domingo, 31 de mayo de 2020

Pasan los días, pasan con giros de triciclo lento, ensimismado. Avanza la primavera hecha verano, avanzo con la moto en la autopista, y avanza este calor de mayo que es un calor de color sepia, seco, lacio, de luz que extingue el paisaje. Corre un viento denso en la carretera vacía, cae un líquido beige de este sol diagonal, un sol lleno de marcas, estriado. La autopista parece un río largo, recto, inverosímil, que atravesara un cultivo de secano. Hay remolinos en el aire, esta luz en énfasis de vida, cegadora, que oculta el horizonte, las farolas apagadas como trigos inertes. A los lados, pasan las vías de tren, se escurren limpiamente los otros municipios de la periferia. La moto da un par de tirones, me quedo sin gasolina y pongo la reserva. Conduzco la moto, por fin, hasta el centro de Madrid. Avanzo en la autopista casi solo a las cinco de la tarde. Hace calor, y más calor, y más calor. Me levanto la visera del casco. Entro por Moncloa, bajo Princesa, cojo Alberto Aguilera. En San Bernardo, hay un tráfico fluido de coches y peatones, caudaloso, las calles alrededor resultan nuevas, embriaga los sentidos tanto edificio, ver más movimiento, este ruido de pronto. Hay sobre todo taxis y bicicletas. Aparco en Alonso Martínez. Camino hacia una librería, luego a otra, mirando los balcones de Malasaña, con gente haciendo vida junto a la ropa tendida, las banderas o carteles desteñidos, una mujer que lee, un señor que riega las plantas. Hay comercios abiertos y comercios cerrados, aceras llenas de un polvo viejo y gris. Me compro Vida de Henry Brulard, de Stendhal. 

El día va cayendo, con color de óxido y oro chamuscado, cae lejos de las horas anteriores, solo es reconocible su calor. Cambia el sol de sitio, las nubes se mueven como nubes de mentira. Ceno en casa de David. Pedimos pizza. Como es día de oferta, las pizzas están regular, apenas llevan salsa, la masa está plástica, no sabe. Cenamos con su hermana y el novio de ella. Nos cuentan cosas de su cuarentena en un piso de Argüelles. La hermana de David es fisioterapeuta, ha empezado ya a visitar a algunos pacientes. Dice que es raro tener que trabajar con guantes, con tanto calor. Dice que el lunes le toca volver a la clínica. Luego David me enseña el ordenador que se ha montado él mismo, tiene luces de colores, es grande, se ha comprado la pantalla, el ratón, teclado nuevo. Vemos una película y, como pasan de las once, vuelvo a casa caminando. No hay nadie en la calle. El cielo es claro, limpio, brilla un poco. Parece que vaya a haber tormenta, que la haya habido. Paso junto a las paradas vacías de autobús, el centro comercial, la farmacia cerrada, las pistas de fútbol, la piscina, los columpios, todo a oscuras, silencioso, voy pensando concentrado en algo concreto que luego olvido. 

Llego a casa y mis padres y Diego, aún despiertos, ven una película en el salón. Ha entrado el calor en mi cuarto, en la casa, un calor definitivo. De la calle llega un aire suave, un olor a verano también, confundo el calor con algo pasajero de una gripe. Amplia, una ola de luz momentánea, artificial, invade el cuarto, y el viento se levanta y sacude las cortinas, comiéndose el calor y luego lo devuelve. Por la terraza abierta, llega un rumor de árbol y sueño, los ronquidos del piso de abajo, del perro. Cualquier respiración en parsimonia siempre me agrada y consolida, anima a descansar. Suena un aspersor en bucle, que avanza y retrocede en medias circunferencias. Hace más calor, y más calor, y más calor. El radiador chirría, de pronto, produce un ruido similar al de un corazón latiendo, lo escucho sincopado con el mío. Hay poca luz, menos luz, casi nada. Dónde se ha metido la primavera, pienso, y es que hace un calor áspero, pero el calor, este calor molesto y cruel me agrada, se me hace relajante, gaseoso.   

Los días pasan, pasan como enarbolados hacia los días por delante, con algo de medidos estos días, calculados. Hace un día lustroso, embellecido. A la casa de los vecinos han llegado los nietos con alegría contagiosa. Se pasean por el jardín murmurando cosas divertidas, la niña dice que el humo de la barbacoa se le mete en los ojos, mi madre se acerca a saludar y la fotografía y ella posa, la niña, se asoma a nuestro jardín y dice de mí que cuánto he crecido. La niña le dice a su tío: tío, hace ya un rato que te pedí que me dieras agua, agua fría. La niña mira a nuestro perro y dice: uy, qué monada. Mi madre le pregunta cosas. La niña se ríe de todo y corre a otra cosa. El humo de la barbacoa, blanco, espeso, dulzón, parece crecer como una fuente, se me hace masticable. Vuelan los pájaros cerca. Hace más calor que ayer. La niña le habla al tío, le dice: tío, este caracol es un poco travieso, es muy rápido.  

Al llegar la fase uno de la desescalada, esperaba más revuelo personal, y aquí sigo, en casa, sin hacer otra cosa distinta de los días previos, las semanas anteriores. No tengo ningún plan concreto para este día inaugural. Al final, David y yo quedamos luego para ir andando a un bar, a beber algo. Esperando, paseo por la cocina y el salón, pensando en qué cosas novedosas puedo hacer yo mientras tanto, echando de menos anticipadamente algunas costumbres nuevas, rutinas que han crecido en estos días. Salgo a la terraza y leo un rato. Me miro una herida que me ha aparecido en el pie, por culpa de salir a pasear al campo con chancletas, anteayer, con David y Diego. Yo creía que estas chanclas no me hacían herida, y me han dejado una herida superficial pero incómoda, de costra inmediata que se levanta todo el rato. Contemplo el jardín, los otros jardines. Apenas hay viento, solo un calor moribundo, y aún así revolotean las hojas de los arboles más altos; se vuelven ágiles, ligeras, parecen desprenderse todo el rato, ser caducas, fibrilar. Tom se tumba a mis pies con gesto débil. Se escucha el zambullirse de alguien en una piscina de plástico. Suena un motor lejano. La luz que llega deja un chapoteo de blancos y amarillos. Pienso con placer en este tiempo por delante. Leo un poco más a Stendhal. Hace más y más calor, como en bajada. Se escucha, a través de la ventana abierta, las pesas que hace Diego en el piso de abajo, llega el ruido al jardín con un alboroto de joyería. Le rasco la barriga al perro y regurgita, se estira. Mi madre edita un vídeo en el salón. Mi padre se va a jugar al pádel. 

Diego merienda un plátano y un kiwi, pelados y troceados con canela; de comer en estos meses tan sano, y hacer mucho deporte, se le ha ido poniendo un cuerpo apolíneo, como de actor famoso o futbolista. Cuando se pasea sin camiseta por la casa, no puedo evitar mirarle los abdominales o los pectorales. Yo pienso que podría comer un poco mejor, pero luego nunca lo consigo; creo que, si no me gustara correr, empezaría a ensancharme como una figura de Botero. Con mis amigos, se habla de estas cosas y también de la calvicie. Fran ha sido el primero en asumir cierta ausencia de cabello, y no le queda mal. David se ha rapado la cabeza con estilo, y dice que como es guapo de cojones no le importa la calvicie.

Ha llegado la fase uno y Diego, el primer día, se ha ido ya a la sierra a ver a su novia y comer con ella, luego pasa el final de la tarde con los amigos y vuelve a casa a las doce y media de la noche, borracho, y yo siento cierta envidia de juventud henchida. Mis padres y yo vemos Maridos y mujeres, de Woody Allen.

Como el verano ha llegado, tan precipitado, del invierno y de la primavera no queda más que este rastro verde y olor a hierba húmeda, y de pronto y por sorpresa, en casa, han empezado a funcionar los radiadores, dando un calor nuevo a este calor de la calle, quedando dos calores funcionando al mismo tiempo, confundidos, y no hay forma de apagar la calefacción. Mi padre, más sorprendido que otra cosa, va radiador por radiador intentando girarlos y comprender qué ocurre, baja a ver la caldera, trastea haciendo no sé qué, sube, pero no hay forma de que dejen de funcionar, y uno entra en casa, viniendo del claro calor de la calle, y se le aparece un calor igual pero distinto, más denso quizás, que se hace extraño. Mi padre se pregunta en alto hacia qué lado se cierra la rueda del radiador, que de pronto no lo tiene claro, de tanto girarlos, y mi madre y yo empezamos a hacer gestos de muñeca ensayados en el aire, pensándolo. Hablamos con Antonio por Skype, nos recomienda que veamos The last dance, el documental de Netflix sobre los Chicago Bulls de Michael Jordan. Resulta que él se lo está viendo en inglés y con subtítulos en alemán. Dice que está tan bien hecho, que no importa que no nos entusiasme en absoluto el baloncesto.

Anquilosados, los huesos, los músculos por encima de los huesos, y por encima la piel cargada, de ir corriendo, y encima el viento suave de correr, y una sensación cómoda de cansancio y agujetas de otros días, me recorre el cuerpo. Recuerdo de la carrera, al mismo tiempo que avanzo, el color amarillo de las flores crecidas junto a la acera que circunda la autopista. Los árboles se mueven tan despacio, con un sonido verde y tan despacio, con una luz azul y alrededor, que el aire que los roza parece velocísimo, un calambre de luz, un latigazo. Cuando se mueven los árboles, a veces se mueven por dentro, como con pájaros aleteando en sus entrañas, y a veces por fuera, por este viento, que sería invisible sin los árboles centelleantes, y pienso que cuando corro así, sin música, en lo que más me fijo es en las casas y en los árboles. Arrastra algo de barca esta brisa ondulada de la tarde, y de madera vieja esta luz, que atraviesa las ventanas de las casas, las hojas de los parques, y corro de vuelta hasta la entrada en la urbanización, donde camino y me detengo y estiro un poco. 

