al espejo, me veo la barba creciente. Me pongo el pijama, las zapatillas de andar por casa. En realidad, ya es primavera, y me asomo a la ventana de mi cuarto a ver anochecer. Como el cielo lleva todo el día encapotado, en vez de descorrerse el sol como una carpa, tan solo se va tornando el tenue azul en gris oscuro. Se van encendiendo algunas luces en las casas de la zona. Pienso que tengo que poner una lavadora, pienso que quizás más adelante. Tengo el armario hecho un desastre y debería ordenarlo, quizá también más adelante. Pienso en un hotel de Granada en que estuve hace poco, en su patio interior de naranjos y farolas. Algunas farolas van escupiendo poco a poco amagos de luz como si fueran velas, una luz que fluctúa hacia los lados parpadeante al principio y luego enseguida se asienta. Pasan grupos de pájaros en diagonal, y trepan en bandada la cascada de ancho cielo hasta desaparecer por encima del tejado. Estoy viendo el día irse por la ventana y la sensación es de sueño y comodidad. Miro la zona comunitaria convertida en pinar líquido. 

David pasa estos días en su casa junto a Ana, y envían al whatsapp fotos de puzzles y copas de vino, de David en delantal cocinando barbacoa en la terraza o lomo andino en la cocina, de David jugando al ordenador y Ana leyendo. Les vi hace poco. Cenamos pizzas en casa del hermano de David, jugamos a un juego de mesa y yo hice trampas y aun así perdí. Casi al final de la partida, hacía trampas intentando que ganaran los demás y se acabara de una vez. Ana regañaba a David por tomárselo muy en serio, o porque hubiera comprado tantas botellas de alcohol para estos días, también se reía porque un hombre le había estornudado en Mercadona. Llevaban ya casi una semana metidos en casa de David, los dos juntos, solo saliendo a pasear al perro y hacer compra. Ana decía que no paraban de dormir, que se levantaban a las doce y a las tres ya estaban durmiendo la siesta. Comían con vino y por las noches, tras la cena, David se servía una copa y le servía una copa a ella también. Después buscaban una película o una serie. Ana es simpática e inteligente, tiene un estupendo sentido del humor. Siempre he pensado que si el mundo se acabara, David sería seguro uno de los últimos supervivientes; nunca he conocido a nadie tan bien preparado para el apocalipsis.  

Hago la lista de la compra: cervezas sin alcohol, frutos secos, chocolate, revistas, patatas fritas, nachos, salsa para untar los nachos. Pienso sobre qué escribir estos días. Pienso si ensayar descripciones, como hacía Pla. Si probar a describir la calle de casa, no sé. Pienso si dedicar una entrada entera, para practicar, a los tejados de la urbanización. Voy al súper con el coche. Cojo el volante como si no condujera desde hace meses, satisfecho y en tensión. Conduzco cinco minutos y aparco en la puerta. Una de las trabajadoras recibe a los clientes con gel de manos. Miro a ver si hay revistas, pero no encuentro ninguna de las que me apetecería comprar. Cojo algunas de las cosas que me había apuntado, otras se me olvidan. Busco los frutos secos que me ha pedido Diego, sin éxito. Me pierdo en el pasillo de los panes, tratando de esquivar a una señora que sin darse cuenta se me acerca todo el rato. Al ir a pagar, contemplo a la cajera con cierta sensación de extranjería. Lleva mascarilla y guantes, y pago con tarjeta. Al volver a casa, me encuentro a un vecino que pasea con los perros. Se ha parado, al verme llegar con el coche, y espera a que me baje para charlar. Le han operado hace poco del corazón, y pienso si sobre todo él no debería quedarse en casa en estos días, pero ahí está, ya le he visto varias veces en la calle paseando con los perros. Sus perros son dos yorkshire grises, pequeños, regordetes, muy tranquilos, que me miran fijamente. Él me dice que en su casa, las dos hijas adolescentes no paran de chatear con las amigas; "todo el día con el móvil", dice. Está parado en mitad de la calle, sonriente y tranquilo. Me pregunta cosas que hace tiempo que no hablamos, que puede que nunca hayamos hablado, qué tal está Antonio por Austria, cómo vamos por casa. Luego se marcha muy despacio. 

