sábado, 21 de marzo de 2020

Amanece deprisa, con luz cálida. Y pronto el día se nubla y sigue su curso veloz, parece ya de noche a mediodía. Al caminar por la calle, la calle que va desde mi casa hasta el parque, se ven las ventanas abiertas de las casas, habitaciones ventilándose, algunas sábanas colgando en la cocina, a veces una figura en movimiento, las ristras de banderas del barrio arrugadas descendiendo las fachadas como buganvillas secas. Avanza hacia su curva final la mañana y el cielo está encapotado. Camino por la avenida de piedra, que han reformado hace poco (cuando cae la noche, se encienden unas luces a los lados), entre las filas paralelas de arbustos desgastados y la tierra húmeda que se hunde donde empiezan las aceras y el asfalto. Al final de la calle, cruza un autobús verde. Más allá, nace un puente peatonal que atraviesa la autopista. El perro camina cansado, jadeando, y me siento en un banco para que descanse. Tampoco hemos andado mucho, pero es un carlino y está mayor y perezoso. Al padre, cuando vivía, había que llevarle de vuelta a casa en brazos, porque a mitad de paseo se rendía, y ya no había dios que lo moviera. Con este, pienso, pronto empezará a pasar lo mismo. Le miro tirado en el suelo como un pomelo pocho. 

El abrigo me pesa, me queda grande, me da calor. Me lo abro un poco, me doy cuenta que tengo la cremallera estropeada y que se atasca. La vida de la zona está encharcada en silencio, solo invadido por el rumor del viento zarandeando los abetos, el piar de algunos pájaros y el ladrido de otros perros a lo lejos, también el juego distraído de algún niño con pelota en un jardín. Saco el libro del bolsillo, miro alrededor y pienso qué hago, por qué salir de casa y venir hasta aquí para seguir leyendo o mirando el móvil, en vez de contemplar las golondrinas, mantener la vista fija en el paisaje. Pero al final sigo leyendo, miro el móvil; aún no siento urgencia por memorizar nada de mi lado en los paseos. Luego pasa el tiempo y miro a Tom, a ver si quiere levantarse. Él ladea la cabeza, respira ya más despacio, agacha las orejas y se acomoda. Finalmente, volvemos a casa dando la vuelta a la manzana. 

Me fijo en los contenedores de basura de la esquina, las bolsas de basura que hay al lado, dos sillas blancas que alguien habrá dejado en estos días. Una niña sale corriendo de casa, lanza contra el cubo amarillo un algo que no logro distinguir y vuelve hacia el portal. Paso junto a las antiguas pistas de fútbol, que hoy están sin porterías y tienen apenas dos canastas viejas con la red caída. El asfalto de las pistas se ha vuelto blanquecino, casi es aire, y le crecen brotes verdes por las grietas. Las vallas se han ido curvando poco a poco por su base, hasta levantarse del suelo y dejar un espacio bajo el cual se escapan todo el rato las pelotas en épocas de juego al aire libre. Tom jadea, se va quedando atrás de vez en cuando, y tengo que esperarle y refunfuño. Le hablo, le hablo como si fuese un señor mayor que me acompaña, que se frota de costado contra plantas y a quien tengo que esperar. Me molesta ir por delante, a un kilómetro por hora, y tener que ir esperándole. Se lo digo. Esta mañana, ha tenido otro de sus ataques, no sé si llamarlos epilépticos: se queda sin aire y pega un chillido como de ave fénix; inquieta porque parece que se va a morir. Luego resopla, deja de temblar, estira las patas y empieza a caminar muy lentamente, y entonces se recupera, y mueve la cabeza y la cola muy contento. Está mayor y más gordo, se le cae la lengua fuera de la boca todo el rato, por inercia, pero también está simpático y es divertido observarle en su moverse por la casa, tratar de ir descubriendo sus rutinas y costumbres, que las tiene. Algunas mañanas, recupera brío y juventud, y trota cervatillo a la cocina; otras solo duerme y se apoltrona en el sofá, camuflado entre cojines. Cada noche, llega hasta mi cuarto su ronquido, eterno, de gripe y borrachera de dormir. 

El ordenador da algunos fallos. Internet se ralentiza, pero acaba funcionando. Entro a mirar el correo. Cada vez que abro el ordenador, me aparece un fondo distinto. Hoy, ha sido un paisaje de montañas, soleado; ayer, fue la foto de un glaciar; el otro día un río colindado por árboles nevados. Tengo intriga por saber qué habrá mañana. No sé qué orden sigue el ordenador, ni si alguna vez se repite. El ordenador es un portátil, lo apoyo encima de una caja de juego de Scatergories, para poder ver mejor. Escribo un poco incómodo, porque se me clavan las muñecas en los pliegues de la base, pero al menos tengo ratón. Sí, el equipo al principio se atasca un poco, pero luego funciona bien y puedo trabajar a gusto. Al rato, para oxigenar, me levanto y camino por el cuarto y miro por la ventana, la copa redondeada del pino que se asoma está cubierta esta mañana de nubes, la ventana tiene aún la membrana disecada del rocío. Ha empezado a llover, y espero a que salga el sol para sentarme en el porche. Camino por casa. He terminado los diarios de Faciolince y pienso qué libro empezar. Voy al cuarto de baño a beber agua, me miro al espejo, me peino un poco, bebo más agua. Desde el cuarto de Diego, se pueden tocar las hojas del cerezo que crece en el portal, casi entran las ramas por la ventana abierta. Tienen, las hojas, un color a lombarda. Vuelvo a mi silla de oficina, miro el móvil. Trabajar desde casa me genera una cierta saturación de pantallas; lo que me apetece al acabar es no mirar el móvil ni el ordenador ya en lo que reste de jornada. De hecho, pienso si meter el móvil todo el fin de semana en un cajón. Por un lado, me encantaría. Por otro, termina por serme indiferente y no lo hago. 