Al fin, un mes después, le han llegado a Antonio los cuadernos de Cioran que le enviamos por su cumple. A los dos días, le vuelven a llegar otros cuadernos de Cioran. Mi madre dice que solo le han cobrado unos, que del primer envío le han devuelto el dinero porque no llegaba. De todas formas, siempre alegra que estas cosas lleguen de dos en dos y por sorpresa. Por la noche, Antonio nos advierte que les ha echado un ojo y que pintan estupendos. Nos enseña uno de los primeros textos anotados por el autor: "Leído un libro sobre la caída de Constantinopla. He caído con la ciudad". 

Cojo la moto y conduzco hasta casa de L, cargado con una mochila en la que llevo el ordenador, varios libros, ropa para el fin de semana. Salimos a tomar algo a una terraza. La zona de terrazas está llena de gente. Damos un paseo. Pedimos sushi de cenar, vemos una película. Nos dormimos pronto. A la mañana siguiente, ella teletrabaja en el salón, yo teletrabajo en la habitación de su piso que hace de despacho. Hace calor y enciendo el ventilador, y miro por la ventana, están los árboles del barrio sin podar y más frondosos, tapan sus hojas un parking de coches que antes se veía entero. Hay gente por la calle, poca gente, sobre todo gente mayor o parejas con niños. Cojo la moto y me acerco al Carrefour, a por una barra de pan y un brick de vino blanco. Comemos pollo con ensalada y dormimos la siesta.

Por la tarde, me voy a casa de Juampa y Esther. L queda con sus amigos a cenar. La casa de Juampa y Esther es un pequeño chalet de dos pisos y algo de jardín. Han arreglado tanto el jardín, han decorado tan bien la casa, que les ha quedado un espacio de vivir bonito, acogedor, mucho mejor de lo que debía caber esperar cuando estaba vacío. Bebemos algo y nos inflamos a patatas fritas, nachos, cenamos apenas una pizza chamuscada entre todos. Se habla de economía, del sector inmobiliario, de aventuras espaciales. Yo apenas participo en estas conversaciones porque no tengo ni idea, a veces pregunto alguna tontería, por decir algo, por fingir cierto interés. Hablamos de otras cosas, de trabajo, de calvicie, de animales, de todo un poco. Se va haciendo de noche lentamente. Martín aparece más tarde, y más pálido, con lo moreno que él es, después de la cuarentena. Julen y Rubén hablan de algo de negocios o dinero, luego de la pobreza en el mundo con Juampa, luego todos hablamos también de los periódicos y de los contenidos online de pago, hablamos algo del verano, no sé qué más, Esther nos cuenta cosas de la casa, y de los muebles, y hablamos de la cuarentena y de por dónde cae el sol, si la casa tiene orientación norte o sur. Me bebo medio litro de aquarius. Esther y Juampa viven con dos gatos y un perro ciego que se llama Doby. Doby se acurruca en el sofá junto a David, sospechamos que porque le está dando patatas. Doby es un galgo enano, Esther trabajaba de veterinaria en Inglaterra cuando una criadora se lo llevó para sacrificar, porque había nacido ciego y sin testículos, y Esther se lo llevó a casa. Los gatos cruzan los tejados, el muro de la casa, se ve su silueta sigilosa en las sombras que crecen sobre la pared de los vecinos. El cielo, oscurecido, queda alumbrado por las farolas de la calle, por las luces del jardín. A las dos y media de la mañana nos marchamos. Cojo la moto y conduzco por la M-30 hasta casa de L.

Paso el resto del fin de semana en casa de L, leemos la prensa, cocinamos, vemos películas, caminamos hasta una librería de segunda mano, damos una vuelta por el Retiro (en un atardecer desganado y cómodo, de sol enclenque y clima suave, lleno de gente), escribo. De la noche de ayer, que hice pizza de cenar, sobraron algunos trozos, que L guardó en la nevera, y en la bandeja quedaron pegados varios restos de la masa crujiente con tomate y queso. Esta mañana, me pongo a comer de estas esquinas mientras preparamos el desayuno. De pronto, L me ve comiéndome los restos y me dice que no me los coma, que anoche llenó la bandeja de KH7. Y escupo todo encima. Notaba un sabor raro, pero no sabía. Pienso de qué modo afecta comerme el KH7. Me sirvo un vaso de agua y hago gárgaras. Desayuno frosties con leche, ella una tostada de aguacate. Leemos el periódico tumbados en el sofá. Luego me pongo a escribir hasta la hora de comer. Le paso a L un artículo de Leila Guerriero de hoy en El País Semanal, también se lo paso a Irene y a Antonio, en que escribe: "Y entonces hay que ir hasta la ventana y mirar el día que se esparce como un mar, ese mundo bello y cruel e indiferente, sereno y asesino, quieto, el cielo como un palacio vacío (...)". Me quedo pensando, con gusto, en eso del cielo como un palacio vacío. Avanza el día despacio, un día de domingo con tiempo templado, un cielo que poco a poco se va nublando. Vemos Relatos salvajes. Cae la tarde, empieza a llover. En Moratalaz, el aplauso de las ocho suena todavía eufórico, fornido; en Las Rozas hacía días que mermaba. Llueve con fuerza, se mantiene el rastro de la lluvia con el aplauso de fondo, y el sol se va poniendo lentamente. Deja la lluvia un reguero de gotas floreciendo en las ventanas. Luego queda solo una flaca luz por detrás de los otros edificios, edificios de ladrillo naranja y altos, que se ven a través de la ventana con una luz de fondo como de sol escalfado y blanco, perecido. 



sábado, 23 de mayo de 2020

Atardece, o anochece. Busco en internet, la RAE define atardecer con una única acepción, como  empezar a caer la tarde, y anochecer, entre varias, primero como empezar a faltar la luz del día, venir la noche. Para el caso, prefiero esta segunda. Anochece, y afuera el cielo gris se vuelve cálido, más oscuro también pero más manso. Hay en el ambiente una luz de ciénaga del sur. El pico de los pinos parece una veleta. En Google, pone que atardecer y anochecer, en tanto que puesta de sol, aquí en Las Rozas, hoy, sucede a las 21:33h. El tiempo de mayo es un tiempo lento que crepita, tiene algo en la noche de fruta escarchada. La luna está más alta, más redonda, con más luz, da una sensación de faro inútil en medio del océano. Las noticias dicen que el mundo avanza lentamente, como un balón mikasa rueda desinflado por un campo de tierra. Llega el silbido de algunos coches rápidos en la autopista, un silbido que cae atemperado entre las hojas del jardín. Han subido las temperaturas. El mes se va estrechando a la salida, y junio y julio parecen meses aún plastificados, con algo de misterio en su envoltura. Me asomo a la ventana, miro las antenas como abetos pelados en lo alto de las casas, los cerezos que parecen una vaga taquicardia entre las sombras de la noche. 

He vuelto andando a casa, mirando las otras casas también de la urbanización: los tejados, las ventanas, las puertas, los jardines, los cúmulos de plantas apuñadas en el porche, las enredaderas, las cortinas, las sillas de la entrada, las escaleras de piedra, su luz, las puertas de garaje, los coches, los telefonillos, este cielo opiáceo reflejado en las ventanas del piso superior, los muros de ladrillo entre granate y naranja, el chirriar burbujeante de las hojas de las arizónicas. Se va enhebrando el día de hoy en el día de mañana. Hace calor en casa, un calor agradable. Las ventanas del salón están abiertas, y Tom duerme orillado en la escalera. Diego y yo ponemos la mesa, el mantel, los platos, los cubiertos y los vasos. Relleno la botella de agua. Diego coge pan. Nos sentamos a ver la tele. Llega de la cocina un olor a champiñones fritos.

Julen manda una foto al grupo de Whatsapp, es una foto de la M-30 vacía, o es la A-2, a primera hora de la mañana. No se ve un solo coche. Se ven los bloques de edificios a los lados, los árboles redondos que brotan a la izquierda, una hilera de pinos prietos a la derecha. Hay un cielo de mañana en ayunas, se ve a lo lejos un cartel rojo de la Comunidad de Madrid, en la esquina superior de un edificio acristalado por su centro. Las líneas blancas de la carretera parecen difuminadas por el ligero movimiento de la cámara. Hay una luz doble, como si el sol hubiera estado rebotando en la pantalla del teléfono al sacar la foto. Julen se levanta a las seis de la mañana y sale a caminar. Ariana madruga por trabajo, y él aprovecha a despertarse con ella. Dice que le gusta la sensación de caminar a primera hora de la mañana, volver a casa a las siete, desayunar tan temprano y tranquilo, con tiempo de sobra por delante para ducharse, vestirse sin prisas, hasta empezar a trabajar. 