A última hora del viernes, pongo una lavadora. Cuando despierto, a mediodía del sábado, resulta que me he olvidado de sacar la ropa. A veces me suceden estas cosas. Al final, esta mañana, la ha tendido mi madre al darse cuenta. Paso mis primeras horas del sábado leyendo prensa y escribiendo. Y pienso qué libro empezarme. L me dijo, tras leer algunos de estos textos, que se nota que me sale natural. Y entonces me viene a la cabeza todo lo que ando reescribiendo y lo mucho que me gusta ese proceso. Los empiezo a pluma, en el cuaderno. Después los paso al móvil, cambiando casi todo. Luego me mando el texto al ordenador. Leer en superficies distintas me da distintas lecturas y me agrada. Y en el ordenador reagrupo párrafos, corrijo, quito cosas, reescribo casi todo varias veces. Lo que me encanta de escribir textos breves es el goce de corregirlos, la facilidad y dispersión con que se pueden retocar; lo que más disfruto es todo esto, tener el texto siempre a medias, me da igual terminarlos. Me gusta que me refresque un poco en la escritura, y me lo tomo como puro entrenamiento, pero también como algo ocioso e inútil. Al fin y al cabo, es ensayar una y otra vez cómo decir las cosas, cómo decir una y otra vez las mismas cosas. 

Apenas comemos, me tumbo a dormir la siesta. Estoy a punto de quedarme dormido y oigo de fondo la tele y fuera llueve, el tiempo es suave. 


martes, 17 de marzo de 2020

Me levanto temprano, a las ocho y media, me siento a desayunar un vaso de leche con chocapics, estando la casa en silencio, y leo los periódicos en el móvil. Aunque, a voluntad, me voy desinformando poco a poco, me reconcilio con lo inútil. Decido ir quedándome al margen de algunas noticias, de ciertos foros e hipótesis. Me dejo llevar por unos pocos columnistas, según van contando; busco las páginas de cultura que tengan algo de improbable, un guiño al mundo como lo es cuando sucede etílico. Me doy cuenta que sobre todo me apetece leer qué no es noticia: alguna descripción del cielo o el color del trigo en marzo, siete párrafos sobre el pastar de las vacas en el campo y su digestión. Paso de titulares, de porcentajes, de gráficas. Quiero textos largos, frases danzarinas, reflexiones acerca de nada. Desayuno a gusto, en casa duerme hasta el perro. Empieza a llover. O lleva lloviendo ya un rato. Echo, casi dormido, un puñado tras otro de cereales de chocolate en la leche del tiempo, que bascula y se derrama y mancha el mantel. Resulta acogedor oír la lluvia, sentir de pronto alzarse su cadencia, predispone a esta inercia de abandono, de pasear satisfecho por la casa. Observo la luz, cómo evoluciona por la casa, pensando en lo que escribía Balthus: "Hay que aprender a atisbar la luz. Sus inflexiones. Sus fugas y sus filtraciones. Por la mañana, después del desayuno, después de leer el correo, informarse sobre el estado de la luz". 

Me escribe José Manuel. Me dice que está preocupado, por sus padres, por la gente que conoce, por la economía española. José tiene asperger. Es un antiguo compañero de oficina. Hacía paquetes y envíos. Aprobó unas oposiciones y ahora trabaja en otro lado. Hace poco estuvimos L. y yo en los cines Renoir Retiro viendo la película Especiales. Nos gustó, lo pasamos bien, nos reímos, nos hizo pensar; aparecía un personaje que yo identificaba todo el rato con José, desprendía la misma simpatía y ese humor involuntario que encandila. Salimos del cine hablando de él. Hacía una noche fría y subimos caminando hasta coger el metro, creo, o puede que volviéramos a casa en taxi, no me acuerdo. Sé que comimos chuches y palomitas con chocolate y que yo me empaché y que teníamos sueño y que era viernes y se fue levantando un viento suave hasta hacerse casi huracanado a medianoche. 

