viernes, 15 de mayo de 2020

A la hora de la siesta, me tumbo en la cama y leo y miro el móvil, intento no quedarme dormido. Me pongo una alarma a las 18h de la tarde y cierro los ojos. Echo una cabezada que creo ligera, ladeada, de la que despierto entumecido, con la sensación de haber soñado y sin recordarlo, aplastando con el brazo derecho el libro, con mi cuerpo el brazo, y con la almohada mi cuerpo, la almohada que de pronto pesa como si la aplastara el techo, el techo echado abajo por la carga de un cielo vencido. Tengo la boca seca y el pelo rizado como un árbol. Miro la hora en el móvil, me he saltado la alarma. Miro por la ventana. Hay apenas una vaga luz de corcho ahí fuera. Era una tarde estupenda, pienso, para leer, escribir, pasear. Me reclino en la cama. Tengo tanto sueño que pienso si merece la pena levantarme del todo, si lo mejor no sería vincular el sueño de la siesta con el sueño de la noche, permanecer en este estado de relajación que es calma espesa. Me levanto y voy al baño, como si llevase una eternidad durmiendo. 

Arqueada, la luz pasa la ventana. Fuera resplandece un cielo azul claro. Escribo un rato. Escucho el sonido de cubiertos al chocar en la cocina. Queda rumiando en el cuerpo, en las piernas, bajando la sangre en catarata, el cansancio de la carrera de ayer. Tengo agujetas. L me envía un dibujo que ha hecho, es una mujer sentada. Le envío un poema de Juan Gelman. Se titula lluvia. Empieza así: hoy llueve mucho, mucho/ y pareciera que están lavando el mundo. Suena de fondo un cortacésped. Me doy cuenta que le he enviado a L el poema incompleto, que seguía en la página siguiente. Parece que vuelve el calor. Tom llora, le cuesta quedarse solo en casa después de tanto tiempo. 

Compro dos cajas de nísperos. Busco un bote de canela. El Carrefour está más vacío que otras veces. No sé dónde está la canela, dónde quedan las especias. Un hombre me para y me pregunta por los macarrones. Miro a los lados, pienso. No me acuerdo. Le digo que no estoy seguro. Me mira de arriba abajo y entonces se da cuenta que no trabajo en Carrefour, y entonces yo me doy cuenta que él creía que yo trabajaba en Carrefour.

- Es que te he visto con el polo rojo y... 

Llevo un polo rojo que me queda grande, heredado de mi padre; me cuelga por los hombros como una batamanta, las mangas cortas me caen pasado el antebrazo. Es un polo bonito, me parece, aunque da un aspecto de abandono. No sé quién me lo vio una vez puesto, creo que David, que me dijo con razón que estaba chulo y que me quedaría mejor si fuese millonario.

Al llegar a casa, Diego me aborda con un trozo de brownie de calabacín, envuelto en papel albal. Me dice que lo pruebe, que lo ha hecho Marcos. Le digo que no pienso probar brownie de calabacín, y menos éste, que Marcos le ha dado como si fuese droga, envuelto en papel albal y hecho un burruñoPreparo de cenar ensalada césar. Busco una receta en Google. Nos sobra ensalada. Hablamos con Antonio por Skype. Nos dice que está viendo una película letona. Ni siquiera le preguntamos el nombre, nadie se interesa por ella. A Diego le da un ataque de risa, y dice que no, que no, que él se niega a ver una película letona. Antonio dice que ayer salió a montar en bici y luego escribió un par de poemas. Luego dice que hoy le ha dado plantón una cita que tenía. 

La mañana del domingo llega a casa, por sorpresa, una caja grande de dulces, de donuts glaseados, de palmeras glaseadas, de cruasanes y napolitanas. Es un regalo de la novia de Diego, por su cumpleaños.

Camino hasta la calle de David. Están David y Ana montando en patines. Se deslizan calle abajo y vuelven a subir. Nos acercamos a mirar las casas de su calle, un chalet nuevo que está en venta, otro abandonado que hace esquina. David y Ana dan un par de vueltas a la calle patinando, patinando lentamente, y me siento en el suelo a leer a Ribeyro y a mirarles patinar cuando pasan por mi lado. Pienso que es curiosa la sensación de leer unos diarios. Hace unas cien páginas, el autor tenía apenas mi edad. Ahora es un hombre de cuarenta y cuatro años al que operan de un cáncer, tiene mujer e hijo. Leer unos diarios es asistir no tanto al paso del tiempo como a su derrumbe. Miro la calle. No pasan coches. No suena un ruido. Hace buen tiempo y se ve a lo lejos la comisura de la sierra. David hace gestos similares a los de esquiar, realiza un eslalon parecido, completa giros amplios poniendo las puntas de los pies en forma de cuña en cuesta abajo y va frenando, luego se endereza en paralelos, amaga con los brazos como si clavara los palos en la nieve. Pareciera que se fueran a levantar motas de asfalto del suelo. Le digo que Ana resulta más natural, patinando, que él tiene un deje inevitable de monitor de esquí. Me dicen que hoy cenan alitas de pollo, y que luego tendrán que ver pelis de Disney con Juanito, hasta que se duerma. Pasan caminando dos vecinos. Pasa deprisa la tarde. 