Aprovecho que es fin de semana y me afeito. Me he despertado tarde. Hay un sol alto y amarillo. Me afeito entera la barba, con cuchilla. Parezco más pequeño, se me queda algo de blanco en el mentón, una mancha de vacío. Me embadurno en aftershave. El césped del jardín esta húmedo, Tom se tumba encima como sobre una colcha mullida, como en una bañera. Un vecino está podando algunas ramas de su jardín. Unos niños juegan a la pelota, y se oye rebotar el balón contra el suelo como si fuesen los días. A Tom le da un ataque de tos, le sujeto del costado para que no se caiga, y al fin se le pasa. Desayuno una tostada de mantequilla y mermelada, dos nísperos, un plátano, un vaso de leche con cereales. Entra una corriente de aire espeso por las ventanas del jardín. Diego arregla su cuarto, cambia de sitio la cama, mueve unos muebles con ayuda de mi padre, ordena papeles y tira cosas. Diego está volviendo a correr, cada vez más rápido, ya mejor de sus molestias de rodilla y adaptado a sus nuevas zapatillas de correr. Mi madre prepara unos macarrones con albóndigas entre reunión y reunión de teletrabajo. Decido imitar a Diego. Limpio mi cuarto. Cojo una bolsa grande de basura, la voy llenando de viejos cuadernos del colegio, de la facultad, apuntes, sobres, facturas, cartas, cromos de 2007 con fotos de prostitutas de Las Vegas, condones caducados de 2014, una maraña de monedas de distintos países. Y voy guardando en una caja de zapatos y un cajón cosas que quiero quedarme, distintas titulaciones, certificados, contratos, diarios, textos de periódicos, artículos, escritos míos de otros años, reflexiones, arranques de novelas. 

Arreglo la terraza, saco la mesa, paso el aspirador, la fregona, intento arreglar también la persiana. Mi terraza es un pequeño balcón, con un metro cuadrado entre un doble ventanal, de pared de ladrillo oscuro, y donde se queda varado el calor de la calle, como a presión. He robado una silla del cuarto de Antonio que creo queda bien. Me gusta cómo queda la terraza así, más despejada, entra más luz y un aire fresco de mañana calurosa. Me gustan las vistas, se ve el jardín desde lo alto, el jardín central más amplio, en perspectiva, más verde, el cielo mejor. Diego ha acabado ya con su cuarto, y lee en la terraza del jardín. Se ha leído Buenos días tristeza, de Françoise Sagan, y lee Niebla, de Unamuno. Se ha montado una librería chula en su cuarto. Para completarla, le ha robado algunos libros a Antonio y, de paso, se ha llevado una mesita de noche. Le quería coger también un cuadro y una estantería, pero le hemos contenido. Mi padre dice que la luz del cuarto de Diego es estupenda, y que le vendría genial hacerse ahí un despacho. Entonces yo me quedo con el cuarto de Antonio, dice Diego. Como Antonio está en Austria, resulta bastante fácil repartirse sus cosas. Pero a mi madre todo esto ya le ha parecido demasiado, dice que no hay que olvidarse que Antonio viene en verano. Que duerma en el sótano, que hace más fresco, ha dicho Diego. 

Empiezo a leer Madame Bovary, y busco la postura en que leer más cómodo, pero no la encuentro, la silla es bastante molesta, no sé cómo ponerme, cruzo y descruzo las piernas, me apoyo en el balcón, levanto los pies, los bajo. Marco alguna página del libro con descripciones que me gustan. Llega la noche y cocino contramuslos de pollo al horno, con orégano, sal, pimienta, salsa de cebolla y ajo y vino blanco, que le da luego a la piel frita del pollo un sabor caramelizado. Voy mejorando la receta. Preparo una ensalada de lechuga, maíz, kiwi y tomate. Vemos El ladrón de palabras. No me gusta, la veo apurado, sintiendo una creciente vergüenza ajena a medida que avanza la película. Está llena de clichés, de escenas rebuscadas y diálogos pretenciosos. Tiene una trama que se va resolviendo cada vez peor, y actuaciones poco conseguidas. Me deja pensativo el papel de un ya casi anciano Dennis Quaid, que resulta poco creíble, por no decir violento, flirteando a Olivia Wilde: da un poco de grima verle morderse el labio, casi relamerse, poner caras de seductor que arde de deseo, mirarla con fijeza como pensando en sexo y rodearla con sus brazos. Sin duda a partir de cierta edad lo mejor que puede hacer uno es retirarse, abandonarse a cierto ascetismo, cambiar esos arranques de lujuria por una partida de cartas, un paseo, quizás una lectura. No sé qué edad es esa, imagino que dependerá. 

Hablo con Irene. Hace dos semanas, en Murcia, pasaron ya a la fase uno. Irene está haciendo su doctorado, preparando su tesis sobre la influencia del Quijote en la novela moderna, algo así, y da clases en la facultad y me dice que no volverán por las aulas hasta septiembre, y entonces quizá sea de forma telemática. Hace poco me enseñó que estaba corrigiendo unos trabajos sobre El nadador, de John Cheever. Le pregunto qué tal la fase uno por ahí. Me dice que el lunes y martes fue una locura. "El centro estaba lleno de gente, los bares se llenaron, no había medidas de seguridad". Me pasa una foto del paseo que hay junto al Segura. Se ve en la foto un cielo corrido a blanco, una cresta de árboles reflejada en el río, color verde, calmado, se ve la iglesia asomando puntiaguda bajo el sol. "Muchos bares, después de los primeros días, por revisión de la policía han quitado la mitad de las mesas. Ayer salí a pasear. Es una sensación rara. Todo el mundo está paseando pero sin ir a ningún sitio. Hay pocos coches. Nos pusimos a hacer fotos, como si fuésemos turistas. Da una sensación de excepcionalidad extraña ".

Ahora hay en el aire alcalino de esta zona un aura alérgena más fuerte, flota un polen embellecido y rechoncho, que parece haberse comido al polen de los años anteriores, y queda una luz metálica también, de metal raspado. Llega un olor azul a cloro, y beige a barro, a cuero denso, a limpiabotas, que deja en la boca el sabor de una tortilla seca y una sensación de sed, de deriva del mundo. Diego dice que le pican los ojos cuando sale a correr. A mí un poco también. Hay setos reblandecidos por pisadas, crece el calor, y una mancha violeta parece atascada entre las nubes, hacinadas. Salir a correr me dispersa y reconforta, en cierto modo da un placer abstracto al cuerpo, lubrica músculos condenados al olvido y huesos viejos, recupera gestos que se pierden de no usarlos.

Me invade, después de cinco kilómetros corriendo, un cansancio hondo, de deseo inmediato de pararme. Me ha pasado ya estos días, la necesidad de detenerme de pronto, como si me quedara sin fuerzas a mitad de recorrido. Creo que es el calor o la falta de costumbre de estos meses. Me detengo, camino un poco. Me cruzo a un señor envuelto en una bandera. Hay un hombre anciano con una paellera por la calle, su mujer saca el móvil y empieza a grabar. Hay más gente con banderas y utensilios de cocina. Varios vecinos más aparecen en el parque y empieza una cacerolada. No es una cosa enorme, pero se va engrosando, y lo que empieza así, pronto parece más una manifestación que me pilla en medio, haciendo estiramientos, sudando y resoplando. La señora sigue grabando, y de pronto me enfoca a mí, e intento apartarme. Veo más móviles grabando, y pienso qué mala suerte como salga luego en las noticias. Pienso en marcharme cuanto antes, no vaya a ser que haya una redada y me detengan. Me fijo en los distintos instrumentos de percusión. La paellera suena como más fina, aguda, casi elegante. Hay un hombre con arrocera y pala de madera, que levanta un ruido opaco, como de pérgola caída. Desde algunas ventanas de los chalets de la zona, se replica con fuerza y llegan ecos de platos, que producen un sonido más grave y casi roto. Hay quien golpea con un tenedor en el metal de la farola, y suena como el platillo de una batería pero con menos rock. Hace calor, más calor que otras tardes, y me fijo en el paisaje. Queda la masa, junta y al mismo tiempo levemente separada, como un amplio peristilo que rodeara el tobogán y los columpios.

En confinamiento, hemos cumplido años toda la familia. 

Diego y yo quedamos con David para salir a pasear. Vamos al campo. Ana se ha vuelto a Alicante, para conocer a su sobrina. Caminamos con Blue, el perro de David. Bajamos la cuesta de piedras y encinas, hay bastante gente. Caminamos una hora y media, nos perdemos por el campo y damos un rodeo enorme. Volvemos a casa cuando empieza a oscurecer. Hablamos del verano, de la vuelta a la rutina, de planes, de chicas, de ropa, del perro, de películas, de juegos, de todo un poco. Las Rozas se ha llenado de una especie fabulosa que no es nueva, fuimos todos de ella alguna vez, pero se ha concretado mejor en plena desescalada de la cuarentena: la de adolescentes en manada y bicicleta. Lo mejor del paseo, del paisaje, es cuando conviven la luz del cielo y la luz de las farolas. 

Al pasar la rotonda, caminamos y hablamos Diego y yo, ya llegando a casa, sobre conversaciones de whatsapp, redes sociales, y la tendencia tan de todos de tratar de demostrar a los demás cuánto se sabe de algo. Hablamos del hecho de estar informados y esas cosas. Pasan unos vecinos cerca, sale una pareja en bicicleta. Entramos en casa y el perro ladra y llora. Me subo a la terraza de mi cuarto. Pienso en la conversación con Diego. 

A veces, siento, o siempre, saber bien acerca del mundo es complicado. Hoy hay tanta información disponible que es difícil mantenerse bien enterado no ya de todo sino de algo en concreto. Pienso, por ejemplo, lo difícil que es seguir la actualidad, tan cambiante, tan urgente, tan inabarcable, tan multiplicada, como para encima querer opinar con seguridad sobre ella; no da tiempo a leer los periódicos enteros si uno quiere también dedicarse a otras cosas, y leer titulares, tweets, distintos post en facebook, escuchar frases sueltas por la radio o ver algo de la noticias por la tele, a mí me deja una noción de la actualidad y del mundo un poco dispersa, disuelta en una enfebrecida cabeza de iceberg, que siento se me escurre siempre de las manos, cuando no me deja con una sensación de ignorancia saturada de sobreinformación. En una realidad tan atomizada y donde dice tanta gente tantas cosas, donde pasan cada día tantas cosas, que avanza tan apabullantemente rápido, no es fácil tener conocimientos precisos sobre todo lo que ocurre, por no decir imposible, ni siquiera diferenciar bien lo importante de lo urgente y viceversa. 

