Atardece, o anochece. Busco en internet, la RAE define atardecer con una única acepción, como empezar a caer la tarde, y anochecer, entre varias, primero como empezar a faltar la luz del día, venir la noche. Para el caso, prefiero esta segunda. Anochece, y afuera el cielo gris se vuelve cálido, más oscuro también pero más manso. Hay en el ambiente una luz de ciénaga del sur. El pico de los pinos parece una veleta. En Google, pone que atardecer y anochecer, en tanto que puesta de sol, aquí en Las Rozas, hoy, sucede a las 21:33h. El tiempo de mayo es un tiempo lento que crepita, tiene algo en la noche de fruta escarchada. La luna está más alta, más redonda, con más luz, da una sensación de faro inútil en medio del océano. Las noticias dicen que el mundo avanza lentamente, como un balón mikasa rueda desinflado por un campo de tierra. Llega el silbido de algunos coches rápidos en la autopista, un silbido que cae atemperado entre las hojas del jardín. Han subido las temperaturas. El mes se va estrechando a la salida, y junio y julio parecen meses aún plastificados, con algo de misterio en su envoltura. Me asomo a la ventana, miro las antenas como abetos pelados en lo alto de las casas, los cerezos que parecen una vaga taquicardia entre las sombras de la noche.
He vuelto andando a casa, mirando las otras casas también de la urbanización: los tejados, las ventanas, las puertas, los jardines, los cúmulos de plantas apuñadas en el porche, las enredaderas, las cortinas, las sillas de la entrada, las escaleras de piedra, su luz, las puertas de garaje, los coches, los telefonillos, este cielo opiáceo reflejado en las ventanas del piso superior, los muros de ladrillo entre granate y naranja, el chirriar burbujeante de las hojas de las arizónicas. Se va enhebrando el día de hoy en el día de mañana. Hace calor en casa, un calor agradable. Las ventanas del salón están abiertas, y Tom duerme orillado en la escalera. Diego y yo ponemos la mesa, el mantel, los platos, los cubiertos y los vasos. Relleno la botella de agua. Diego coge pan. Nos sentamos a ver la tele. Llega de la cocina un olor a champiñones fritos.
Julen manda una foto al grupo de Whatsapp, es una foto de la M-30 vacía, o es la A-2, a primera hora de la mañana. No se ve un solo coche. Se ven los bloques de edificios a los lados, los árboles redondos que brotan a la izquierda, una hilera de pinos prietos a la derecha. Hay un cielo de mañana en ayunas, se ve a lo lejos un cartel rojo de la Comunidad de Madrid, en la esquina superior de un edificio acristalado por su centro. Las líneas blancas de la carretera parecen difuminadas por el ligero movimiento de la cámara. Hay una luz doble, como si el sol hubiera estado rebotando en la pantalla del teléfono al sacar la foto. Julen se levanta a las seis de la mañana y sale a caminar. Ariana madruga por trabajo, y él aprovecha a despertarse con ella. Dice que le gusta la sensación de caminar a primera hora de la mañana, volver a casa a las siete, desayunar tan temprano y tranquilo, con tiempo de sobra por delante para ducharse, vestirse sin prisas, hasta empezar a trabajar.
Aprovecho que es fin de semana y me afeito. Me he despertado tarde. Hay un sol alto y amarillo. Me afeito entera la barba, con cuchilla. Parezco más pequeño, se me queda algo de blanco en el mentón, una mancha de vacío. Me embadurno en aftershave. El césped del jardín esta húmedo, Tom se tumba encima como sobre una colcha mullida, como en una bañera. Un vecino está podando algunas ramas de su jardín. Unos niños juegan a la pelota, y se oye rebotar el balón contra el suelo como si fuesen los días. A Tom le da un ataque de tos, le sujeto del costado para que no se caiga, y al fin se le pasa. Desayuno una tostada de mantequilla y mermelada, dos nísperos, un plátano, un vaso de leche con cereales. Entra una corriente de aire espeso por las ventanas del jardín. Diego arregla su cuarto, cambia de sitio la cama, mueve unos muebles con ayuda de mi padre, ordena papeles y tira cosas. Diego está volviendo a correr, cada vez más rápido, ya mejor de sus molestias de rodilla y adaptado a sus nuevas zapatillas de correr. Mi madre prepara unos macarrones con albóndigas entre reunión y reunión de teletrabajo. Decido imitar a Diego. Limpio mi cuarto. Cojo una bolsa grande de basura, la voy llenando de viejos cuadernos del colegio, de la facultad, apuntes, sobres, facturas, cartas, cromos de 2007 con fotos de prostitutas de Las Vegas, condones caducados de 2014, una maraña de monedas de distintos países. Y voy guardando en una caja de zapatos y un cajón cosas que quiero quedarme, distintas titulaciones, certificados, contratos, diarios, textos de periódicos, artículos, escritos míos de otros años, reflexiones, arranques de novelas.