Regreso a casa por el atajo del campo. El pasillo de arena que se abre hacia el campo está cubierto de polvo, de barro, de piedras, de hierbas secas desprendidas del suelo. La arboleda va abrazando el recorrido, lo hace estrecho. El camino es un prieto pasillo amarillo de hierbajos pisados. Aparezco detrás de las pistas de pádel, de tenis, los campos de fútbol, el colegio, las casas con la bandera de España y un cartel de alarma y de perro. Busco un banco que creía escondido entre la hierba alta, pero está tan escondido que no lo encuentro. Dos días previos al estado de alarma, estuve sentado en ese banco con David y con Ana, mientras paseaban al perro, con cierta sensación de incertidumbre. A mí me habían mandado de la oficina a casa, a teletrabajar, se habían ya cerrado colegios y universidades, y el mundo parecía por la tele poco a poco destruirse. Hablábamos no sé de qué. Doy vueltas alrededor de una cuesta que baja la colina cubierta de espigas y no encuentro el banco. El sol se cae por detrás de los pinos. La silueta de estas colinas es fina, elegante. La zona está salpicada de casas que son grandes chalets y aparecen como setas en la baja montaña. La vegetación es abundante. 

Camino de vuelta a casa. En la zona de los Levits, sobresalen rosales caídos de entre las rejas de las vallas como si fuesen brazos. Me cruzo un grupo de paseantes, ocho o nueve, que avanzan despacio y casi en fila. Mantienen cierta distancia. Son un grupo de gente mayor, todas mujeres. Llevan mascarillas. Parecen haber salido del suelo, de golpe de un lado del camino. Cuando estoy más cerca, escucho una especie de zumbido, y miro a los lados como si cientos de avispas cubrieran la zona. Las mujeres pasan a mi lado, despacio, de una en una, y van todas murmurando algo bajo la mascarilla. Se genera así ese zumbido, de revoloteo extraño. Van rezando. Dicen no sé qué de María, rogar y pecado, y pasan de largo. Me detengo. Me giro y las veo marchar. Al llegar a casa, cuento la anécdota. Dice mi madre que es no sé qué de la misa de mayo. Pienso que si me pilla de noche, me cago. 

A veces, miro en YouTube vídeos de parkour. Mientras meriendo, por ejemplo. Me como unas galletas y miro algunos vídeos, como otras veces miro videoclips de música. Me da no sé qué placer ver los saltos de parkour, ver a gente deslizarse sobre azoteas, moverse con elegancia de un sitio a otro. Me produce un apego de vértigo y gusto, relajante. Hoy he soñado que varios amigos íbamos a saltar en paracaídas y yo, por si acaso, sin decir nada a nadie, me llevaba en el bolsillo varias biodraminas. 

Arranco la moto. Hace una mañana templada. Trinan los pájaros. Voy con la moto al supercor. Voy en manga corta y paso frío en la moto. Compro los periódicos, pan y café molido. Hay bastante cola y espero recorriendo los pasillos. Miro el puesto de los congelados. Miro la zona de perfumería. Una mujer pregunta si le guardo el sitio, que va a coger hielos. Ojeo las contras de El País y El Mundo, trato de sujetar bien el casco de la moto. Luego conduzco despacio, mirando las calles, los pocos coches que pasan, contento de conducir la moto de nuevo, con ganas de irme más lejos. Ahora mismo, cualquier pequeño cambio en el registro de mirar, produce este vago placer, una sensación de bienestar. 

Hablamos de correr en la comida. Diego ha estado saliendo a correr por las mañanas. Ha corrido tanto, tan rápido, en tan poco tiempo, tan de golpe, que se ha lesionado la rodilla. Hablamos de su regalo de cumpleaños, su novia le ha regalado también unas deportivas. Comemos chuletón y tarta de queso. Diego sopla las velas.  

