Como las personas mayores que se sientan durante horas en los bancos de la calle a ver pasar el tráfico y a los otros peatones, avanzar las obras o moverse a las palomas, así contemplo pasar a los días. Y trato de escribir algunas sensaciones, vagas. Con todo ralentizado, la nulidad de la prisa en el hogar me lleva a querer emprender kilométricas tareas de las que al final desisto antes incluso de empezar: por ejemplo limpiar y ordenar alfabéticamente mi librería, ver la serie completa de Élite. La desaparición de la prisa (la necesaria abolición de la prisa, la inevitable inercia de ésta hacia su fin), convierte la casa en revancha del tiempo, y hace la vida de hogar y su sintomatología directamente proporcional a la prisa que crece en la calle, bueno a lo poco que existe ahí afuera y nos sostiene. Y cuanto más corre el virus y más es la prisa externa y más se aceleran las fiebres y así sucesivamente, más pausa, mayor detenimiento y menos prisa se requiere en cada casa, hasta que casi apenas queda eso: una contemplación.
Lo curioso, es que esas leyes de la prisa que ahora rigen el mundo, haciéndolo avanzar en sentidos opuestos y sin embargo en una misma dirección, no funcionan igual en internet: se desbrozan sus caminos y son muchos y, de pronto, de estar levemente asomados nos hemos escurrido casi todos dentro, cada cual con su movida, en un bálsamo extranjero y pegajoso que dejará un registro raro, ruidoso, como de noche fantasmal en movimiento, de todo esto. Las redes sociales, whatsapp también o sobre todo, parecen una fiebre de sí misma y a veces un incordio. Pero es internet, al mismo tiempo, lo que agita y revive el embotado sentimiento de amable urgencia que antes reclamaba la calle, la vida en su desgaste, la cotidianidad. Y es tan curioso.
Sin duda, todo este momento da que pensar, siempre torpemente, sobre el hecho del tiempo en general y de la prisa en particular (también sobre internet pero me interesa menos). Me doy cuenta de esas veces pasadas con prisa por un montón de cosas, todos con prisa a todas partes, y veo en ello cierta belleza que perdemos y pienso si habrá por casa qué libro que contenga algo acerca de la prisa interesante, que me ayude a pensar sobre este asunto. Como no se me ocurre o encuentro ninguno, pues nada.
Entonces, aprovecho un descanso en el teletrabajo (que asido a internet flota en su propia burbuja de prisa y tiempo) para recoger la ropa tendida y rehacer el armario. La terraza de la cocina es pequeña, contiene bolsas de la compra, botellas, lavadora y tendedero. Entra el aire frío de la calle. Entra un suave olor a barbacoa. Entra una luz fina de mañana prorrogada.Trato de quitar una a una las pinzas y no pegar un tirón de cada prenda, como hago a veces, y que salte todo por los aires. Camino por la casa cargando con la ropa entre los brazos, y zigzagueo sin ver nada ante el perro y los muebles. Hago dos viajes de ida y vuelta hasta mi cuarto. Camino despacio y pensativo, como Sísifo cuando se me van cayendo los calcetines limpios escaleras abajo, debatiendo internamente si afeitarme o si no, si salir a comprar champú o si no, si planchar algunas camisas o si no.
Al fin echo toda la ropa encima de la cama. Desbordan las prendas por los lados el colchón, y en su centro acumuladas han formado una montaña a capas, colorida y tambaleante. Voy doblando poco a poco camisetas, pantalones, un chaleco de pana que creo debería ponerme más a menudo, sudaderas, mientras escucho en un podcast una entrevista a Faciolince, en que habla de escribir diarios, de sus diarios preferidos. La luz de fuera se cuela amarilla, casi blanca en el cuarto. Y noto algo de frío en casa o es que ando destemplado. Las noticias me llevan a pensar cuánto quedará de esta lentitud, y en si luego echaré de menos cierta parsimonia.