Vuelve a llover. Llueve una lluvia rizada, gaseosa. El cielo está amarillo, como encendido todo él por una sola farola. La terraza se va inundando, y me asomo a la ventana del salón a ver en los plásticos tejados rebotando el agua, la luz del día hoy que ya es más clara. Todo el verde de la zona se enjabona, rezuma un vaho que, desde aquí, parece el de unas termas. Así tan pronto dan ganas de coger el coche bajo la lluvia, conducir en silencio hasta una gasolinera y ya sin rumbo, hasta que te detengan. Suenan varios truenos de seguido, como escraches. Escribe Balthus: "Comprobar el estado de la luz, pues. Este día que empieza hará avanzar el cuadro. Que lleva mucho tiempo en camino. Una sola pincelada de color, quizá, y la prolongada meditación delante del lienzo. Solo eso. Y la esperanza de domar el misterio". 

Cojo uno de mis cuadernos, que últimamente escribo a pluma, e intento apuntar cosas sobre el estado de la luz. Escribir a pluma da un placer distinto, más pronunciado, y me anima a escribir de cualquier cosa. La pluma me la regaló mi madre, hace no mucho. Es una pluma cara, buena, que desliza de maravilla y dicho desliz invoca algo de la infancia, esa época preadolescente del colegio en que nos obligaban a escribir a pluma, cuando lo único que queríamos era poder escribir con bolígrafo y dejar de cambiar cartuchos todo el rato. Y me pongo a ojear los cuadernos, lo escrito en los últimos días, a ver qué hay interesante para copiar por aquí. Pero casi no entiendo mi letra. Los textos largos me cuesta descifrarlos. L me ha regalado varias libretas de su trabajo, que guardo deseando empezar. No sé por qué, siempre apetece tanto empezar un cuaderno nuevo y con qué facilidad luego se abandona. 

Creo que voy a durar con este blog uno, dos días más, quizá, y me lo borraré. Me apetece embarcarme en la ficción. Quizás empezar unos relatos, otra cosa. Y escribir un poco para mí. Retratar mi naufragio por casa es interesante, está bien, pero también me apetece lo otro. 

Le paso a Irene mis textos. Es una buena crítica, un poco dura. De vez en cuando me destroza algo, si bien es cierto al final me anima a seguir adelante, corrigiendo mucho. Le paso un cuento. Me dice que le gusta. "Si escribes así, más sencillo, me parece que queda mejor, o al menos a mí me gusta más". Me pregunta qué voy a hacer con el cuento. Me pregunta si lo voy a alargar o a dejarlo como está. Me señala un error. Como es un cuento corto, casi un microrrelato, pienso si copiarlo por aquí. Y al final me animo. No sé si se puede ver así. Pero prefiero incluirlo aparte. 

Tengo ciertas dudas a la hora de escribir ficción en primera persona desde la posición de alguien que no soy, no puedo ser: padre, marido, etc. Pero me agrada. Pienso esa primera persona que utilizo, en la que me siento tan cómodo, y en la credibilidad que pueda tener una historia ajena a mí, y hasta dónde se puede estirar  dicha voz narrativa sin que se doble y parta en la aspereza del texto no ya para un posible lector, sino para mí, sin que todo rechine a inventado. Por eso me gusta leer a Javier Marías los domingos, por si acaso, para reflexionar de pronto mejor sobre estas cosas; pienso por ejemplo en dos recientes artículos, La cruzada contra la imaginación, Los latidos de esa mente.

Le envío a Irene también la primera entrada de este blog. Considera que está bien, que hay cosas buenas. Me pregunta si quiero que sea un cuento, dice que entonces debería depurar el texto un poco, que si es un diario está bien. "Lo de los niños y los perros que salen a la calle no lo entiendo, no está muy bien escrito". Mi madre me dice que el blog está un poco soso. L me dice que tengo que mimar el lyout. No sé lo que es eso. Me aclara que el diseño. Antonio me dice que ponga mi nombre. Intento hacerlo, pero no sé manejar blogger. El caso es que llevo un tiempo pensando, con eso del trabajo, que es una pena ir arrinconando el acto de escribir, no poder hacerlo cada día. 