Mi padre sigue viendo Serpico en la tele. Mi madre tiene una llamada de trabajo. Está reunida con un tal Manuel, dice su nombre todo el rato, y yo, que leo en un sillón al lado, no dejo de levantar la cabeza tontamente, como si me llamara a mí. Leo a Ribeyro y busco en Google alguna foto de Lima. En un artículo del periódico de hoy, cita Vila-Matas a alguien para decir que lo que de verdad importa en este mundo es pasar el rato. Vila-Matas que tiene un prólogo, en el libro La tentación del fracaso, que no me ha convencido. O en realidad lo que ya no me gustan son los prólogos. Lo único que puede hacer un prólogo en un libro tan fenomenal, es disuadirte de leerlo. No lo sé. Luego, por ejemplo, leo el prólogo de Ricardo Piglia de En nuestro tiempo, de Hemingway, emocionado y con gusto, deseando al acabarlo leerme todo el libro de relatos de un tirón. 

Hacemos videollamada de amigos. Juampa dice que Esther y él aún no han salido a pasear. Dice que si no han paseado en su vida por qué iban a hacerlo ahora.

Salgo a correr y quedo con Miguel a mitad de recorrido. Vamos hasta la valla de detrás del Carrefour, por el campo, que está lleno de barro, de charcos. En la autopista un panel dice: continúa estado de alarma. Hoy apenas hay ciclistas u otros corredores. Empiezo corriendo deprisa, intentando alcanzar los ritmos de Diego, pero me desinflo física y mentalmente a mitad de camino, y bajo la velocidad, hasta acomodarme en un trote lento, fácil. Miro las montañas, Hoyo de Manzanares, Colmenar Viejo a lo lejos. Sopla una brisa fresca, suave. 

Intento escribir otro cuento. Me doy cuenta que lo escribo dirigiéndome al final corriendo y que eso es absurdo. Voy saltando sin cuidado por las partes y, una vez alcanzo el desenlace, como lo anterior no está bien trabajado tengo que ir cambiando cosas, y al cambiar esas cosas, cambio también el final, lo cambio todo. Creo que me sale mejor ir poco a poco, sin saber a dónde va el relato. También lo disfruto más. 

Tom me sigue con la mirada, levantando la cabeza, espera que le saque a la calle. Pero queda el eco de la lluvia en un vaho de humedad que sale del suelo y me da pereza. Hace algo de frío en casa. No sopla el viento. Ha ido dejando de llover muy poco a poco, tanto, que este silencio lo percibo todavía posiblemente como lluvia, solo que muy pausada. Parece que la noche se echa encima antes de tiempo. El cielo está gris. El perro se va poniendo nervioso. Al final, me pongo una gorra, abrigo con capucha y cojo el paraguas. Salgo con el perro a la calle y nos mojamos. Llamo a L para saber qué tal el día.

Hablo con L del tiempo, de su trabajo, del mío, de volver a la oficina. L ha empezado a leer Suite francesa. Cruzo la calle con Tom y llueve cada vez con más fuerza. Al llegar a casa, seco a Tom con una toalla y le paso el secador. Se sienta pegado a la pared, alza la cabeza y deja que le seque, creo que cada vez le gusta más. Es un perro profundamente aburguesado. L me cuenta lo del test. Esta mañana le hacían el test serológico. Le ha salido que es inmune, que ya ha pasado la enfermedad. Esto me hace pensar en si en casa lo habremos pasado también o si no. Me pregunto si me lo pegó ella o se lo pegué yo. Nos vimos el viernes 13 de marzo, día previo a que comenzara el estado de alarma.

Como no ha habido primavera formal este año, se nos ha pasado en casa, y solo un paisaje ahí afuera de lluvias o sol ancestral parecían ratificarla, el verano será imagino más pronunciado, supongo más desierto, con, como cada año, anuncios de nuevos récords de temperaturas más altas, pero más, y de olas de calor, más también, en las grandes ciudades. Después de una primavera ausente, queda por delante un verano condenado a reforzar su presencia dramatizándose. Si se mantiene la tendencia informativa de ahora hasta verano, monotemática, y el foco poco a poco de la noticia se desliza entonces hacia las altas temperaturas, éstas, inevitablemente, estarán condenadas a soportar una presión mediática enorme, y tal vez puedan alcanzar cotas altísimas.  