Creo que leer sirve un poco, quizás también el cine u otras cosas, para darte cuenta cuánta gente sabe más de lo que sea, y que no pasa nada, y te coloca en una situación al menos cómoda: la del que no tiene respuestas claras para todo ni lo espera. Esto no quiere decir abandonarse y no participar de la curiosidad por lo que nos sucede y sucede alrededor, sino quitarse algo de peso de encima, la responsabilidad de tener que estar siempre cargado de razón; consuela a cambio intentar no hacer demasiado el ridículo, poder bromear e incluso pasar desapercibido. No lo sé. 

Atardece despacio. Salgo al jardín. Hablo con L por teléfono. L me pasa un vídeo de una pelea en Moratalaz, en mitad de una cacerolada. L ha estado en la peluquería, ha ido con mascarilla, se ha cortado un poco el pelo, lo tiene ahora más claro, algo más rubio. L me pasa una foto en su terraza. Atardece a bocanadas lentas, va consumiéndose el día tan solo por la inercia de los días anteriores que se fueron. Creía que este cielo hachado en dos se uniría, pero se ha ido abriendo más, dejando dos mitades separadas y sin rumbo como dos bloques de hielo en mar abierto, con un lado de sol y luz que cae en roja retirada, el otro más de sombra y negro, asido al viento rubio de la noche. Al rosal del jardín le han ido envejeciendo mal los pétalos, el blanco ha ido adquiriendo un tono cobrizo, de barco oxidado, ya no tienen el blanco diamantino de otras veces. Pasa un avión, cerca, haciendo un ruido de motor escacharrado. A contraluz, se ve la nube de bichos que flota bajo el hilo de bombillas, hilo extendido sobre el ancho del jardín. Miro la ventana de mi cuarto abierta. Miro las ventanas del salón. Contemplo el toldo abierto del jardín, que cae sobre la terraza de piedra, un toldo verde pálido y rayado, casi blanco, de un blanco desgastado con los años, que da sombra en la terraza, una sombra larga y fresca en esta tarde que se oscurece, que muy despacio concluye.


viernes, 15 de mayo de 2020

A la hora de la siesta, me tumbo en la cama y leo y miro el móvil, intento no quedarme dormido. Me pongo una alarma a las 18h de la tarde y cierro los ojos. Echo una cabezada que creo ligera, ladeada, de la que despierto entumecido, con la sensación de haber soñado y sin recordarlo, aplastando con el brazo derecho el libro, con mi cuerpo el brazo, y con la almohada mi cuerpo, la almohada que de pronto pesa como si la aplastara el techo, el techo echado abajo por la carga de un cielo vencido. Tengo la boca seca y el pelo rizado como un árbol. Miro la hora en el móvil, me he saltado la alarma. Miro por la ventana. Hay apenas una vaga luz de corcho ahí fuera. Era una tarde estupenda, pienso, para leer, escribir, pasear. Me reclino en la cama. Tengo tanto sueño que pienso si merece la pena levantarme del todo, si lo mejor no sería vincular el sueño de la siesta con el sueño de la noche, permanecer en este estado de relajación que es calma espesa. Me levanto y voy al baño, como si llevase una eternidad durmiendo. 

Arqueada, la luz pasa la ventana. Fuera resplandece un cielo azul claro. Escribo un rato. Escucho el sonido de cubiertos al chocar en la cocina. Queda rumiando en el cuerpo, en las piernas, bajando la sangre en catarata, el cansancio de la carrera de ayer. Tengo agujetas. L me envía un dibujo que ha hecho, es una mujer sentada. Le envío un poema de Juan Gelman. Se titula lluvia. Empieza así: hoy llueve mucho, mucho/ y pareciera que están lavando el mundo. Suena de fondo un cortacésped. Me doy cuenta que le he enviado a L el poema incompleto, que seguía en la página siguiente. Parece que vuelve el calor. Tom llora, le cuesta quedarse solo en casa después de tanto tiempo. 

Compro dos cajas de nísperos. Busco un bote de canela. El Carrefour está más vacío que otras veces. No sé dónde está la canela, dónde quedan las especias. Un hombre me para y me pregunta por los macarrones. Miro a los lados, pienso. No me acuerdo. Le digo que no estoy seguro. Me mira de arriba abajo y entonces se da cuenta que no trabajo en Carrefour, y entonces yo me doy cuenta que él creía que yo trabajaba en Carrefour.

- Es que te he visto con el polo rojo y... 

Llevo un polo rojo que me queda grande, heredado de mi padre; me cuelga por los hombros como una batamanta, las mangas cortas me caen pasado el antebrazo. Es un polo bonito, me parece, aunque da un aspecto de abandono. No sé quién me lo vio una vez puesto, creo que David, que me dijo con razón que estaba chulo y que me quedaría mejor si fuese millonario.

Al llegar a casa, Diego me aborda con un trozo de brownie de calabacín, envuelto en papel albal. Me dice que lo pruebe, que lo ha hecho Marcos. Le digo que no pienso probar brownie de calabacín, y menos éste, que Marcos le ha dado como si fuese droga, envuelto en papel albal y hecho un burruñoPreparo de cenar ensalada césar. Busco una receta en Google. Nos sobra ensalada. Hablamos con Antonio por Skype. Nos dice que está viendo una película letona. Ni siquiera le preguntamos el nombre, nadie se interesa por ella. A Diego le da un ataque de risa, y dice que no, que no, que él se niega a ver una película letona. Antonio dice que ayer salió a montar en bici y luego escribió un par de poemas. Luego dice que hoy le ha dado plantón una cita que tenía. 

La mañana del domingo llega a casa, por sorpresa, una caja grande de dulces, de donuts glaseados, de palmeras glaseadas, de cruasanes y napolitanas. Es un regalo de la novia de Diego, por su cumpleaños.

Camino hasta la calle de David. Están David y Ana montando en patines. Se deslizan calle abajo y vuelven a subir. Nos acercamos a mirar las casas de su calle, un chalet nuevo que está en venta, otro abandonado que hace esquina. David y Ana dan un par de vueltas a la calle patinando, patinando lentamente, y me siento en el suelo a leer a Ribeyro y a mirarles patinar cuando pasan por mi lado. Pienso que es curiosa la sensación de leer unos diarios. Hace unas cien páginas, el autor tenía apenas mi edad. Ahora es un hombre de cuarenta y cuatro años al que operan de un cáncer, tiene mujer e hijo. Leer unos diarios es asistir no tanto al paso del tiempo como a su derrumbe. Miro la calle. No pasan coches. No suena un ruido. Hace buen tiempo y se ve a lo lejos la comisura de la sierra. David hace gestos similares a los de esquiar, realiza un eslalon parecido, completa giros amplios poniendo las puntas de los pies en forma de cuña en cuesta abajo y va frenando, luego se endereza en paralelos, amaga con los brazos como si clavara los palos en la nieve. Pareciera que se fueran a levantar motas de asfalto del suelo. Le digo que Ana resulta más natural, patinando, que él tiene un deje inevitable de monitor de esquí. Me dicen que hoy cenan alitas de pollo, y que luego tendrán que ver pelis de Disney con Juanito, hasta que se duerma. Pasan caminando dos vecinos. Pasa deprisa la tarde. 

Regreso a casa por el atajo del campo. El pasillo de arena que se abre hacia el campo está cubierto de polvo, de barro, de piedras, de hierbas secas desprendidas del suelo. La arboleda va abrazando el recorrido, lo hace estrecho. El camino es un prieto pasillo amarillo de hierbajos pisados. Aparezco detrás de las pistas de pádel, de tenis, los campos de fútbol, el colegio, las casas con la bandera de España y un cartel de alarma y de perro. Busco un banco que creía escondido entre la hierba alta, pero está tan escondido que no lo encuentro. Dos días previos al estado de alarma, estuve sentado en ese banco con David y con Ana, mientras paseaban al perro, con cierta sensación de incertidumbre. A mí me habían mandado de la oficina a casa, a teletrabajar, se habían ya cerrado colegios y universidades, y el mundo parecía por la tele poco a poco destruirse. Hablábamos no sé de qué. Doy vueltas alrededor de una cuesta que baja la colina cubierta de espigas y no encuentro el banco. El sol se cae por detrás de los pinos. La silueta de estas colinas es fina, elegante. La zona está salpicada de casas que son grandes chalets y aparecen como setas en la baja montaña. La vegetación es abundante. 

Camino de vuelta a casa. En la zona de los Levits, sobresalen rosales caídos de entre las rejas de las vallas como si fuesen brazos. Me cruzo un grupo de paseantes, ocho o nueve, que avanzan despacio y casi en fila. Mantienen cierta distancia. Son un grupo de gente mayor, todas mujeres. Llevan mascarillas. Parecen haber salido del suelo, de golpe de un lado del camino. Cuando estoy más cerca, escucho una especie de zumbido, y miro a los lados como si cientos de avispas cubrieran la zona. Las mujeres pasan a mi lado, despacio, de una en una, y van todas murmurando algo bajo la mascarilla. Se genera así ese zumbido, de revoloteo extraño. Van rezando. Dicen no sé qué de María, rogar y pecado, y pasan de largo. Me detengo. Me giro y las veo marchar. Al llegar a casa, cuento la anécdota. Dice mi madre que es no sé qué de la misa de mayo. Pienso que si me pilla de noche, me cago. 