La noción de perder el tiempo, hablo con Diego, se diluye. Él está contento, se levanta pronto, dice, para aprovechar el día. Compone canciones, juega a la play, sigue tocando la guitarra, hace deporte por casa, habla con los amigos. Su concepción de esta estancia en casa prolongada ha tomado forma en una dicha calmada, en la oportunidad de hacer sin culpa lo que otras veces sería un poco obsceno entre diario: jugar de nueve a doce de la mañana a la consola, tocar luego la guitarra hasta la hora de comer. Yo lo entiendo un poco así, pero en mis cosas. Aunque el teletrabajo me obligue a un cierto horario, y me deje apenas margen para lo otro. 

Un amigo de Diego, Gonzalo, lleva cinco días encerrado en su cuarto. El miércoles salió a correr. Se notaba fatigado. Por la noche le dio fiebre y, sospechando poder tener coronavirus, lo habló con sus padres y consideró que lo mejor era aislarse del resto de la familia. Ahora les reclama la cena por walkitalkie, y se la dejan en la puerta. Avisa con un grito cuando va al cuarto de baño, para que todo el mundo se aparte. Pasa el tiempo conectado a la play o espiando a los vecinos como en la película Disturbia. O ve vídeos de Padre de Familia. En mi casa seguimos su evolución atentamente, pendientes de qué modo pierde la chaveta. Incluso le pido si puedo mencionarle en el blog. Le hago algunas preguntas. Le pregunto si de verdad cree tener el coronavirus. Dice que seguramente no lo tenga, pero que lo sospechó el primer día, lo anunció, y que ya no puede echarse atrás: su madre mandó la nota por whatsapp a toda la familia, y le han ido llegando mensajes privados estos días de ánimo sin cesar, casi condolencias, que en cierto modo le reconfortan. Le pregunto qué más hace todo el día dentro de su cuarto. Poca cosa. A veces hace deporte saltando a la comba en una esquina. Me imagino a Mandela en su celda trotando en el sitio. 

En mis lecturas, Héctor Abad acaba de llegar a España, a Madrid. Corre el año 99, aún se paga en pesetas. Su exmujer vive con sus hijos en Italia. Él acaba de mudarse desde Colombia y alquila una buhardilla en Lavapiés. Sale a caminar por el Retiro, a tomar algo, a cenar y hacer nuevos amigos, piensa en Cervantes, recupera el hábito perdido últimamente del diario. Limpia la casa, escucha a Sabina, mira las calles, cocina, duerme la siesta, no hace nada, vaguea, paga facturas. Vive un momento de creciente fama como escritor, al menos ya logra, a sus cuarenta y pocos, ganarse la vida entre columnas, colaboraciones y otros escritos. Lleva dos o tres novelas publicadas. Faltan apenas unos años para que salga El olvido que seremos. "Anoche conocí a Javier Marías y a José Saramago. A ambos me les acerqué, les di la mano y les dije con cuánto gusto los había leído, al primero por Todas las almas y al segundo por El año de la muerte... La mano de Marías es regordeta, gelatinosa; la de Saramago, seca, fibrosa, más de obrero que de escritor. No es justo juzgar a nadie por sus manos, pero lo hago". 

De noche, cenando, encendemos la tele, vemos el telediario un rato, buscamos una película. Intentamos poner Contagio, pero no la encontramos en ninguna plataforma. Como estamos hablando con Antonio, desde Austria nos recomienda una película catalana, de esas pequeñas de cine independiente y bajo presupuesto, que vio anoche. Antonio nos cuenta que lamenta no poder salir a la calle a grabar todo esto con su cámara, que graba cosas por casa, algunas tomas, un poco los tejados de la zona y a los vecinos, como Gonzalo. Ponemos la película, la vemos precavidos, pues no hay quien se fíe de Antonio, pero nos gusta. Se titula Yo la busco, está dirigida con gracia y soltura, el protagonista sostiene la película entera con sus gestos, su ropa, su aspecto, su voz y su devenir a la deriva en la ciudad, él con su aura de tipo despreocupado andando hacia el final de la noche. Mi padre dice que a la película, para ser redonda, le falta una Jean Seberg; dice que ni Jean-Paul Belmondo habría sostenido él solo Al final de la escapada. 