Pienso mucho en ciertos rituales que la prisa, la urgencia del día a día, irán suspendiendo de nuevo. Por ejemplo despertar y sentarme, en el borde de la cama, mirando al suelo un rato sin ver nada, asimilando la mañana y todo alrededor, con sumo placer casi inconsciente. Desayunar largo y tendido, leyendo la prensa. Duchas larguísimas. Caminar por la casa despacio y pensativo. Vestirme alargando el proceso en cada prenda, a conciencia, mirándome a cada paso al espejo, a ver qué tal, incluso dedicar cinco minutos para atarme los cordones. No son muchas cosas, pero cualquier delicadeza requiere su tiempo, igual que sentarse a leer no permite la prisa, la urgencia, lo mismo sucede con otro tipo de placeres.

En casa, vemos El secreto de sus ojos. Yo ya la había visto, hace tiempo. No me acordaba de nada. Lloro de la risa con ciertos momentos, algunos diálogos, apariciones de Sandoval. La tensión amorosa entre él y ella es fantástica. Pienso en qué curioso, lo buena que es la película, lo bien que funciona la historia, cuando siento está cogida la trama con pinzas, pues parte de un giro de guion para mí poco creíble: que empiezan a sospechar del asesino por unas fotos de hace años en las que, en gesto forzado, mira a la futura víctima. No he leído la novela. Pero aquí eso da igual. Todo lo demás envuelve de tal modo que vas rendido, dispuesto a creer y seguir a los personajes en una ficción estupenda. Me entran ganas de ver El hijo de la novia, que recuerdo me entusiasmó. Comento qué curioso, que el joven Ricardo Darín, maquillado para parecer más viejo en su papel en ciertas escenas de la película, está exactamente igual a cómo es ahora. No sé si es virtuosismo del maquillador, si del director, o del propio Darín, por haber sido fiel, tanto tiempo, a su papel, y haber alcanzado una vejez que ya físicamente interpretó. 

He cambiado de calzado. Me he pasado estos días de mis zapatillas de andar por casa a unas chanclas muy cómodas, que me sirven también en el jardín. Son unas sandalias que me trajo Antonio de India, robustas, de cuero, con el empeine cubierto, de suela de dos centímetros, casi con tacón, color ocre. No sé cuanto tiempo tienen ya, las he llevado a viajes y usado cada verano, y siguen intactas, casi nuevas. Mis amigos dicen que son chanclas de Kebab. Pero me gustan. El problema es que hacen mucho ruido, sobre todo al subir y bajar escaleras. Caen en cada escalón como un edificio que se viene abajo, pesadas, pegajosas, y tengo a mi madre frita. Cada vez que trabaja en el salón, y está reunida y lleva los cascos puestos, y me oye llegar, se gira indignada y me regaña. Esta mañana, he bajado a la cocina, tranquilamente, a por un vaso de agua, y mi madre ha preguntado que quién estaba dando esos golpes. 

Al hablar en casa de la ventana del piso de Antonio en Graz, una ventana que da a un paisaje de tejados, azul y edificios más allá, mi madre recuerda la ventana de su piso en Mérida, pequeña, de la cocina, que daba de forma parecida a tejados y edificios del centro. El piso estaba ubicado en un rectángulo moderno, levantado sobre ruinas y abierto a una solana con bancos, unas gradas, dos calles que cruzaban y se llenaban de ancianos paseantes y adolescentes jugando al fútbol cuando surgía algo de sombra. Recuerdo que se veía desde esa ventana, la ventana de la cocina, un hotel amarillo que tapaba un ansiado horizonte de campo, de nada, de cielo, quizás el río Guadiana a lo lejos, y lo manchaba todo. Era un edificio burdo, torpe, desproporcionado para con la estética de pueblo de Mérida. También se veía atardecer desde aquella ventana. Los atardeceres en Mérida tenían un color de ropa vieja, de vuelta de todo, y un olor a campo chamuscado y a jacinto. Y el edificio amarillo, que en un principio me resultaba tan fuera de sitio, absorbía la luz de la tarde, recogía los rayos de mimbre de un sol vespertino, y así caían por su fachada abajo como líquenes líquidos dorados, para darle un aspecto a la ciudad de ciudad en llamas que me fue reconciliando con el viejo edifico, no sé si un hotel, viviendas u oficinas. Creo que tenía en lo alto unas letras rojas de una empresa de seguros. El edificio, alzado sobre el resto de edificios y tejados, se fue volviendo matiz de las horas, bandera y brújula, recorría la retina como un pálpito de tiempo. Era en sí solo un relato, mejor por lo que ocultaba tras él que por lo que se veía. El sol caía allí como una hogaza de pan recién hecho.

Ahora, aquí, está lloviendo, y tengo que poner una lavadora. 

1 comentario:

Pasan los días, pasan con giros de triciclo lento, ensimismado. Avanza la primavera hecha verano, avanzo con la moto en la autopista, y ava...