Arreglo la terraza, saco la mesa, paso el aspirador, la fregona, intento arreglar también la persiana. Mi terraza es un pequeño balcón, con un metro cuadrado entre un doble ventanal, de pared de ladrillo oscuro, y donde se queda varado el calor de la calle, como a presión. He robado una silla del cuarto de Antonio que creo queda bien. Me gusta cómo queda la terraza así, más despejada, entra más luz y un aire fresco de mañana calurosa. Me gustan las vistas, se ve el jardín desde lo alto, el jardín central más amplio, en perspectiva, más verde, el cielo mejor. Diego ha acabado ya con su cuarto, y lee en la terraza del jardín. Se ha leído Buenos días tristeza, de Françoise Sagan, y lee Niebla, de Unamuno. Se ha montado una librería chula en su cuarto. Para completarla, le ha robado algunos libros a Antonio y, de paso, se ha llevado una mesita de noche. Le quería coger también un cuadro y una estantería, pero le hemos contenido. Mi padre dice que la luz del cuarto de Diego es estupenda, y que le vendría genial hacerse ahí un despacho. Entonces yo me quedo con el cuarto de Antonio, dice Diego. Como Antonio está en Austria, resulta bastante fácil repartirse sus cosas. Pero a mi madre todo esto ya le ha parecido demasiado, dice que no hay que olvidarse que Antonio viene en verano. Que duerma en el sótano, que hace más fresco, ha dicho Diego.
Empiezo a leer Madame Bovary, y busco la postura en que leer más cómodo, pero no la encuentro, la silla es bastante molesta, no sé cómo ponerme, cruzo y descruzo las piernas, me apoyo en el balcón, levanto los pies, los bajo. Marco alguna página del libro con descripciones que me gustan. Llega la noche y cocino contramuslos de pollo al horno, con orégano, sal, pimienta, salsa de cebolla y ajo y vino blanco, que le da luego a la piel frita del pollo un sabor caramelizado. Voy mejorando la receta. Preparo una ensalada de lechuga, maíz, kiwi y tomate. Vemos El ladrón de palabras. No me gusta, la veo apurado, sintiendo una creciente vergüenza ajena a medida que avanza la película. Está llena de clichés, de escenas rebuscadas y diálogos pretenciosos. Tiene una trama que se va resolviendo cada vez peor, y actuaciones poco conseguidas. Me deja pensativo el papel de un ya casi anciano Dennis Quaid, que resulta poco creíble, por no decir violento, flirteando a Olivia Wilde: da un poco de grima verle morderse el labio, casi relamerse, poner caras de seductor que arde de deseo, mirarla con fijeza como pensando en sexo y rodearla con sus brazos. Sin duda a partir de cierta edad lo mejor que puede hacer uno es retirarse, abandonarse a cierto ascetismo, cambiar esos arranques de lujuria por una partida de cartas, un paseo, quizás una lectura. No sé qué edad es esa, imagino que dependerá.
He vuelto andando a casa, mirando las otras casas también de la urbanización: los tejados, las ventanas, las puertas, los jardines, los cúmulos de plantas apuñadas en el porche, las enredaderas, las cortinas, las sillas de la entrada, las escaleras de piedra, su luz, las puertas de garaje, los coches, los telefonillos, este cielo opiáceo reflejado en las ventanas del piso superior, los muros de ladrillo entre granate y naranja, el chirriar burbujeante de las hojas de las arizónicas. Se va enhebrando el día de hoy en el día de mañana. Hace calor en casa, un calor agradable. Las ventanas del salón están abiertas, y Tom duerme orillado en la escalera. Diego y yo ponemos la mesa, el mantel, los platos, los cubiertos y los vasos. Relleno la botella de agua. Diego coge pan. Nos sentamos a ver la tele. Llega de la cocina un olor a champiñones fritos.
