Páginas

domingo, 15 de marzo de 2020

He pasado unos días intentando abrirme el blog, y por fin lo consigo.  Intenté crearme primero un wordpress, pero me cobraban. Luego estuve investigando en google, y terminé viendo vídeos de raperos. Ayer me puse en serio, y después de aceptar cookies, políticas de privacidad, y escuchar en bucle algunas canciones de Natalia Lacunza, no se me ocurría ningún título. Hoy he dado vueltas alrededor de mi perfil, he pensado mucho qué formato elegir; me aparecía todo el rato la foto de un gato como fondo, foto que yo quería quitar y no sabía cómo. Esto me ha tenido bastante ocupado. Una vez conseguido, no sé bien de qué escribir. Me da miedo bromear. Me gustaría, pero me asusta. Sé que lo que ahora escribo, en unas horas puede estar fuera de lugar o desfasado. Es curiosa esta partición del tiempo: lo lento que va a transcurrir íntimamente, con qué prisa va ahí fuera. 

Llevo dos días en pijama. Escribo en pijama. Mi madre me pregunta si pienso pasarme la cuarentena en pijama. Digo que seguramente. Luego propone aprovechar a hacer una limpieza a fondo de la casa. Le digo que es que me estoy abriendo un blog y no sé si es un buen momento. Y me siento a fingir que escribo. Me he puesto una silla alta, y ahora veo a través de la ventana, e inflada como un zépelin, la copa de un pino que se mueve de costado sobre el cielo. Escucho patalear algunos pájaros sobre el tejado. Hacen ruidos secos con sus saltos zalameros. Abro la ventana y entra un aire agradable que enseguida inunda el cuarto. A veces, este tiempo trae olores que, masticados por detrás del paladar, casi con la nariz, devuelven la imaginación a un pasado exacto. Y marzo avanza henchido de primavera como si fuera a concluirse en vez de en abril en agosto, con un calor rollizo y envolvente. 

Decido que me voy a dejar barba, mientras tanto. Pienso en comer algo, pero no hay chocoflakes en casa. Lo que hay, por todas partes, son magdalenas. Mi padre, cada vez que sale a hacer la compra, vuelve con más magdalenas. Me como una. Me tumbo en la cama, me levanto. Diego juega a la consola en su cuarto. Ha hecho la cama, ha recogido su ropa. Mi madre tose arriba y abajo, y nadie coincide conmigo, en que lo mejor que podríamos hacer a estar alturas sería aislarla, aunque sea por unos días. No me da tanto miedo el virus como la limpieza a fondo de la casa. 

Ayer, se levantó unánimemente en la zona una procesión de niños en jardines y perros a la calle, que recorrían los caminos que cercan la entrada y salida de las casas, apurando el aire libre. Nosotros estuvimos hablando por skype con Antonio, que dice que se ha preparado un listado de películas y libros para estos días tal, que se ha dado cuenta que va a necesitar más tiempo. Nos recomendó una película coreana, que quitamos a los veinte minutos de empezar, sorprendidos ante nosotros mismos por seguir a estas alturas atentamente y con expectativas sus recomendaciones. 

De momento, la normalidad se ha atrincherado bajo una primera capa de excepción, y sigue su curso. El hogar se ha convertido en epicentro de lo que nos sucede; el espacio de la casa se ha materializado en la rutina. Por los grupos de whatsapp, no cesan de llegar vídeos, memes, bromas de todo tipo. Y recuerdo aquel diario político y sentimental de Umbral, que abría con unos versos de Neruda que me gustaban especialmente: Andan días iguales/ persiguiéndose. 

El perro, dormido en el sofá, no hace nada. No sé ni siquiera si hoy ha salido a la calle. Creo que, si realmente a alguien no le importa no salir a la calle en estos días, es al perro. 

Le envío a L. algunos poemas por whatsapp. Me he puesto la poesía de Antonio Lucas en la mesilla de noche, como un bálsamo ("el falso delirio de la ciudad sin nosotros"), y ando por toda la casa con los diarios de Héctor Abad Faciolince. Aunque empecé perezoso, me están gustando y siento me hacen una compañía estupenda en estos días. Sigo con divertida emoción su transición a la vida adulta, sus desvaríos amorosos, su voz de padre, su vocación de escritor, sus idas y venidas laborales, la dura Colombia que habita, sus viajes, sus reflexiones, sus angustias, sus empeños. "Lo grave es que aunque no me guste Eugenia, aunque no me importe, aunque no la quiera, aunque no la mire, aunque la deteste, sea lo que sea, me obliga a vivir pendiente de ella. Tengo que releer a Swann, de Proust, creo que ahí está la clave de un hombre que se pierde detrás de una mujer que no es de su tipo. Lo leí en México hace ya tantos años que solo es una sensación, un recuerdo que vuelve: un hombre arruina su vida de artista por enamorarse de la mujer equivocada". 

Y paso el rato convencido de que este tiempo detenido será fugaz y pasará y lamentaré no haberlo aprovechado mejor, y por ello quisiera leer mucho, escribir mucho, sobre todo. Y pienso si esto será egoísta en cierto modo o no. Incluso querría escribir a menudo en la cama, escribir en posición horizontal, ya que no lo hago nunca y siempre pienso: ojalá un día entero de domingo tumbado en la cama, escribiendo en la cama como Onetti. 

El perro sale al jardín. Se come los hierbajos, frota el morro contra el césped. Luego se tumba de medio lado, a recibo del sol, alzando la cabeza y con los ojos cerrados. Permanece quieto y señorial, como una estatua. Su color se hace más blanco en esta luz. Me fijo en los pinos de la zona, los cerezos, los demás árboles que no sé nombrar. Mi padre, al volver de la calle, dice que es alucinante, y que dan ganas de echar a correr. 

Hablo con un amigo por teléfono. Dice que todo bien, que está en casa con su madre, que va a aprovechar estos días para inventar un juego de mesa. Algo parecido al Catán, me dice. Sabe que a mí no me gusta el Catán. Le digo que es que se me hacen muy largas las partidas, y me nace el impulso de hacer trampas para acabarlas de una vez. Pero le animo a ello, incluso le digo que me ofrezco a probarlo cuando esté listo. Pero si es como el Catán, me aburriré y haré trampas. 

Pelo una mandarina. Me como los gajos de dos en dos, le tiro uno al perro, que lo ignora. De pronto ya no le gustan las mandarinas, los cacahuetes tampoco. Con la edad, va madurando el gusto, aunque no entiendo que siga disfrutando con el kiwi y la lechuga.

En casa, crece la sospecha de que mi madre está infectada. En cierto modo, la promuevo yo. Lo comento con mi padre, a escondidas de ella. La vemos en el salón, tan tranquila. Y de momento no decimos nada, pero la evitamos. Yo propongo encerrarla en su cuarto, pero a mi padre y a Diego les parece un exceso. Insisto en que toda precaución es poca. Ya digo, ojalá no se compliquen las cosas y de pronto me vea haciendo una limpieza a fondo de la casa. 

1 comentario:

  1. Qué disfrutes escribiendo en la cama , lo disfrutaremos también nosotros Y que tu madre no tenga nada

    ResponderEliminar