viernes, 3 de abril de 2020

Miro vídeos en YouTube. Miro algún vídeo de La Resistencia, alguno de Late Motiv. Luego miro por la ventana y me quedo pensativo, estoy un poco cansado y espero, y miro por la ventana. Contemplo la urbanización, quiero ver cómo oscurece. Busco en Google información sobre películas y series, busco qué puntuación y opiniones tiene Fleabag. Miro por la ventana, miro las nubes blancas, y sigo sentado en el sofá y espero. Hace buen tiempo fuera, queda aún algo de ese sol feliz de media tarde, un sol vago y lánguido. Miro su retirada, o no tanto su retirada como lo que va dejando atrás mientras se marcha: una procesión de colores cálidos. Busco en Google también la definición de la palabra lánguido: que carece de fuerza, vigor y lozanía. Miro las chimeneas de las casas de la zona, escalando el horizonte; son pequeñas, rectangulares, estrechas, de un ladrillo rojo desgastado. Miro todo el verde, sus distintos tonos, que puedo del paisaje. Busco en Google a qué hora exacta anochece. Pone que a las 20:42h. Miro por la ventana y veo el sol que se apaga lentamente, se va fundiendo junto al vendaval florido de sus sombras, que van cubriendo las fachadas, los jardines, y se vuelve el azul más azul y más oscuro, los tonos naranjas se deshacen amarillos, y luego queda ya una noche amplísima que recuerda a una noche anticipada de verano.

Inhalo con fuerza el aire por la nariz un par de veces. Me estoy probando a ver cómo respiro. Vuelvo a mirar por la ventana, se nota un clima suave. Estoy sentado en el sofá y comienza la noche y se escucha cada vez más difuminado el sonido de la calle: los pájaros, el viento. He dejado un libro y el móvil en el reposabrazos, y miro un poco alrededor, sin hacer nada, y me toco el pecho a ver si noto algo en los pulmones. También me toco la garganta por si acaso. De repente, porque no es algo progresivo sino un quiebro en la monotonía tranquila de la casa, se escucha un rugido fuerte y permanente que es la batidora puesta en marcha, y es que Diego prepara un postre en la cocina.  Está cocinando un postre saludable. Creo que trata de hacer galletas con nocilla natural. Ha comprado no sé cuántos ingredientes. Lleva un rato largo en la cocina, y ahora suena de pronto la batidora por toda la casa y presto fija atención al ruido que hace, nada elegante, agorero, como de obra, que termina por crispar la anestesia de la noche y su comienzo. Trato de ojear el libro, miro un poco el móvil y los WhatsApps. Mi amigo Rubén me manda una foto suya sin camiseta. Otro amigo se ha hecho Tik Tok y graba a su novia por casa para probar la aplicación. Yo ya me he acostumbrado al ruido de la batidora, cuando mi madre se levanta y va a ver qué sucede. Cierra la puerta de la cocina tras de sí. Se detiene la batidora. No alcanzo a oír bien la conversación. Creo que trata sobre porcentajes de leche y gramos de harina. Se abre la puerta de la cocina y sale mi madre. Da un par de vueltas al salón, dice que va a ayudar a Diego y vuelve a la cocina. Escucho ruidos, choque de platos, cierre de cajones, el sonido seco de algo cuando cae al suelo. Pienso qué está pasando ahí dentro. Solo espero que no se estén comiendo mi chocolate blanco. Luego aparece mi padre. Entra también en la cocina. Se encierran los tres un buen rato. Escucho la batidora zumbar arriba y abajo, truena con más fuerza, escucho que se enciende el lavaplatos. Luego vuelve el silencio, una pausa larga e inquietante. Y suena otra vez la batidora. Y sale mi padre de la cocina. La que están liando, dice. Y enciende la tele y pone las noticias.

Me doy cuenta que apenas escribo estos días, o escribo pero poco. Observo las luces mezclarse primero y luego fundirse en una sola, la luz de la calle y sus farolas con la luz de la casa, reposar aglomeradas en un cúmulo de luz tenue en el salón. No me cansa mirar esta luz de fin de día, de noche que arranca, cada vez igual y levemente distinta, una luz que es como el eco de la tarde o de otros días. El perro está tumbado en el sofá, respirando lentamente. El perro también se ha puesto malo. Se tumba en el sofá como un juguete tronchado y no alza la cabeza ni que le hables de comida. No ha salido a la calle, ni ha comido, tampoco lo pide. Ha vomitado varias veces. Tiene la cara apagada, el morro más achatado todavía y ha recogido las patas entre el cojín y la manta para hacerse entero una pelota. Resopla de vez en cuando y mira con ojos grises a los lados.