A veces, miro en YouTube vídeos de parkour. Mientras meriendo, por ejemplo. Me como unas galletas y miro algunos vídeos, como otras veces miro videoclips de música. Me da no sé qué placer ver los saltos de parkour, ver a gente deslizarse sobre azoteas, moverse con elegancia de un sitio a otro. Me produce un apego de vértigo y gusto, relajante. Hoy he soñado que varios amigos íbamos a saltar en paracaídas y yo, por si acaso, sin decir nada a nadie, me llevaba en el bolsillo varias biodraminas. 

Arranco la moto. Hace una mañana templada. Trinan los pájaros. Voy con la moto al supercor. Voy en manga corta y paso frío en la moto. Compro los periódicos, pan y café molido. Hay bastante cola y espero recorriendo los pasillos. Miro el puesto de los congelados. Miro la zona de perfumería. Una mujer pregunta si le guardo el sitio, que va a coger hielos. Ojeo las contras de El País y El Mundo, trato de sujetar bien el casco de la moto. Luego conduzco despacio, mirando las calles, los pocos coches que pasan, contento de conducir la moto de nuevo, con ganas de irme más lejos. Ahora mismo, cualquier pequeño cambio en el registro de mirar, produce este vago placer, una sensación de bienestar. 

Hablamos de correr en la comida. Diego ha estado saliendo a correr por las mañanas. Ha corrido tanto, tan rápido, en tan poco tiempo, tan de golpe, que se ha lesionado la rodilla. Hablamos de su regalo de cumpleaños, su novia le ha regalado también unas deportivas. Comemos chuletón y tarta de queso. Diego sopla las velas.  

Mi padre sigue viendo Serpico en la tele. Mi madre tiene una llamada de trabajo. Está reunida con un tal Manuel, dice su nombre todo el rato, y yo, que leo en un sillón al lado, no dejo de levantar la cabeza tontamente, como si me llamara a mí. Leo a Ribeyro y busco en Google alguna foto de Lima. En un artículo del periódico de hoy, cita Vila-Matas a alguien para decir que lo que de verdad importa en este mundo es pasar el rato. Vila-Matas que tiene un prólogo, en el libro La tentación del fracaso, que no me ha convencido. O en realidad lo que ya no me gustan son los prólogos. Lo único que puede hacer un prólogo en un libro tan fenomenal, es disuadirte de leerlo. No lo sé. Luego, por ejemplo, leo el prólogo de Ricardo Piglia de En nuestro tiempo, de Hemingway, emocionado y con gusto, deseando al acabarlo leerme todo el libro de relatos de un tirón. 

Hacemos videollamada de amigos. Juampa dice que Esther y él aún no han salido a pasear. Dice que si no han paseado en su vida por qué iban a hacerlo ahora.

Salgo a correr y quedo con Miguel a mitad de recorrido. Vamos hasta la valla de detrás del Carrefour, por el campo, que está lleno de barro, de charcos. En la autopista un panel dice: continúa estado de alarma. Hoy apenas hay ciclistas u otros corredores. Empiezo corriendo deprisa, intentando alcanzar los ritmos de Diego, pero me desinflo física y mentalmente a mitad de camino, y bajo la velocidad, hasta acomodarme en un trote lento, fácil. Miro las montañas, Hoyo de Manzanares, Colmenar Viejo a lo lejos. Sopla una brisa fresca, suave. 

Intento escribir otro cuento. Me doy cuenta que lo escribo dirigiéndome al final corriendo y que eso es absurdo. Voy saltando sin cuidado por las partes y, una vez alcanzo el desenlace, como lo anterior no está bien trabajado tengo que ir cambiando cosas, y al cambiar esas cosas, cambio también el final, lo cambio todo. Creo que me sale mejor ir poco a poco, sin saber a dónde va el relato. También lo disfruto más. 

Tom me sigue con la mirada, levantando la cabeza, espera que le saque a la calle. Pero queda el eco de la lluvia en un vaho de humedad que sale del suelo y me da pereza. Hace algo de frío en casa. No sopla el viento. Ha ido dejando de llover muy poco a poco, tanto, que este silencio lo percibo todavía posiblemente como lluvia, solo que muy pausada. Parece que la noche se echa encima antes de tiempo. El cielo está gris. El perro se va poniendo nervioso. Al final, me pongo una gorra, abrigo con capucha y cojo el paraguas. Salgo con el perro a la calle y nos mojamos. Llamo a L para saber qué tal el día.

Hablo con L del tiempo, de su trabajo, del mío, de volver a la oficina. L ha empezado a leer Suite francesa. Cruzo la calle con Tom y llueve cada vez con más fuerza. Al llegar a casa, seco a Tom con una toalla y le paso el secador. Se sienta pegado a la pared, alza la cabeza y deja que le seque, creo que cada vez le gusta más. Es un perro profundamente aburguesado. L me cuenta lo del test. Esta mañana le hacían el test serológico. Le ha salido que es inmune, que ya ha pasado la enfermedad. Esto me hace pensar en si en casa lo habremos pasado también o si no. Me pregunto si me lo pegó ella o se lo pegué yo. Nos vimos el viernes 13 de marzo, día previo a que comenzara el estado de alarma.

Como no ha habido primavera formal este año, se nos ha pasado en casa, y solo un paisaje ahí afuera de lluvias o sol ancestral parecían ratificarla, el verano será imagino más pronunciado, supongo más desierto, con, como cada año, anuncios de nuevos récords de temperaturas más altas, pero más, y de olas de calor, más también, en las grandes ciudades. Después de una primavera ausente, queda por delante un verano condenado a reforzar su presencia dramatizándose. Si se mantiene la tendencia informativa de ahora hasta verano, monotemática, y el foco poco a poco de la noticia se desliza entonces hacia las altas temperaturas, éstas, inevitablemente, estarán condenadas a soportar una presión mediática enorme, y tal vez puedan alcanzar cotas altísimas.  

Pienso mucho en ciertos rituales que la prisa, la urgencia del día a día, irán suspendiendo de nuevo. Por ejemplo despertar y sentarme, en el borde de la cama, mirando al suelo un rato sin ver nada, asimilando la mañana y todo alrededor, con sumo placer casi inconsciente. Desayunar largo y tendido, leyendo la prensa. Duchas larguísimas. Caminar por la casa despacio y pensativo. Vestirme alargando el proceso en cada prenda, a conciencia, mirándome a cada paso al espejo, a ver qué tal, incluso dedicar cinco minutos para atarme los cordones. No son muchas cosas, pero cualquier delicadeza requiere su tiempo, igual que sentarse a leer no permite la prisa, la urgencia, lo mismo sucede con otro tipo de placeres.

En casa, vemos El secreto de sus ojos. Yo ya la había visto, hace tiempo. No me acordaba de nada. Lloro de la risa con ciertos momentos, algunos diálogos, apariciones de Sandoval. La tensión amorosa entre él y ella es fantástica. Pienso en qué curioso, lo buena que es la película, lo bien que funciona la historia, cuando siento está cogida la trama con pinzas, pues parte de un giro de guion para mí poco creíble: que empiezan a sospechar del asesino por unas fotos de hace años en las que, en gesto forzado, mira a la futura víctima. No he leído la novela. Pero aquí eso da igual. Todo lo demás envuelve de tal modo que vas rendido, dispuesto a creer y seguir a los personajes en una ficción estupenda. Me entran ganas de ver El hijo de la novia, que recuerdo me entusiasmó. Comento qué curioso, que el joven Ricardo Darín, maquillado para parecer más viejo en su papel en ciertas escenas de la película, está exactamente igual a cómo es ahora. No sé si es virtuosismo del maquillador, si del director, o del propio Darín, por haber sido fiel, tanto tiempo, a su papel, y haber alcanzado una vejez que ya físicamente interpretó. 

He cambiado de calzado. Me he pasado estos días de mis zapatillas de andar por casa a unas chanclas muy cómodas, que me sirven también en el jardín. Son unas sandalias que me trajo Antonio de India, robustas, de cuero, con el empeine cubierto, de suela de dos centímetros, casi con tacón, color ocre. No sé cuanto tiempo tienen ya, las he llevado a viajes y usado cada verano, y siguen intactas, casi nuevas. Mis amigos dicen que son chanclas de Kebab. Pero me gustan. El problema es que hacen mucho ruido, sobre todo al subir y bajar escaleras. Caen en cada escalón como un edificio que se viene abajo, pesadas, pegajosas, y tengo a mi madre frita. Cada vez que trabaja en el salón, y está reunida y lleva los cascos puestos, y me oye llegar, se gira indignada y me regaña. Esta mañana, he bajado a la cocina, tranquilamente, a por un vaso de agua, y mi madre ha preguntado que quién estaba dando esos golpes. 

Al hablar en casa de la ventana del piso de Antonio en Graz, una ventana que da a un paisaje de tejados, azul y edificios más allá, mi madre recuerda la ventana de su piso en Mérida, pequeña, de la cocina, que daba de forma parecida a tejados y edificios del centro. El piso estaba ubicado en un rectángulo moderno, levantado sobre ruinas y abierto a una solana con bancos, unas gradas, dos calles que cruzaban y se llenaban de ancianos paseantes y adolescentes jugando al fútbol cuando surgía algo de sombra. Recuerdo que se veía desde esa ventana, la ventana de la cocina, un hotel amarillo que tapaba un ansiado horizonte de campo, de nada, de cielo, quizás el río Guadiana a lo lejos, y lo manchaba todo. Era un edificio burdo, torpe, desproporcionado para con la estética de pueblo de Mérida. También se veía atardecer desde aquella ventana. Los atardeceres en Mérida tenían un color de ropa vieja, de vuelta de todo, y un olor a campo chamuscado y a jacinto. Y el edificio amarillo, que en un principio me resultaba tan fuera de sitio, absorbía la luz de la tarde, recogía los rayos de mimbre de un sol vespertino, y así caían por su fachada abajo como líquenes líquidos dorados, para darle un aspecto a la ciudad de ciudad en llamas que me fue reconciliando con el viejo edifico, no sé si un hotel, viviendas u oficinas. Creo que tenía en lo alto unas letras rojas de una empresa de seguros. El edificio, alzado sobre el resto de edificios y tejados, se fue volviendo matiz de las horas, bandera y brújula, recorría la retina como un pálpito de tiempo. Era en sí solo un relato, mejor por lo que ocultaba tras él que por lo que se veía. El sol caía allí como una hogaza de pan recién hecho.