Mi padre me dice que la tía Marele y sus hijos tienen el coronavirus. Que no se han hecho las pruebas, pero lo saben. Me dice que la tía Marele le ha contado que uno se da cuenta al instante. Anoche mandaron una foto al whatsapp de la familia, viendo la tele los tres con mascarilla. Dice que están con tos, cansancio, fiebre. Ojalá no sea grave, pero pienso que lo mejor no es tanto que se recuperen como que se agudicen un poco los síntomas y pueda entrevistarles con cierto interés para el blog. De todas formas, la noticia no me ha sorprendido: siempre supe que de la familia la primera en pillarlo sería la tía Marele.



lunes, 16 de marzo de 2020

Aquella era una época regular para nosotros porque yo llevaba un tiempo medio malo de la cabeza y Linda apenas me hablaba. Habíamos dejado a los niños con mis suegros y esperábamos un tercero, sin ganas, que iba haciendo crecer la barriga de Linda como un plástico inflamado a punto de reventar. Yo tenía la sensación de que en cualquier momento se llenaría todo de entrañas.  

Estábamos en una rústica habitación de hotel, pasando el fin de semana, y yo intentando olvidarme de los asuntos de la oficina, que no eran muchos ni graves pero me preocupaban. También me preocupaba el embarazo de ella, el tema del dinero y si habíamos aparcado el coche debidamente. Linda estaba en la cama, echada de lado mientras veía la tele a todo volumen y no me hablaba. 

Decidí encerrarme un rato en el cuarto de baño, sentarme en el váter y mirar vídeos en el teléfono móvil y pensar en mis cosas. Y pensaba si no podía suceder que el mundo se acabara porque a todos se nos parara el corazón repentinamente, de manera simultánea. Entonces tiré de la cadena y me lavé las manos y me miré al espejo. Sentía que mi aspecto había cambiado, estaba más pálido, quizá más gordo. 

Volví a la cama y me acomodé junto a Linda. Ella se frotaba las uñas en el pecho. Quería tocarla e incluso me excité un poco, pero me contuve. Traté de leer pero no pude, traté de dormir pero no pude, y me puse a ver la tele también hasta que se me cerraron los ojos. No sé a qué hora ella apagó la luz. Cuando desperté de madrugada todo estaba a oscuras y al fin tranquilo, y Linda dormía de lado, con las manos sobre la barriga y el pelo revuelto, ocupando en gran medida mi espacio de la cama.

Por la mañana, bajé a la recepción a coger los periódicos en papel. Había un grupo de americanos haciendo el chekin y algunos asiáticos que se iban. Pregunté por hasta qué hora era el desayuno, y me di cuenta que ya era tarde y que lo habíamos perdido. Me dio rabia no porque tuviera hambre sino porque lo habíamos pagado y era caro. Y pensé por qué esa mañana se marchaba esa gente del hotel, por qué Linda no se había puesto la alarma y si debía mover el coche de sitio o dejarlo donde estaba. Hablé un poco más con la gente de recepción. 

Después volví a la habitación. Estaban las cortinas abiertas. Entraba una luz pálida y se veía la ciudad tras las hojas de los árboles de la terraza. Hacía un día claro y bueno, parecía. Abrí la ventana y noté el aire fresco entrar. Escuché que sonaba el secador de pelo desde el cuarto de baño. Miré alrededor, estaba todo lleno de ropa, había algunos folletos y maquillaje de Linda. Me tumbé sobre la cama deshecha. Cogí el mando de la tele y la encendí, cambié de canal varias veces sin encontrar nada que pudiera apetecerme. Estuve un rato allí tirado pensando cuánto tiempo iba a pasar Linda secándose el pelo y qué íbamos a hacer con ese día tan largo por delante, con tantas horas vacías pendientes de ser ocupadas. Calculé si llevábamos días, semanas o meses en que apenas nos hablábamos. Luego calculé cuánto nos estaba costando el fin de semana. 

Yo sospechaba que todo había empezado cuando descubrimos que ella estaba embarazada. Ella me echaba la culpa a mí por no usar condón, yo le echaba la culpa a ella porque me temía que hubiera otro hombre. Pensaba en eso y me alteraba. Eran días en los que yo sí habría querido tener una amante, pero no conocía ninguna otra mujer que quisiera acostarse conmigo y eso me disgustaba. 