Julen manda una foto al grupo de Whatsapp, es una foto de la M-30 vacía, o es la A-2, a primera hora de la mañana. No se ve un solo coche. Se ven los bloques de edificios a los lados, los árboles redondos que brotan a la izquierda, una hilera de pinos prietos a la derecha. Hay un cielo de mañana en ayunas, se ve a lo lejos un cartel rojo de la Comunidad de Madrid, en la esquina superior de un edificio acristalado por su centro. Las líneas blancas de la carretera parecen difuminadas por el ligero movimiento de la cámara. Hay una luz doble, como si el sol hubiera estado rebotando en la pantalla del teléfono al sacar la foto. Julen se levanta a las seis de la mañana y sale a caminar. Ariana madruga por trabajo, y él aprovecha a despertarse con ella. Dice que le gusta la sensación de caminar a primera hora de la mañana, volver a casa a las siete, desayunar tan temprano y tranquilo, con tiempo de sobra por delante para ducharse, vestirse sin prisas, hasta empezar a trabajar.
Aprovecho que es fin de semana y me afeito. Me he despertado tarde. Hay un sol alto y amarillo. Me afeito entera la barba, con cuchilla. Parezco más pequeño, se me queda algo de blanco en el mentón, una mancha de vacío. Me embadurno en aftershave. El césped del jardín esta húmedo, Tom se tumba encima como sobre una colcha mullida, como en una bañera. Un vecino está podando algunas ramas de su jardín. Unos niños juegan a la pelota, y se oye rebotar el balón contra el suelo como si fuesen los días. A Tom le da un ataque de tos, le sujeto del costado para que no se caiga, y al fin se le pasa. Desayuno una tostada de mantequilla y mermelada, dos nísperos, un plátano, un vaso de leche con cereales. Entra una corriente de aire espeso por las ventanas del jardín. Diego arregla su cuarto, cambia de sitio la cama, mueve unos muebles con ayuda de mi padre, ordena papeles y tira cosas. Diego está volviendo a correr, cada vez más rápido, ya mejor de sus molestias de rodilla y adaptado a sus nuevas zapatillas de correr. Mi madre prepara unos macarrones con albóndigas entre reunión y reunión de teletrabajo. Decido imitar a Diego. Limpio mi cuarto. Cojo una bolsa grande de basura, la voy llenando de viejos cuadernos del colegio, de la facultad, apuntes, sobres, facturas, cartas, cromos de 2007 con fotos de prostitutas de Las Vegas, condones caducados de 2014, una maraña de monedas de distintos países. Y voy guardando en una caja de zapatos y un cajón cosas que quiero quedarme, distintas titulaciones, certificados, contratos, diarios, textos de periódicos, artículos, escritos míos de otros años, reflexiones, arranques de novelas.
Arreglo la terraza, saco la mesa, paso el aspirador, la fregona, intento arreglar también la persiana. Mi terraza es un pequeño balcón, con un metro cuadrado entre un doble ventanal, de pared de ladrillo oscuro, y donde se queda varado el calor de la calle, como a presión. He robado una silla del cuarto de Antonio que creo queda bien. Me gusta cómo queda la terraza así, más despejada, entra más luz y un aire fresco de mañana calurosa. Me gustan las vistas, se ve el jardín desde lo alto, el jardín central más amplio, en perspectiva, más verde, el cielo mejor. Diego ha acabado ya con su cuarto, y lee en la terraza del jardín. Se ha leído Buenos días tristeza, de Françoise Sagan, y lee Niebla, de Unamuno. Se ha montado una librería chula en su cuarto. Para completarla, le ha robado algunos libros a Antonio y, de paso, se ha llevado una mesita de noche. Le quería coger también un cuadro y una estantería, pero le hemos contenido. Mi padre dice que la luz del cuarto de Diego es estupenda, y que le vendría genial hacerse ahí un despacho. Entonces yo me quedo con el cuarto de Antonio, dice Diego. Como Antonio está en Austria, resulta bastante fácil repartirse sus cosas. Pero a mi madre todo esto ya le ha parecido demasiado, dice que no hay que olvidarse que Antonio viene en verano. Que duerma en el sótano, que hace más fresco, ha dicho Diego.