Ahora, aquí, está lloviendo, y tengo que poner una lavadora. 

viernes, 8 de mayo de 2020

Es el bazar, al bajar la escalera, de la calle lo que llama la atención. Al cruzar de un oxidado recuerdo al bullicio, donde reviven por fin colores muertos, la conciencia dormida del otro navega enlatada la brecha del sueño, se desliza en arroyo de la vida al espíritu un mapa latente de cosas, dice L que es como una inyección de endorfinas. Sí que hay una suave alegría y alergias, resplandece una matriz de vacaciones: va tomando forma este nuevo turismo que somos. Y aun así queda algo del bostezo del planeta en la calle, parece un agujero por donde deviene el futuro, incierto, inseguro, inexacto, cauto tras las mamparas del mañana. Dice Michel Houellebecq que el mundo será igual, sólo un poco peor. 

Hace días, dejé empezado un cuento que me gustaba. Luego he estado escribiendo distintos inicios de cuentos distintos, y al final, como no me convencen, los voy incorporando todos al cuento inicial, que se ha convertido en vertedero del resto, en operación de reciclaje, hasta ir teniendo un solo cuento más largo. No sé cómo funcionará. Quería probar a mezclar frases cortas, un estilo discreto, sencillo, con algún que otro párrafo que contuviera una frase larguísima, que recorriera medio texto como una serpiente, pero Irene luego me regaña. Irene siempre me regaña con las frases muy largas. 

Me sirvo un vaso de leche de avena o de soja, no sé, porque no queda entera. No queda azúcar en casa y me tengo que echar edulcorante. No sé echarme edulcorante líquido y le pregunto a mi madre que cómo se hace. Me dice que me sirva apenas unas gotas. Lo pruebo y me sabe a melaza, no me convence, me pringo de dulce los dedos. Salgo afuera. El sol se traspapela entre las nubes, deja un calor escondido y cuando regresa es distinto, espléndido se hunde en la piel de otro modo, y más procaz su luz inunda las terrazas como un barril de horchata derramado, salpica las flores violetas que asoman de los arbustos. Hay moscas zumbando alrededor, palomas posadas de perfil sobre un alféizar. Corren en lo alto dos helicópteros, que van cerrando la cremallera del cielo en silencio.    

Apago la alarma. Me levanto temprano y salgo a correr. Hay una luz en almibar que amansa, y elástica te recompone. Hay muchos corredores, ciclistas, paseantes. Al correr en ayunas, temprano, siento que cargo con un cuerpo extra. Hace buen tiempo y avanzo despacio. Me noto las piernas pesadas, acuso la falta de costumbre. Recupero el contacto con ciertas sensaciones agradables, trato de volver a ubicar con acierto cada respiración. Hace calor y viento suave. La gente va inundando los parques. Al bajar corriendo la cuesta del campo, junto a unos salientes de rocas y prado amarillo, dos niñas caminan despacio y se detienen en seco a mi paso, me miran. Una de ellas, en alto, le dice a la otra, señalándome: es increíble la puta gente, hasta el tonto que no ha corrido en su vida sale a correr ahora. Y da con un palo a un arbusto, agitando las hojas. 

Pienso en el comentario de las adolescentes, que confirma sin duda que estoy en baja forma, inquieto por si habré perdido de veras mi toque, mi hermosa cadencia de piernas, y me cruzo con dos vecinas, tapadas con mascarillas y guantes, me saludan a lo lejos, les saludo de vuelta, y apenas alcanzo a completar cuatro kilómetros. Me detengo, asfixiado, junto a la papelería y entro a comprar El País y El Mundo. Pregunto por el suplemento Icon, pero no lo tienen. Estoy cubierto en sudor. Pido una bolsa para la prensa. 

Regreso a casa caminando y pensando en mis cosas. Me descubro mirando adelante con sorpresa a paisajes de gente que enseguida se me vuelven de nuevo normales, esquinas de la urbanización que creía olvidadas y ya me son familiares. Volver a la calle, más lejos que el último mes y medio, sucede como un fenómeno extraño, y trato de pensar en ello mientras tanto. Hay señores con barba y camisa, mujeres que caminan envueltas en las capas de su chándal, adolescentes trepando la edad hacia el vértice que puebla las noches, una pandilla de vecinos con perros que rodean un banco, ciclistas que caen por las cuestas como chispas de un fuego invisible. Tras todos nosotros, flota un manto de césped gigante y el parque cubierto de árboles. Las Rozas parece la portada de un libro de Proust.

Me siento a leer los periódicos, sin conciencia del tiempo que pasa. Y eso produce una sensación de paz y tiempo para todo. Me traigo de la cocina una cocacola y varios trozos de queso con pan. Me he hecho adicto al queso. Antes de cada comida, durante y después, voy tomando tapas de queso gorgonzola y queso brie, queso curado si hay, tanto queso que desplazo el plato principal casi al de un mero acompañante. Paso las páginas del periódico. Dice Ramón Andrés en una entrevista que la espera, como espacio temporal, se ha perdido. Busco el libro de poemas reunidos de Ramón Andrés que tenemos por casa y le envío a L un poema que me gusta. Habla de viento que rompe las cornisas/ y disgrega a los dioses como huesos/ de un cuerpo siempre verde en sus hogueras. 

Queda, de estos días, la sensación de escuchar conversaciones proféticas todo el rato. Creo que el refrán decía: nadie es profeta en su tierra. Ahora, sin embargo, al no poder viajar, no ha quedado otra. Tras los días iguales como bollos resecos sin más misión que agotarse en sí mismos, y el misterio del qué pasaría, han ido naciendo unas ganas enormes de predecir todo dios el futuro, y con ello sentencias tremendas. Y es normal. Vivimos una pura efervescencia de cosas. Mientras recorro las calles del barrio, lo escucho a menudo, en los portales, en las pistas de fútbol, bajo la sombra de un árbol: comentar el mañana entre vecinos, tratar de adivinar nuevos apocalipsis. Yo mismo, el otro día, arropado por esta corriente, arrobado por no sé qué impulsos, le dije a Fran que creía que el Atleti ganaría este año la Champions. 

L me dice que escribo mucho de las mañanas, que apenas he escrito de las noches. Es verdad. Pienso en ello pero el horario que llevo estos días me vence. Me llegan a casa dos paquetes. Son de L. Me ha regalado por mi cumpleaños una caja de conguitos, con dedicatoria, y el libro La tentación del fracaso, de Ribeyro, que yo tanto quería. Me hacen la ilusión de un niño pequeño. Paseo por casa con el libro bajo el brazo, entre atracones repentinos de conguitos, y llevo el libro al paseo de las ocho. Salgo de casa caminando despacio, masticando conguitos. Es difícil leer mientras camino. Cuando voy al trabajo, al salir del metro, nunca lo consigo. Camino despacio y logro ahora ir leyendo a pedazos. Voy levantando la cabeza cada página o pocos pasos, me cruzo con menos gente que los días anteriores. Me siento en un banco a leer hasta que empieza a hacer frío. 

El otro día pensaba, hablando de música con Diego, en eso de vivir de la música, la escritura o el arte en general. En ese tipo de cosas. Pensaba en mis dudas hacia eso de que el talento siempre sale a flote, o de que con esfuerzo y talento... No lo sé. Yo no lo creo, no necesariamente. Se puede hacer alguna comparación absurda: pienso por ejemplo que el talento está en el Titanic que se hunde, siempre se está hundiendo con todos dentro. Solo se salvan unos pocos, pero nunca sabes bien cómo ni por qué, no lo sabes seguro. Se veía en la película claramente, hay siempre un poco de todo. Incluso salía un señor disparando a los otros. 

Leo en la terraza. Leo un microrrelato que me ha enviado Irene al móvil, es para un concurso. Me parece original y le digo que me da envidia, pues entre las bases del concurso figura la de escribir sobre librerías, y no se me ocurre nada. Pienso si participar o si no. Pienso en si copiar a Irene o si no. El premio es un lote de libros, pero no tengo mucho que decir sobre librerías. Pienso que, para participar, podría mandar un relato contando alguna anécdota vivida con Irene en alguna librería. Pienso en alguna anécdota concreta y no se me ocurre ninguna. Bien es cierto que allí no nos suelen suceder grandes cosas, cada uno se pone por su cuenta a buscar libros y, de vez en cuando, intercambiamos impresiones. Nos cuesta elegir. Lo más relevante es si alguno se compra algún libro. 

Hay tanto viento que, sentado en mi silla, espero a salir volando. Me imagino zarandeado sobre los tejados, sujeto de la silla. Hay tanto viento que todo se mueve a mi lado, se choca la puerta al doblado de metal, se enrolla y desarrollar la esterilla, amagan romperse los cuellos de los árboles finos, se agachan las ramas más altas y parece temblar el paisaje asustado. Se levanta seguido del viento una tormenta de ruido sin lluvia, bastante emocionante, aunque dura poco. 