Como Linda seguía en el baño, miré fotos de mujeres en instagram hasta que me aburrí, luego salí a la terraza. Vi los mismos árboles que hacía un rato y pensé en caminar calle abajo. Hacía buena temperatura para caminar y había gente en la calle y el tráfico era tranquilo. Estaba el horizonte colorido de edificios y el cielo en azul claro y esponjoso de blanco se me hacía agradable. 

Volví a la cama y Linda se tumbó a mi lado, viendo la tele. Se sujetaba la barriga con ambas manos. Pensé que menuda barriga tenía ya, y me imaginé todo salpicado por todas partes de pronto de placenta y esas cosas. Fingí quedarme dormido y cerré los ojos. Oía el programa que veía ella y trataba de descifrar lo que estaría sucediendo en la pantalla. Estaba tranquilo y a gusto y pensé qué hora sería, que tenía ganas de acostarme con ella y que tenía bastante hambre y que quizá podíamos tener sexo y luego salir a comer y así mover el coche de sitio. Abrí los ojos y lo dije en alto, pero Linda me dijo que estaba cansada y que mejor me fuera yo solo. 

domingo, 15 de marzo de 2020

He pasado unos días intentando abrirme el blog, y por fin lo consigo.  Intenté crearme primero un wordpress, pero me cobraban. Luego estuve investigando en google, y terminé viendo vídeos de raperos. Ayer me puse en serio, y después de aceptar cookies, políticas de privacidad, y escuchar en bucle algunas canciones de Natalia Lacunza, no se me ocurría ningún título. Hoy he dado vueltas alrededor de mi perfil, he pensado mucho qué formato elegir; me aparecía todo el rato la foto de un gato como fondo, foto que yo quería quitar y no sabía cómo. Esto me ha tenido bastante ocupado. Una vez conseguido, no sé bien de qué escribir. Me da miedo bromear. Me gustaría, pero me asusta. Sé que lo que ahora escribo, en unas horas puede estar fuera de lugar o desfasado. Es curiosa esta partición del tiempo: lo lento que va a transcurrir íntimamente, con qué prisa va ahí fuera. 

Llevo dos días en pijama. Escribo en pijama. Mi madre me pregunta si pienso pasarme la cuarentena en pijama. Digo que seguramente. Luego propone aprovechar a hacer una limpieza a fondo de la casa. Le digo que es que me estoy abriendo un blog y no sé si es un buen momento. Y me siento a fingir que escribo. Me he puesto una silla alta, y ahora veo a través de la ventana, e inflada como un zépelin, la copa de un pino que se mueve de costado sobre el cielo. Escucho patalear algunos pájaros sobre el tejado. Hacen ruidos secos con sus saltos zalameros. Abro la ventana y entra un aire agradable que enseguida inunda el cuarto. A veces, este tiempo trae olores que, masticados por detrás del paladar, casi con la nariz, devuelven la imaginación a un pasado exacto. Y marzo avanza henchido de primavera como si fuera a concluirse en vez de en abril en agosto, con un calor rollizo y envolvente. 

Decido que me voy a dejar barba, mientras tanto. Pienso en comer algo, pero no hay chocoflakes en casa. Lo que hay, por todas partes, son magdalenas. Mi padre, cada vez que sale a hacer la compra, vuelve con más magdalenas. Me como una. Me tumbo en la cama, me levanto. Diego juega a la consola en su cuarto. Ha hecho la cama, ha recogido su ropa. Mi madre tose arriba y abajo, y nadie coincide conmigo, en que lo mejor que podríamos hacer a estar alturas sería aislarla, aunque sea por unos días. No me da tanto miedo el virus como la limpieza a fondo de la casa. 

Ayer, se levantó unánimemente en la zona una procesión de niños en jardines y perros a la calle, que recorrían los caminos que cercan la entrada y salida de las casas, apurando el aire libre. Nosotros estuvimos hablando por skype con Antonio, que dice que se ha preparado un listado de películas y libros para estos días tal, que se ha dado cuenta que va a necesitar más tiempo. Nos recomendó una película coreana, que quitamos a los veinte minutos de empezar, sorprendidos ante nosotros mismos por seguir a estas alturas atentamente y con expectativas sus recomendaciones. 