Vuelvo al teletrabajo. Una luz cálida entra en el despacho y se apoya definida sobre el suelo, con la forma rectangular de la ventana. Acerco las piernas y noto cómo se calientan. Hay un vago cúmulo de nubes blancas deslizándose en el cielo. Veo una paloma apoyada en la antena del tejado de la casa de enfrente, está posada con el cuerpo inclinado hacia adelante. No hace nada, se queda ahí quieta mucho rato, como si viviera en los diarios de Levrero. Después, llega una breve ráfaga de viento como una cremallera de la imagen y la borra. Luego queda sola la antena y su silencio blanco de detrás. Abro la ventana que da al tejado. Las tejas caen hacia el jardín comunitario. Me fijo en las montañas a lo lejos. Le saco una foto al paisaje. Zumba un cortacésped en la urbanización, con una vaga intermitencia.
Cojo el libro que he empezado a leer, lo nuevo de Bret Easton Ellis, una especie de recopilación de artículos publicado por Literatura Random House, con una faja cruel y cínica que dice lo siguiente: "Después de diez años sin publicar, las esperadas memorias del autor".
Terminé de leer La cena, de Hermann Koch. Casa de verano con piscina me gustó más. Lo que me pasa con La cena es que no me convence que se supedite todo a la trama y a los efectos sorpresivos de ésta; echo de menos la hondura psicológica de la otra, las tensiones tan variadas y sutiles e in crescendo entre los personajes, las descripciones afiladas y sus henchidos paisajes, la frescura en el humor, esa sensación de certera radiografía familiar que aquí siento impostada. En La cena, tengo la constante sensación de que todo lo que sucede lo hace a merced de la trama y su final, que está provisto así cada diálogo a propósito de algo y no se basta por sí mismo, que se justifica cualquier inverosimilitud con un giro novedoso; echo en falta más placer estético, mayor banalidad en la escritura, y una voz que recorra la obra sin necesidad de aproximarse tan atropellada y deliberadamente a su destino.
Después de comer, recibo una llamada del servicio de mensajería. Vienen a casa a entregarme un paquete que pedí hace días. Salgo al rellano de la puerta. De una furgoneta blanca, se baja el conductor y veo que lo hace sin guantes ni mascarilla. Yo tampoco llevo protección. Él viene directo hacia mí, y no me da tiempo a reaccionar. Todo transcurre despacio, como a cámara lenta, y al mismo tiempo a gran velocidad, es decir, de pronto lo que va a suceder ya ha pasado. Me da vergüenza echarme atrás, negarle el saludo, ni siquiera siento tener margen para hacerlo. El tipo viene de recorrer el centro de Madrid con su furgoneta, de haber retozado por los gérmenes casa tras casa, regodeándose portal tras portal, y, cuando me quiero dar cuenta, estamos pegados hombro con hombre, yo firmando un papel con un boli que me ha dado e imagino se habrá sacado hace apenas dos minutos de la boca, y cojo titubeante las cajas, que noto sudadas por la transpiración de sus manos. Respiro con profundidad y maldigo la existencia. Él me mira fijamente a los ojos, tarda en despedirse. No sé interpretar su cara, no sé si es de mensajero kamikaze o de hombre a la deriva.
Entro en casa entre desconcertado y abatido, con picores hasta en la cara, con la sensación de hombre al que han herido, abrumado por una soledad que supongo solo conoce el infectado. Pienso en la llamada de esta mañana con mi amigo Martín, cuando me ha dicho no sé qué de la carga vírica. Yo no sé lo que es eso, pero se me viene ahora a la cabeza y, si existe, siento me acaban de bañar en carga vírica. Me lavo las manos con fuerza, con mucho jabón de manos que huele a lavanda o a romero, no sé. Me lavo también la cara. Pienso si echar la ropa a lavar, si darme una ducha. Pero no quiero exagerar. Pienso si rociarme con lejía y prenderme fuego. Aunque ya no sé lo que es exagerar y lo que no. Qué difícil actualizarse tan deprisa como el virus.