Me como otro puñado de conguitos y me siento en el sofá con una cerveza sin alcohol. Diego me regaña, dice que sorbo muy fuerte cada vez que bebo. Me lo ha dicho ya otras veces. Me dice que es desagradable y que intente no hacerlo. Mi madre aprovecha a decirme que deje de arrastrar los pies mientras camino. Luego, hablamos de las zapatillas de correr de Diego. Se le han roto, por ponérselas mal, sin desabrochar. Les ha quedado un saliente en el talón que le hace herida. Pregunta si quedan tiritas por casa. Dice mi padre que no, que las ha ido gastando estos días, cada vez que se cortaba en la cocina. Luego leo un rato largo a Ribeyro. 

Le he pasado el cuento a L, que me lo está corrigiendo. Le pregunto si seguro que no le importa, L estudió traducción y dice que le gusta editar el texto, que la reconcilia con ciertos aspectos de su carrera. Me envía el Word con sugerencias y cambios. Brevemente, me anuncia: repasa la concordancia de los tiempos verbales, las enumeraciones y busca otras fórmulas para "pensé" /"y pensé". Sopeso si ponerle por título, al cuento, Soirée de grand pessimisme. Es una frase en francés que escribe Ribeyro en su diario. Aunque quizá es pretencioso poner un título en francés, sin saber yo francés. Pero es que todo lo francés suena muy bien, y me gusta cómo queda. 

Salgo a caminar con David y Ana. 

Toda mi vida he recordado con cierta felicidad los paseos nocturnos de dos Semanas Santas en Cádiz, cuando adolescente. Tras nuestras primeras salidas, Miguel hacía turnos para recogernos con su vieja scooter por la urbanización de Vistahermosa y volver a su casa. A mí me gustaba ser el último en ser recogido, y empezar el trayecto andando. Iba escuchando música del móvil, mirando los chalets de los lados, apenas pasaban coches, no quedaba ni un ruido, y me duraba una suave borrachera primeriza y envolvente. Tengo que volver a caminar más a menudo, pienso. 

David me cuenta que le han salido ampollas en los pies, por salir a pasear en chanclas. También, que se ha comprado un ordenador por piezas, y lo está montando estos días. Ana acaba de ser tía, su hermana ha dado a luz hace apenas semanas. Nos despedimos y poco a poco va anocheciendo. Quedan solo los últimos corredores, algún paseante que pospone su salida a después de la cena. Tengo sensación de vacaciones de verano. 

sábado, 2 de mayo de 2020

Me tiro de la cama y empiezo el teletrabajo aún en pijama, enciendo el ordenador con los ojos empañados, sin ver nada. Reviso el mail, abro el chat, leo las tareas del día anotadas en la agenda. Luego voy a la cocina, me preparo el desayuno, un plátano, un vaso de leche, dos magdalenas, y me lo traigo frente al ordenador y lleno la mesa de migas. Entonces voy al baño, me lavo la cara, me lavo los dientes, vuelvo a mi cuarto y me cambio, me pongo camisa. Empiezo a desperezarme y ojeo los periódicos y sigo trabajando. Abro la ventana del despacho, me asomo y miro el jardín, y entra el sol por la ventana y cubre el suelo. Lejos queda el calor de agosto del año pasado y me acuerdo, como si fuese mañana, que estaba hablando con amigos del próximo verano que ya llega: me alucina darme cuenta de qué modo nada en el pensamiento más profundo de ninguno podía abarcar lo sucedido estos meses. Se acaba abril. Este mes ha sido breve y frágil, como un pétalo. ¿Es esto una cursilada? Seguramente. No importa. Afuera abre el día un reguero de trinos de pájaros rápidos, que suben y bajan aprisa la cuesta invisible en el aire de casa al jardín, pareciendo una lluvia, una ráfaga loca de viento. Queda en la calle un silencio de copa de pinos, de madrugada y su sombra, barrido por este desfile de aves: se meten entre los arbustos, baten sedientas las alas y salpican el cielo dorado de esquirlas oscuras que cruzan la vista y recuerdan murciélagos; van batallando el espacio, se echan sobre la verja cubierta de hojas y caen en picado hasta el césped como gaviotas al mar, algunos saltan enfebrecidos tal que si se teletransportaran, fugaces desde una brizna de hierba a la otra y alzan el vuelo otra vez, se buscan entre ellos robinsones cansados de estar tanto a solas, desbocados por este calor tan temprano, de primavera rociados. Miro los pájaros posados sobre los otros tejados. Le doy vueltas a alguna noticia, a alguna columna leída, y sigue el silbido de viento y de trinos y me siento a la mesa y paso las hojas de un word en el ordenador, enciendo la luz de la lámpara de la mesilla, que da sensación de mañana más alta y lograda, a la habitación un aspecto templado, más calmo, consolida el sueño de horas atrás y me refresca de las ganas de volver a dormirme. 

Se han denominado a los tiempos que están por venir  como nueva normalidad. Yo habría preferido neonormalidad, o normalidad 3.0. Y el drama se ha ido trasladando a los pequeños gestos, a los detalles, que es por donde primero muere el mundo: ha sido el cumpleaños de la novia de Diego, y Diego gentil le compró por Amazon varias cosas: tres tabletas de chocolate Milka, un colgante, unos bombones, un libro. Para agilizar el envío, Diego me pidió usar la cuenta de Amazon Prime de L, que nos la deja para ver series desde que empezó la cuarentena. Así, y dadas las circunstancias, a la novia de Diego le van llegando los regalos lentamente, poco a poco, en días distintos, y el primero le pilla desprevenida: una tableta de chocolate derretida de parte de L. Es también, ha sido, mi cumpleaños. Después de casi dos meses con barba, con una barba que ha crecido tanto que hemos llegado a compartir almohada y edredón, paseo por casa anunciando que voy a afeitarme, como un acto fatídico que pueda alterar el curso del día. Voy dubitativo, porque no estoy seguro. Una barba tan larga, encrespada, desaliñada, torpe, no se consigue tan fácilmente, yo nunca en mi vida había tenido una así. He estado días y días buscando comprarme cera para la barba, que me animara a estilizarla y a querer seguir adelante, pero he ido dejándolo pasar y al fin trágicamente me afeito. Me veo la cara más corta, me siento amputado. Amago gestos antiguos como mesarme la perilla y siento punzadas de nostalgia. Parezco más joven, más elegante, más civilizado. Parezco también otra vez yo. Decido, para compensar, que voy a dejarme el pelo largo, rizado hasta que me toque los hombros. La edad supone estas cosas. Camino por casa, desde mediodía, con mi nuevo look. Me paseo por las distintas habitaciones, me dejo ver, halagar, mi madre me dice que estoy muy guapo. Pasa la jornada y, al llegar la noche, me entregan un regalo de cumpleaños, es una chorrada, me dice mi madre: y es una cera fantástica para la barba. Me quedo primero agradecido y enseguida sorprendido, al darme cuenta que me he afeitado y pregunto si nadie podía haberme detenido. 

Es sábado, hace sol. En casa de mi amigo David salen a correr por el jardín, dando vueltas. Dice David que ayer dio 38 vueltas en 38 minutos. Nos enseña un vídeo y aparece primero Miguel, su hermano mayor, corriendo, luego Juanito, su hermano pequeño, que persigue al primero intentando pegarle, detrás el perro, que ladra en carrera y ondea las orejas al viento, y luego el padre de David en bicicleta. Pienso si correr yo en mi jardín, pero es pequeño y no sirve. Se ensancha el día y mi madre desbroza el porche de casa, el cerezo de la entrada, las flores del portal. Mi padre corta el césped del jardín, dice que lo está dejando como el Wanda Metropolitano. Tom, satisfecho, se tumba delante de las escaleras, en mitad de la carretera, bajo un sol que le cae encima como un manto, y contempla el barrio alrededor. Pasa un vecino y Tom se levanta y se deja acariciar, luego vuelve a su sitio, sobre un lecho de hojas secas y barroMi madre pela la hojarasca del cerezo como si fueran patatas, arranca del suelo las hierbas pochas y regaña al perro si se aleja demasiado. Mi padre echa cubos de agua sobre los huecos de tierra del jardín. Nuestro jardín es pequeño, rectangular, lleno de plantas distintas que no sé nombrar. No sé si tendremos tilos. El hombre del tiempo de anoche anunció lluvias, pero el tiempo es bueno de momento. Yo no recordaba que el tiempo variara tanto en estas fechas, ondulante siempre, volcado en lluvias feroces o soles de justicia. Ahora ha crecido un buen clima que hilvana el canto de los pájaros a un paisaje tranquilo. La puerta de casa está abierta, también la puerta al jardín, y entran corrientes de aire distintas, aire frío y aire caliente que se mezclan y condensan en la casa y descargan el ambiente. Entra un aire al final suave, y escribo en pijama en el sillón. Hay fuera un cielo lacio y despejado. Es sábado y llega al salón un olor a tierra mojada. Quiero escribir de cosas sencillas, de cosas que no importan. Escucho un ven aquí de mi madre, regañando a Tom que se ha vuelto a ir hacia los portales de enfrente. Decido tumbarme a leer en el sofá, en posición horizontal, con la cabeza apoyada entre cojines, son las once de la mañana y queda un día inmenso y fácil por delante. No quiero que avance la mañana, quiero el tiempo detenido como un tronco. Se escucha algo de música de fondo.