De momento, la normalidad se ha atrincherado bajo una primera capa de excepción, y sigue su curso. El hogar se ha convertido en epicentro de lo que nos sucede; el espacio de la casa se ha materializado en la rutina. Por los grupos de whatsapp, no cesan de llegar vídeos, memes, bromas de todo tipo. Y recuerdo aquel diario político y sentimental de Umbral, que abría con unos versos de Neruda que me gustaban especialmente: Andan días iguales/ persiguiéndose. 

El perro, dormido en el sofá, no hace nada. No sé ni siquiera si hoy ha salido a la calle. Creo que, si realmente a alguien no le importa no salir a la calle en estos días, es al perro. 

Le envío a L. algunos poemas por whatsapp. Me he puesto la poesía de Antonio Lucas en la mesilla de noche, como un bálsamo ("el falso delirio de la ciudad sin nosotros"), y ando por toda la casa con los diarios de Héctor Abad Faciolince. Aunque empecé perezoso, me están gustando y siento me hacen una compañía estupenda en estos días. Sigo con divertida emoción su transición a la vida adulta, sus desvaríos amorosos, su voz de padre, su vocación de escritor, sus idas y venidas laborales, la dura Colombia que habita, sus viajes, sus reflexiones, sus angustias, sus empeños. "Lo grave es que aunque no me guste Eugenia, aunque no me importe, aunque no la quiera, aunque no la mire, aunque la deteste, sea lo que sea, me obliga a vivir pendiente de ella. Tengo que releer a Swann, de Proust, creo que ahí está la clave de un hombre que se pierde detrás de una mujer que no es de su tipo. Lo leí en México hace ya tantos años que solo es una sensación, un recuerdo que vuelve: un hombre arruina su vida de artista por enamorarse de la mujer equivocada". 

Y paso el rato convencido de que este tiempo detenido será fugaz y pasará y lamentaré no haberlo aprovechado mejor, y por ello quisiera leer mucho, escribir mucho, sobre todo. Y pienso si esto será egoísta en cierto modo o no. Incluso querría escribir a menudo en la cama, escribir en posición horizontal, ya que no lo hago nunca y siempre pienso: ojalá un día entero de domingo tumbado en la cama, escribiendo en la cama como Onetti. 

El perro sale al jardín. Se come los hierbajos, frota el morro contra el césped. Luego se tumba de medio lado, a recibo del sol, alzando la cabeza y con los ojos cerrados. Permanece quieto y señorial, como una estatua. Su color se hace más blanco en esta luz. Me fijo en los pinos de la zona, los cerezos, los demás árboles que no sé nombrar. Mi padre, al volver de la calle, dice que es alucinante, y que dan ganas de echar a correr. 

Hablo con un amigo por teléfono. Dice que todo bien, que está en casa con su madre, que va a aprovechar estos días para inventar un juego de mesa. Algo parecido al Catán, me dice. Sabe que a mí no me gusta el Catán. Le digo que es que se me hacen muy largas las partidas, y me nace el impulso de hacer trampas para acabarlas de una vez. Pero le animo a ello, incluso le digo que me ofrezco a probarlo cuando esté listo. Pero si es como el Catán, me aburriré y haré trampas. 

Pelo una mandarina. Me como los gajos de dos en dos, le tiro uno al perro, que lo ignora. De pronto ya no le gustan las mandarinas, los cacahuetes tampoco. Con la edad, va madurando el gusto, aunque no entiendo que siga disfrutando con el kiwi y la lechuga.

En casa, crece la sospecha de que mi madre está infectada. En cierto modo, la promuevo yo. Lo comento con mi padre, a escondidas de ella. La vemos en el salón, tan tranquila. Y de momento no decimos nada, pero la evitamos. Yo propongo encerrarla en su cuarto, pero a mi padre y a Diego les parece un exceso. Insisto en que toda precaución es poca. Ya digo, ojalá no se compliquen las cosas y de pronto me vea haciendo una limpieza a fondo de la casa. 

Pasan los días, pasan con giros de triciclo lento, ensimismado. Avanza la primavera hecha verano, avanzo con la moto en la autopista, y ava...