En otra pausa, intento hacer la cama. Echo el edredón al suelo, las sábanas también, quito la almohada, y doy vueltas alrededor de mi cuarto buscando un plano cenital que me dé la visión de dónde fallo. Este verano, pasé unos días en Orense, en casa de la abuela de mi amigo Martín. Pepita era una mujer de noventa años, bajita, de pelo cano y piel clara, simpática, ágil, bromista, con aspecto campechano y de hoja seca pero ruda, se apoyaba solo a veces en un bastón al caminar, y habíamos de hacer la cama con obligado rigor cada mañana, que nunca la hice tan bien. Fui aprendiendo cada día el pliegue exacto de la sábana en la esquina del colchón, a deshacer sin fallo las arrugas tras la almohada, y observaba a esa mujer como un torrente que ocupaba su chalet con presencia capitana. Me dijo Pepita que su truco para llegar a su edad, así de bien, era evitar que le pegara fuerte el sol en la cara, "porque envejece", y tomar un vaso de vino siempre en las comidas, ahora ya con gaseosa. Pepita pasaba las mañanas enteras limpiando, limpiando con acelerada fruición y a fondo una zona concreta de la casa: a veces el jardín, otras la sala de juego y herramientas, algunos días el garaje. Echaba horas así, con su delantal puesto. Se subía a sillas para llegar a los rincones más altos, movía pesados objetos de sitio, frotaba con fiereza un mueble, una ventana, barría todo. Se movía por la casa como un fajo de huesos, como un haz de ramas que dan la sensación de ir a quebrarse y qué va. Paraba solo a ratos, a beber agua o sentarse, pero poco. Si alguien se acercaba, entablaba conversación muy sonriente y seguía a lo suyo, sin el descanso pretendido por sus hijos y nietos. A la hora de comer, verla era un deleite. Se llenaba las manos de costillas, y chuletas, y de entraña, comía del plato de patatas, devoraba la ensalada, se llevaba el vaso a la boca con una sed de pelea. Al acabar, se despedía de todos y entonces se iba el salón, a echar la siesta y pasar la tarde, como cada día programada: dos telenovelas, un concurso largo, crucigramas, lectura de revistas o de libro. Cenaba pronto y poco, apenas un yogurt. Y se iba a la cama, a su cama perfectamente hecha. Y es que tenía el empeño militar por las camas bien hechas, es decir perfectas y sin trampa; dejábamos cada mañana la puerta de la habitación abierta para que pudiera ver la luz posarse sobre mantas y edredón, y de un vistazo y en silencio descifraba así el trabajo de debajo y su valor. Yo seguía los pasos de Martín, y trato de recordarlos ahora. Miro mi cama y parece un burruño, pienso con qué velocidad se olvida todo; no somos nada. 

Me observo las agujetas, los días después de hacer deporte, tan precisas, como reprochando cada músculo su falta de movimiento habitual. Hago deporte con Diego. Junto a la mesa del despacho, mi ahora lugar de teletrabajo, entre sillas y revistas y cuadernos, imitamos uno de esos vídeos de youtube en los que un tipo se mueve todo el rato y retoza por el suelo. Cuesta seguirle el ritmo. Le pido a Diego que le baje el volumen al vídeo porque ya no soporto la voz que trina y no deja de animarnos. Hacemos sentadillas, flexiones, esprints en el sitio, pequeños saltos. Y mi madre nos regaña, nos dice que dejemos de dar golpes. Yo empiezo a sudar pronto y me canso. Seguimos saltando y mi madre nos vuelve a regañar. Me escaqueo en algún que otro ejercicio. Luego, algunas tardes, salto a la comba o me pongo a hacer elíptica, pero la elíptica me aburre y después de siete minutos y medio la abandono. El perro, a veces, en tanto que hacemos las flexiones revolotea alrededor y nos molesta, se pone nervioso y se mueve sin entender nada, nos lame la cabeza o ladra. Da la sensación de que el tiempo así se comprima también, y en seguida miro la hora y apenas queda día para todo lo que querría haber hecho, quiero hacer, querré mañana. Y pienso en si es culpa del móvil, de nuevo las pantallas, y si meterlo a un cajón un par de días. Empapado en sudor, pienso en si echo de menos salir a correr de cuando en cuando y su cansancio, esa sensación de irse de casa a buscar un recorrido, durante diez, doce o catorce kilómetros, y volver henchido de energía y renovado. Y empieza a llover con fuerza, con un sonido lánguido que cae desde el techo de la casa hasta el salón, dejando en el ambiente un poso a invierno a punto de extinguirse. 