Empiezo a leer Madame Bovary, y busco la postura en que leer más cómodo, pero no la encuentro, la silla es bastante molesta, no sé cómo ponerme, cruzo y descruzo las piernas, me apoyo en el balcón, levanto los pies, los bajo. Marco alguna página del libro con descripciones que me gustan. Llega la noche y cocino contramuslos de pollo al horno, con orégano, sal, pimienta, salsa de cebolla y ajo y vino blanco, que le da luego a la piel frita del pollo un sabor caramelizado. Voy mejorando la receta. Preparo una ensalada de lechuga, maíz, kiwi y tomate. Vemos El ladrón de palabras. No me gusta, la veo apurado, sintiendo una creciente vergüenza ajena a medida que avanza la película. Está llena de clichés, de escenas rebuscadas y diálogos pretenciosos. Tiene una trama que se va resolviendo cada vez peor, y actuaciones poco conseguidas. Me deja pensativo el papel de un ya casi anciano Dennis Quaid, que resulta poco creíble, por no decir violento, flirteando a Olivia Wilde: da un poco de grima verle morderse el labio, casi relamerse, poner caras de seductor que arde de deseo, mirarla con fijeza como pensando en sexo y rodearla con sus brazos. Sin duda a partir de cierta edad lo mejor que puede hacer uno es retirarse, abandonarse a cierto ascetismo, cambiar esos arranques de lujuria por una partida de cartas, un paseo, quizás una lectura. No sé qué edad es esa, imagino que dependerá.
Hablo con Irene. Hace dos semanas, en Murcia, pasaron ya a la fase uno. Irene está haciendo su doctorado, preparando su tesis sobre la influencia del Quijote en la novela moderna, algo así, y da clases en la facultad y me dice que no volverán por las aulas hasta septiembre, y entonces quizá sea de forma telemática. Hace poco me enseñó que estaba corrigiendo unos trabajos sobre El nadador, de John Cheever. Le pregunto qué tal la fase uno por ahí. Me dice que el lunes y martes fue una locura. "El centro estaba lleno de gente, los bares se llenaron, no había medidas de seguridad". Me pasa una foto del paseo que hay junto al Segura. Se ve en la foto un cielo corrido a blanco, una cresta de árboles reflejada en el río, color verde, calmado, se ve la iglesia asomando puntiaguda bajo el sol. "Muchos bares, después de los primeros días, por revisión de la policía han quitado la mitad de las mesas. Ayer salí a pasear. Es una sensación rara. Todo el mundo está paseando pero sin ir a ningún sitio. Hay pocos coches. Nos pusimos a hacer fotos, como si fuésemos turistas. Da una sensación de excepcionalidad extraña ".
Ahora hay en el aire alcalino de esta zona un aura alérgena más fuerte, flota un polen embellecido y rechoncho, que parece haberse comido al polen de los años anteriores, y queda una luz metálica también, de metal raspado. Llega un olor azul a cloro, y beige a barro, a cuero denso, a limpiabotas, que deja en la boca el sabor de una tortilla seca y una sensación de sed, de deriva del mundo. Diego dice que le pican los ojos cuando sale a correr. A mí un poco también. Hay setos reblandecidos por pisadas, crece el calor, y una mancha violeta parece atascada entre las nubes, hacinadas. Salir a correr me dispersa y reconforta, en cierto modo da un placer abstracto al cuerpo, lubrica músculos condenados al olvido y huesos viejos, recupera gestos que se pierden de no usarlos.
Me invade, después de cinco kilómetros corriendo, un cansancio hondo, de deseo inmediato de pararme. Me ha pasado ya estos días, la necesidad de detenerme de pronto, como si me quedara sin fuerzas a mitad de recorrido. Creo que es el calor o la falta de costumbre de estos meses. Me detengo, camino un poco. Me cruzo a un señor envuelto en una bandera. Hay un hombre anciano con una paellera por la calle, su mujer saca el móvil y empieza a grabar. Hay más gente con banderas y utensilios de cocina. Varios vecinos más aparecen en el parque y empieza una cacerolada. No es una cosa enorme, pero se va engrosando, y lo que empieza así, pronto parece más una manifestación que me pilla en medio, haciendo estiramientos, sudando y resoplando. La señora sigue grabando, y de pronto me enfoca a mí, e intento apartarme. Veo más móviles grabando, y pienso qué mala suerte como salga luego en las noticias. Pienso en marcharme cuanto antes, no vaya a ser que haya una redada y me detengan. Me fijo en los distintos instrumentos de percusión. La paellera suena como más fina, aguda, casi elegante. Hay un hombre con arrocera y pala de madera, que levanta un ruido opaco, como de pérgola caída. Desde algunas ventanas de los chalets de la zona, se replica con fuerza y llegan ecos de platos, que producen un sonido más grave y casi roto. Hay quien golpea con un tenedor en el metal de la farola, y suena como el platillo de una batería pero con menos rock. Hace calor, más calor que otras tardes, y me fijo en el paisaje. Queda la masa, junta y al mismo tiempo levemente separada, como un amplio peristilo que rodeara el tobogán y los columpios.
En confinamiento, hemos cumplido años toda la familia.