A media tarde, brevemente, rompe a llover. En las ventanas del despacho, que están inclinadas atravesando el tejado, suena la lluvia como si soportaran solas las ventanas el peso entero de la casa, y el cielo, de pronto, nublado parece haberse hundido, ese cielo alto y espaciado y colorido. Las luces de las casas de la zona se van encendiendo. Miro por la ventana y veo circular algunos coches. Mi madre me prepara una infusión. Luego le pregunto qué es lo que me voy a beber. Me dice que es buenísimo para mis defensas, así que me lo bebo y me siento a observar mis defensas. Tiene el líquido que se mece en el interior de la taza un sabor amargo y un color negro parduzco casi verde. Y avanza la tarde y me siento a leer en el sillón, la cabeza echada atrás sobre el respaldo y el libro en alto, y se mezcla en las páginas la luz de la lámpara de mi lado con la que queda de la calle. Y me sucede que de pronto pienso en mirar la cartelera en el móvil, a ver qué echan en el cine en estos días. Al darme cuenta que nada, sopeso que me gusta cada vez más la idea de aquello que envuelve al hecho de ir al cine a ver una película, solo o acompañado, es decir el discurso que genera la película, la crítica cinematográfica, especializada o no, la opinión de los otros, el desplazamiento al cine, la luz crepuscular del interior de la sala, la temperatura ambiente, el tiempo de tráilers y publicidad cada vez más alargado, que es el más emocionante si la peli es mala, y a veces un consuelo. Si la película es suficientemente buena, todo lo demás da un poco igual.
A media tarde, brevemente, rompe a llover. En las ventanas del despacho, que están inclinadas atravesando el tejado, suena la lluvia como si soportaran solas las ventanas el peso entero de la casa, y el cielo, de pronto, nublado parece haberse hundido, ese cielo alto y espaciado y colorido. Las luces de las casas de la zona se van encendiendo. Miro por la ventana y veo circular algunos coches. Mi madre me prepara una infusión. Luego le pregunto qué es lo que me voy a beber. Me dice que es buenísimo para mis defensas, así que me lo bebo y me siento a observar mis defensas. Tiene el líquido que se mece en el interior de la taza un sabor amargo y un color negro parduzco casi verde. Y avanza la tarde y me siento a leer en el sillón, la cabeza echada atrás sobre el respaldo y el libro en alto, y se mezcla en las páginas la luz de la lámpara de mi lado con la que queda de la calle. Y me sucede que de pronto pienso en mirar la cartelera en el móvil, a ver qué echan en el cine en estos días. Al darme cuenta que nada, sopeso que me gusta cada vez más la idea de aquello que envuelve al hecho de ir al cine a ver una película, solo o acompañado, es decir el discurso que genera la película, la crítica cinematográfica, especializada o no, la opinión de los otros, el desplazamiento al cine, la luz crepuscular del interior de la sala, la temperatura ambiente, el tiempo de tráilers y publicidad cada vez más alargado, que es el más emocionante si la peli es mala, y a veces un consuelo. Si la película es suficientemente buena, todo lo demás da un poco igual.
Viendo las noticias de la noche, me fijo todo el rato en la cara del presentador, de los reporteros, para deducir si están malos o están sanos. Les miro las sonrisas, los ojos, el pelo, la ropa. Algunos es verdad que no tienen buen aspecto, pero uno ya no sabe quién era así antes de todo esto, cómo era la gente antes de todo esto, cómo era el mundo en general antes de todo esto.
Toso un par de veces y me pongo el termómetro, pero no tengo fiebre. No sé si es que estoy hipocondríaco, o si esto es un resfriado. No hay ya apenas certezas. En realidad, llevo unos días notando un cosquilleo crecerme por la espalda y el pecho, con sensación de presión, y cansado, con una fatiga física que me viene y se va a ratos. También me duele un poco la rodilla, así que no sé. Lo comento en casa, en este rato de salón. Como es seguro que mi madre lo ha tenido, calculamos quién puede haber sido el culpable entre los cuatro de traer el virus a casa. Mi madre se enfada cuando la elegimos a ella por unanimidad.
Tumbado en la cama, ya de noche, con la puerta abierta de la habitación, escucho en el despacho los movimientos de mi padre que lo ordena en estos días, desde el cuarto de Diego las voces de los comentaristas de fútbol cuando marca un gol al Fifa, y de pronto desde el piso de abajo me llega un sonido repetido y gutural, como de boqueadas, de palabras ahogadas tras la primera sílaba, pisadas por encima, y pienso si no será que mi madre nos intenta decir algo y se está ahogando, o que le está dando un ataque de lo que sea, pero enseguida me doy cuenta que lo que pasa es que está practicando inglés, los verbos irregulares, con tutoriales y en voz alta. Lo cual es un alivio y también sorprendente; a su edad y con coronavirus, se me ocurren pocos actos más concretos de esperanza.
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