Cambio de sitio y salgo a leer y escribir al jardín, y sale Diego a hacer deporte y Tom con él, que se tumba al sol como una esfinge. El perro junta las patas delanteras, ladea las de atrás, que rectas caen blandas sobre el césped y levanta la cabeza al fuego cálido del día, que cubre la arboleda con un brillo limpio. Las orejas negras le caen a Tom sobre el pelaje claro, ocre, casi blanco, como manchas de carbón. Arrugada, su piel se desdobla en distintas versiones, en sucesivos pliegues en los que se mezclan juventud y vejez según. A veces muerde un trozo de césped y se lo come, a veces boquea en el aire tratando de coger las moscas que han empezado a asomar por el jardín. El sol, en cenital, altísimo, da sombra en lo que escribo, me amodorra la cabeza. Me fijo en las cajas de los aires acondicionados de los otros jardines. Tom se levanta, camina torpe hasta la esterilla sobre la que Diego hace deporte. Fascinado por la nueva superficie, se tumba encima, el cuerpo echado a la derecha, como si le pesara el torso, y se relame creyendo que ha conseguido comerse otra mosca, bosteza, se frota el hocico en las patas, vuelve a alzar la cabeza al sol de la mañana.

Terminamos de ver la serie La línea invisible. Y empiezo a leer Patria. Leo la novela en el eBook de mi madre. Hace tiempo que no leo en eBook y me cuesta. No lo sé, el eBook me despista, me estrecha el entendimiento. Al acabar la novela, busco críticas del libro que salieran en su día en distintos periódicos o suplementos culturales. Hablo con Irene sobre Patria, debatimos algunos asuntos, comentamos el final. "No sé qué piensas de la última página, suscitó bastante debate entre mis amigos", dice Irene. Irene me cuenta que ha visto un directo en instagram con Luis Landero. "Me he emocionado, porque yo lanzo siempre un montón de preguntas y nunca nadie me las responde, y justo hoy Luis Landero me ha respondido. Era una mierda de pregunta, era qué libro se estaba leyendo, pero ha sido genial". Cada vez disfruto más leyendo críticas de libros, de todo tipo, incluso si no los he leído, o sobre todo. Hace poco disfruté mucho libros como Visto para sentencia, de Rafael Reig, o Trayecto, de Ignacio Echevarría, ambas recopilaciones de sus críticas literarias en El cultural y Babelia respectivamente. 

Termino de leer El director, de David Jiménez. Creo que se le puede reprochar que, siendo un libro breve e interesante, que engancha y se lee de una sentada, puesto a destapar así una redacción y un oficio, con todas sus rencillas, con todos su intereses y privilegios, con sus escarceos con el poder, con sus miserias, con sus virtudes, con sus penas y sus glorias y sus secretos y sus propias cloacas, podría haberlo hecho más a lo grande, mejor, con un ejercicio periodístico mayor, que hiciera época, una novela de seiscientas páginas que fuera no sólo fascinante sino imprescindible, y haberse salpicado él también por el camino, haber echado el resto con más elegancia y mayor altura literaria, en un trabajo de más años y más lento y concienzudo. Da la sensación que ha escrito el libro a vuelapluma, modo vendetta, y así se lee y se olvida. Entiendo que no es fácil, que no cualquiera puede. Pero creo que, ya tomada su iniciativa, tendría que haberlo intentado. 

Me aburro del blog y escribo un relato. De pronto siento que por aquí no tengo mucho más que contar. Luego pienso en mantenerlo un poco más, pues ha llovido y he anotado dos o tres ideas cursis sobre la lluvia en mi libreta: la lluvia que entra en casa como un rumor de olas, la lluvia que acuchilla la noche, escucho la lluvia entrar en casa como si golpeara el suelo de fuera de mi cuarto, tengo la sensación de que nos inundamos, que alguien se ha dejado las ventanas del despacho abiertas y hay una corriente bajando en tropel las escaleras. La lluvia llega a casa con una euforia hipnótica. Miro la ventana de mi lado, las gotas caen despacio, a zancadillas sueltas. A veces suena de fondo música, a veces se trata de una voz sincopada de vecinos. Hablamos en casa de cuándo toca hacer la siguiente compra, pensamos cosas que puedan faltar. He ido sustituyendo ver el telediario de la noche, que cada vez me cansaba más, por cocinar, poco, un intento de pollo a la cerveza, de nuevo pizza. 

He salido a pasear al perro y veo en el vecindario sábanas colgadas de algunas ventanas, sábanas que ayer no estaban, o no las vi, sábanas blancas con pintadas, con textos que dicen: ¡Test masivos ya! Veo que hay vecinos que han escrito ¡Tests masivos ya! y otros que han escrito ¡Test masivos ya! Y me pregunto por esa -s de diferencia. Pienso qué forma es la correcta, me entran dudas. Busco en Google, a ver, encuentro que lo adecuado sería test, que este tipo de palabras permanecen invariables en plural, pues la adición de una -s en estos casos daría lugar a una secuencia de difícil articulación en español... Camino calle abajo pensativo. Tengo sueño y aún es pronto y hoy he decidido no hacer deporte. También tengo hambre. Una señora se me acerca con su perro, deja que el perro se pegue a Tom. Cuando la señora está ya muy a mi lado, saltándose cualquier tipo de distancia de seguridad, empieza a toser. Pienso por qué no se tapa o se aparta un poco. Habla por teléfono y ni siquiera me mira, solo se acerca más y más y sigue tosiendo. Decido darme la vuelta e irme, y sigo escuchando las toses y me giro, y veo que viene detrás, hablando por teléfono, tratando de juntar  a su perro con Tom, y yo subo el ritmo y tiro de la correa, intento caminar más aprisa, da igual, me alcanza, y escucho las toses como los pasos de unos pandilleros que me persiguieran de madrugada en las calles oscuras de una ciudad peligrosa. Se escuchan por todo el vecindario sus toses, con ecos remotos de ultratumba. Espero a que aparezca una patrulla de policía para solicitar que la detengan, a la señora. Tras hacer varios zigzags con Tom entre los coches, me escondo disimuladamente tras unos pinos, y consigo darle esquinazo, y escucho su tos alejarse lentamente. Cuando pasa de largo, llamo a L por teléfono y le cuento el episodio con la señora, indignado, y le digo que cualquier otro le habría soltado un improperio o al menos un por favor apártese de una vez o se está usted muriendo vuelva a casa, algo así borde, pero que no me ha salido y en vez de eso casi me dejo abrazar. Hablo con Fran por whatsapp. La madre de Fran trabaja en la Farmacia de la urbanización. Le cuento a Fran el incidente de la señora con la tos y me dice: Ah, sí, las señoras bomba. Yo no había oído esto de las señoras bomba y, cuando pregunto a Fran qué es eso de las señoras bomba, me cuenta que son señoras mayores que entran a la Farmacia de su madre, se acercan al mostrador, y entre toses y flemas piden una mascarilla y paracetamol, y se disculpan por la tos, pues dicen estar contagiadas. Son señoras bomba, dice Fran, porque salen de casa y se nos llevan al resto por delante. Entonces Fran imita un grito terrorista y me río y, mientras camino, me doy cuenta que Tom no está en la correa de la que tiro. Me pasa a veces. Su cuello es más grueso que su cabeza, por lo que el collar se le escurre con facilidad. Pienso hace cuánto rato que paseo una correa sin perro, y que ojalá no me haya visto nadie, pienso dónde está Tom, y por suerte le encuentro a unos metros, retozando entre unos arbustos bajos, muy contento. Le regaño como si regañase a un señor de 95 años, le pongo la correa y seguimos caminando. 

Ha dejado de llover y hace calor. Voy a la cocina y hago videollamada con L. Apoyo el móvil en uno de los armarios. L me enseña a hacer un bizcocho. Dice que su especialidad en realidad es el tiramisú, pero que eso lo hacemos otro día. L está leyendo La casa de los espíritus, de Isabel Allende, y dice que lo está devorando, que está totalmente enganchada. Me dice que coja tres huevos, un yogur, harina, levadura, aceite de girasol, azúcar. Bato los huevos, hablamos de las películas que vimos anoche. L ha empezado a dibujar marcapáginas, dibuja lunas o flores. La masa me va quedando cada vez más espesa. Enciendo el horno, a 180 grados. Esparzo mantequilla en el bol rectangular sobre el que después vierto la densa masa del bizcocho, y se mezclan en una relajante ceremonia de texturas. Le pregunto a L si le puedo poner chocolate a mi bizcocho, me pregunta qué chocolate tengo y dice que mejor no, me deja que le eche un plátano triturado. Me quejo de que sus ingredientes son mejores que los míos. Luego saco el bizcocho antes de tiempo porque mi madre tiene que preparar una lasaña. 

A media tarde, vemos un documental de HBO sobre los columnistas Breslin y Hamill: Las voces de Nueva York. Se ve con envidia por un mundo ya extinguido y el anhelo de una profesión no siempre cierta, con ganas de tener de pronto en la biblioteca algún libro que reuniera las mejores columnas de la historia, por ejemplo, o al menos suyas. Tras el asesinato de Kennedy, el día del funeral, Breslin decide que no quiere compartir la misma información que todos esos otros periodistas. El columnista, lejos de la rueda de prensa y las ceremonias previas al entierro, acude al cementerio y entrevista al hombre negro y humilde que, al margen del resto, cava la tumba del presidente por tres dólares la hora. La crónica empieza relatando el desayuno de ese hombre en su casa, despidiéndose de su mujer una mañana de domingo en que le toca trabajar. Peter Hamill habla de escribir como una música, como tocar un instrumento, y dice que cuando lee casi puede escuchar la melodía de la máquina de escribir según las oraciones, habla de brindarle ritmo a la lengua y no dejar de contar. 

Al terminar el documental, me quedo con ganas de ser periodista. Pienso en recabar alguna información para este blog. Luego me canso enseguida, y decido dejarlo estar.  





Pasan los días, pasan con giros de triciclo lento, ensimismado. Avanza la primavera hecha verano, avanzo con la moto en la autopista, y ava...