Diego y yo quedamos con David para salir a pasear. Vamos al campo. Ana se ha vuelto a Alicante, para conocer a su sobrina. Caminamos con Blue, el perro de David. Bajamos la cuesta de piedras y encinas, hay bastante gente. Caminamos una hora y media, nos perdemos por el campo y damos un rodeo enorme. Volvemos a casa cuando empieza a oscurecer. Hablamos del verano, de la vuelta a la rutina, de planes, de chicas, de ropa, del perro, de películas, de juegos, de todo un poco. Las Rozas se ha llenado de una especie fabulosa que no es nueva, fuimos todos de ella alguna vez, pero se ha concretado mejor en plena desescalada de la cuarentena: la de adolescentes en manada y bicicleta. Lo mejor del paseo, del paisaje, es cuando conviven la luz del cielo y la luz de las farolas.
Al pasar la rotonda, caminamos y hablamos Diego y yo, ya llegando a casa, sobre conversaciones de whatsapp, redes sociales, y la tendencia tan de todos de tratar de demostrar a los demás cuánto se sabe de algo. Hablamos del hecho de estar informados y esas cosas. Pasan unos vecinos cerca, sale una pareja en bicicleta. Entramos en casa y el perro ladra y llora. Me subo a la terraza de mi cuarto. Pienso en la conversación con Diego.
A veces, siento, o siempre, saber bien acerca del mundo es complicado. Hoy hay tanta información disponible que es difícil mantenerse bien enterado no ya de todo sino de algo en concreto. Pienso, por ejemplo, lo difícil que es seguir la actualidad, tan cambiante, tan urgente, tan inabarcable, tan multiplicada, como para encima querer opinar con seguridad sobre ella; no da tiempo a leer los periódicos enteros si uno quiere también dedicarse a otras cosas, y leer titulares, tweets, distintos post en facebook, escuchar frases sueltas por la radio o ver algo de la noticias por la tele, a mí me deja una noción de la actualidad y del mundo un poco dispersa, disuelta en una enfebrecida cabeza de iceberg, que siento se me escurre siempre de las manos, cuando no me deja con una sensación de ignorancia saturada de sobreinformación. En una realidad tan atomizada y donde dice tanta gente tantas cosas, donde pasan cada día tantas cosas, que avanza tan apabullantemente rápido, no es fácil tener conocimientos precisos sobre todo lo que ocurre, por no decir imposible, ni siquiera diferenciar bien lo importante de lo urgente y viceversa.
Creo que leer sirve un poco, quizás también el cine u otras cosas, para darte cuenta cuánta gente sabe más de lo que sea, y que no pasa nada, y te coloca en una situación al menos cómoda: la del que no tiene respuestas claras para todo ni lo espera. Esto no quiere decir abandonarse y no participar de la curiosidad por lo que nos sucede y sucede alrededor, sino quitarse algo de peso de encima, la responsabilidad de tener que estar siempre cargado de razón; consuela a cambio intentar no hacer demasiado el ridículo, poder bromear e incluso pasar desapercibido. No lo sé.
Atardece despacio. Salgo al jardín. Hablo con L por teléfono. L me pasa un vídeo de una pelea en Moratalaz, en mitad de una cacerolada. L ha estado en la peluquería, ha ido con mascarilla, se ha cortado un poco el pelo, lo tiene ahora más claro, algo más rubio. L me pasa una foto en su terraza. Atardece a bocanadas lentas, va consumiéndose el día tan solo por la inercia de los días anteriores que se fueron. Creía que este cielo hachado en dos se uniría, pero se ha ido abriendo más, dejando dos mitades separadas y sin rumbo como dos bloques de hielo en mar abierto, con un lado de sol y luz que cae en roja retirada, el otro más de sombra y negro, asido al viento rubio de la noche. Al rosal del jardín le han ido envejeciendo mal los pétalos, el blanco ha ido adquiriendo un tono cobrizo, de barco oxidado, ya no tienen el blanco diamantino de otras veces. Pasa un avión, cerca, haciendo un ruido de motor escacharrado. A contraluz, se ve la nube de bichos que flota bajo el hilo de bombillas, hilo extendido sobre el ancho del jardín. Miro la ventana de mi cuarto abierta. Miro las ventanas del salón. Contemplo el toldo abierto del jardín, que cae sobre la terraza de piedra, un toldo verde pálido y rayado, casi blanco, de un blanco desgastado con los años, que da sombra en la terraza, una sombra larga y fresca en esta tarde que se oscurece, que muy despacio concluye.
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