Veo cada noche las noticias como si fuesen una y otra vez las mismas, pero con la secreta intención de que vengan de una vez más buenas que malas. Busco entre el reporterismo, como en los aviones la cara de alguien a bordo a quien se le escape un gesto de alivio, una frase alentadora que suscite otra después y así se encadenen varias y luego más y más hasta que apaguemos los televisores, hartos de noticias siempre buenas. Pienso cómo ha podido afectar todo esto a algunos medios. Pienso por ejemplo en los deportes de Antena 3. Veo que ahora solo sacan vídeos virales de esos que pueblan las redes, que no tienen que ver tanto con el deporte como con los sucesos. Y me pregunto cuándo podrán volver a lo de antes, que era lo mismo pero en un ambiente más amable.

Cuando me voy a la cama, me invade un cansancio físico, flotante. Es una sensación de levitar hacia dentro, bañada en aprensión. Es un cansancio lento, lo noto con la inercia de los gestos detenidos, cayendo por mi cuerpo como si fuera nieve, y me tumba con más fuerza. Transito en el cansancio con pereza e hipocondría, y lo retroalimento. Cada síntoma me revuelve enseguida los nervios: tirito destemplado, floreciendo el vello de la piel como una orquídea, y me miro la cara al espejo convencido de estar malo. No sé cómo iré de defensas, espero que bien. 

Luego despierto en mitad de la noche, una noche tranquila y espaciosa, con cierto malestar. Miro por la ventana. Mi persiana está rota y entra la luz artificial de la urbanización. Es una luz que alivia y envuelve entero el cuarto. Siento un malestar de frío y flaqueza, me duele la cabeza, he tenido pesadillas, noto la tripa revuelta. Giro por la cama enrarecido, me invaden las noticias de estos días, cada dato negativo me voltea el pensamiento hacia los lados, y trato de confiar un poco en la suerte y en mi juventud, que si no ha servido para mucho al menos empiece a hacerlo. Soy un enfermo muy torpe, algo hiperbólico, y me ausculto mentalmente cada rincón del cuerpo para intuir que todo marche, y termino sospechando poder tener dos coronavirus, tres ictus y cuatro cánceres. Pero luego se me pasa. Y el tiempo, ese blanco desierto ilimitado, que creo decía Cernuda, sigue iluminando la noche sin que suceda nada, y tardo en volver a dormirme. Le he leído a Sandor Marai que cuando una cultura entra en decadencia, la civilización, es decir el principio de utilidad, genera cierto sentimiento de pánico en el alma humana, y entonces empieza la preocupación por medir el tiempo con una exactitud extrema.

Miro un rato al techo. Leo un poco. Dejo de leer. Me levanto y voy al baño. Relleno el vaso de agua que guardo en la mesilla. Bebo cada poco tragos largos (y me lo tiro sin querer todo por encima), no por sed, sino porque L me ha dicho que beba mucha agua y le hago caso. Me quedo despierto hasta que amanece.

Había empezado las memorias de Arthur Miller, las abandono poco después de las doscientas páginas. Es una edición vieja de Tusquets, que compré por nueve euros no sé dónde. No consigo integrarme en la lectura, con salvadas excepciones me va dando un poco igual lo que se cuenta. No sé si es el cansancio. Puede ser. Ni siquiera los claroscuros de su vida, el deseo de leer acerca de su escritura, de sus obras, de su amistad con Elia Kazan, su contemporaneidad con Tenesse Williams, su relación con Marilyn, entre otras cosas, consiguen convencerme de seguir. Me resulta pesado, me rechinan a veces cosas. No sé si será la traducción, la obra en sí, mi mente abotargada por el sueño.

Por la mañana, me quedo en la cama. Desde la cama, el mundo parece contemplarte sin aristas, se contempla el mundo también con más facilidad. Miro la librería. Pienso si estará bien amarrada. Ya se cayó una vez, cuando yo no estaba. Me llamó Diego y me dijo que creía haber oído caerse el techo. Al final, fue solo mi librería, que quedó sepultando entera mi cama y parte del suelo. No la monté bien. Ahora la miro y me pregunto cuándo volverá a caerse. Escucho ruidos en casa. Los demás se van despertando. Diego es el primero en bajar a desayunar. Al parecer, el perro se levanta mejor; le escucho trotar por los pasillos muy torero, ladrar incluso, siempre con torpeza, pidiendo su comida.

Volver a la cama, de vez en cuando, es una reclusión satisfactoria. Pienso cuándo ha sido la última vez que me puse malo. Hará cosa de un mes, un mes y medio. Me acuerdo hace no mucho. Pasé una gripe, de mocos y fiebre, que me tumbó un fin de semana entero en la cama. Ese viernes L me llevaba a la ópera. Era la primera vez en mi vida que iba a un sitio así. Íbamos a ver La flauta mágica, de Mozart, en el Teatro Real. Yo sabía que la ópera es algo complicado. Me dolía la cabeza, me caían los mocos a cataratas, tenía los ojos rojos y empañados y una leve sensación febril que no me abandonaba. Íbamos con prisa y casi llegamos tarde. Yo estaba expectante; sabía que cada persona reacciona de un modo distinto a su primera vez en la ópera, que hay quien llora y quien lo detesta, quien se apasiona y quien no siente nada; pero tenía esperanzas y creía que sería capaz de deleitarme con lo que viera representado.

Luego empezó la obra, y me sorprendí al darme cuenta que aquello estaba en alemán. Miraba a la gente de mi lado, incluso a L, para ver las caras que ponían. Recorrí con la vista varias veces la nuca de la cabeza atenta de un señor mayor que, sentado justo delante, parecía un especialista en estas cosas, y demostraba una fijeza incorruptible. Pero yo no disfrutaba y eso me inquietaba, y observaba al señor gordo que dirigía la orquesta con movimientos espasmódicos y orgiásticos, a los actores con sus gestos de cine mudo y sus voces inundando aquél salón, escuchaba los violines, y no lo captaba, no entendía nada.

Cuando pasó la primera hora y media, y hubo una pausa, a mí me sudaban la frente y las manos, y tenía la sensación exhausta del que sale de un sueño alucinado. No solo me confundió que aquello no hubiera acabado aún, sino que encima quedara otra hora y media más. No entendía que el público no se echara las manos a la cabeza, abucheara, tomara el escenario por la fuerza. Cuando me levanté de mi silla, precavido, para oír primero los comentarios de L, hubo algo que no me cuadró. Debí poner una cara rara cuando dijo no sé qué de unos subtítulos. ¿Qué subtítulos?

Fui al cuarto de baño entre abochornado y con alivio. Al fin comprendía por qué no me había gustado. Y volví a mi asiento contento por el modo en que sospechaba iba a disfrutar de ese segundo acto. Me relajaba la confianza nueva en que yo era capaz de paladear en éxtasis una primera ópera en directo. Y no solo seguí sin entender nada, aunque ahora leyera los subtítulos, sino que me di cuenta cuánto más había disfrutado en realidad del primer tiempo.

Escribo desde la cama, con el ordenador apoyado en la tripa. Me hidrato de poco en poco, bebiendo del vaso de agua infinito que tengo a un lado. Dejo la lámpara de noche encendida a todas horas, que hace más acogedor mi cuarto. Llevo doble calcetín, jersey de lana. Tengo la barba tan larga que mi padre me ha dicho que me afeite. Mi madre considera que es solo una fase de coquetear con la indigencia. Hablo por teléfono con L, busco en mi librería algún poema que me guste y se lo mando. Ella los va recopilando en estos días. Dice que los va a publicar con nuestros nombres cuando acabe todo, lo cual yo considero un exceso, y no sé si ilegal.

Camino por casa. Camino por casa prematuramente envejecido. Bajo las escaleras despacio y sujeto a la barandilla. Y he perdido el olfato. También, aunque en menor medida, he perdido el gusto. Queda entonces una sensación de lejanía. Es como si la aproximación sensible al mundo alrededor no se completara ya del todo. Es curioso. Siento una separación cristalina ante el entorno. No huelo la colonia, ni el champú, ni la cerveza. No huelo el queso brie, y los cereales de miel de la mañana me saben a agua. La nariz y la boca abandonan su hedonismo en favor de su aburrida burocracia: que el organismo funcione. El gusto y el olfato han decidido precintarse, aislarse del resto de sentidos. Umbral decía que al escribir "no se busca ni la belleza, ni la verdad, ni la justicia, ni la libertad, cosas todas ellas que están en la vida o no están en ninguna parte. Se busca un poco de tiempo en estado puro. (...) Y eso nos lo da, de pronto, la nariz, el olfato, el olor a infancia que tienen las cinco de la tarde, el olor a muerte de las enfermedades, el olor a puerto que tiene el amor". 

Mi madre cocina alcachofas. Se hacen a fuego lento e intento olerlas. Tom se sienta a un lado, esperando. Le ofrezco un gajo de naranja y lo rechaza. Le tiro un cacahuete y no lo coge. Le digo que lo limpie, y nada. Está ya recuperado, pero le siento más burgués. Mi madre buscó en Google para asegurarse que el perro no tuviera coronavirus. En la olla a presión, hay un hervido de zanahoria y patatas. Intento olerlo también. Miro el vapor de agua crecer e inundar la cocina, pero no huelo nada. La ausencia de olor es como una amputación del intelecto. Apenas me llega el olor por la vista, y pruebo un pedazo de chocolate blanco que me sabe a casi nada. La cocina se va llenando de un calor lento, que deja los cristales empañados. 

Y van pasando los días, sin que pase nada, y miro por la ventana a ver qué tiempo hace, si fuera llueve o hace sol, si pasa algo. Luego decido sentarme en el sofá y mirar el móvil. Y leo un rato a Marai: "Se había vuelto opaco todo lo que con una palabra altisonante denominamos Historia. Y al mismo tiempo, las noticias cotidianas - dónde encontrar pan, un par de zapatos o atención médica - se convertían en Historia. Así vivíamos en la Budapest destrozada por las bombas".




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