Ahora me ducho por las noches. Luego estiro un poco, me miro al espejo, me veo la barba creciente. Me pongo el pijama, las zapatillas de andar por casa. En realidad, ya es primavera, y me asomo a la ventana de mi cuarto a ver anochecer. Como el cielo lleva todo el día encapotado, en vez de descorrerse el sol como una carpa, tan solo se va tornando el tenue azul en gris oscuro. Se van encendiendo algunas luces en las casas de la zona. Pienso que tengo que poner una lavadora, pienso que quizás más adelante. Tengo el armario hecho un desastre y debería ordenarlo, quizá también más adelante. Pienso en un hotel de Granada en que estuve hace poco, en su patio interior de naranjos y farolas. Algunas farolas van escupiendo poco a poco amagos de luz como si fueran velas, una luz que fluctúa hacia los lados parpadeante al principio y luego enseguida se asienta. Pasan grupos de pájaros en diagonal, y trepan en bandada la cascada de ancho cielo hasta desaparecer por encima del tejado. Estoy viendo el día irse por la ventana y la sensación es de sueño y comodidad. Miro la zona comunitaria convertida en pinar líquido. 

David pasa estos días en su casa junto a Ana, y envían al whatsapp fotos de puzzles y copas de vino, de David en delantal cocinando barbacoa en la terraza o lomo andino en la cocina, de David jugando al ordenador y Ana leyendo. Les vi hace poco. Cenamos pizzas en casa del hermano de David, jugamos a un juego de mesa y yo hice trampas y aun así perdí. Casi al final de la partida, hacía trampas intentando que ganaran los demás y se acabara de una vez. Ana regañaba a David por tomárselo muy en serio, o porque hubiera comprado tantas botellas de alcohol para estos días, también se reía porque un hombre le había estornudado en Mercadona. Llevaban ya casi una semana metidos en casa de David, los dos juntos, solo saliendo a pasear al perro y hacer compra. Ana decía que no paraban de dormir, que se levantaban a las doce y a las tres ya estaban durmiendo la siesta. Comían con vino y por las noches, tras la cena, David se servía una copa y le servía una copa a ella también. Después buscaban una película o una serie. Ana es simpática e inteligente, tiene un estupendo sentido del humor. Siempre he pensado que si el mundo se acabara, David sería seguro uno de los últimos supervivientes; nunca he conocido a nadie tan bien preparado para el apocalipsis.  

Hago la lista de la compra: cervezas sin alcohol, frutos secos, chocolate, revistas, patatas fritas, nachos, salsa para untar los nachos. Pienso sobre qué escribir estos días. Pienso si ensayar descripciones, como hacía Pla. Si probar a describir la calle de casa, no sé. Pienso si dedicar una entrada entera, para practicar, a los tejados de la urbanización. Voy al súper con el coche. Cojo el volante como si no condujera desde hace meses, satisfecho y en tensión. Conduzco cinco minutos y aparco en la puerta. Una de las trabajadoras recibe a los clientes con gel de manos. Miro a ver si hay revistas, pero no encuentro ninguna de las que me apetecería comprar. Cojo algunas de las cosas que me había apuntado, otras se me olvidan. Busco los frutos secos que me ha pedido Diego, sin éxito. Me pierdo en el pasillo de los panes, tratando de esquivar a una señora que sin darse cuenta se me acerca todo el rato. Al ir a pagar, contemplo a la cajera con cierta sensación de extranjería. Lleva mascarilla y guantes, y pago con tarjeta. Al volver a casa, me encuentro a un vecino que pasea con los perros. Se ha parado, al verme llegar con el coche, y espera a que me baje para charlar. Le han operado hace poco del corazón, y pienso si sobre todo él no debería quedarse en casa en estos días, pero ahí está, ya le he visto varias veces en la calle paseando con los perros. Sus perros son dos yorkshire grises, pequeños, regordetes, muy tranquilos, que me miran fijamente. Él me dice que en su casa, las dos hijas adolescentes no paran de chatear con las amigas; "todo el día con el móvil", dice. Está parado en mitad de la calle, sonriente y tranquilo. Me pregunta cosas que hace tiempo que no hablamos, que puede que nunca hayamos hablado, qué tal está Antonio por Austria, cómo vamos por casa. Luego se marcha muy despacio. 

A última hora del viernes, pongo una lavadora. Cuando despierto, a mediodía del sábado, resulta que me he olvidado de sacar la ropa. A veces me suceden estas cosas. Al final, esta mañana, la ha tendido mi madre al darse cuenta. Paso mis primeras horas del sábado leyendo prensa y escribiendo. Y pienso qué libro empezarme. L me dijo, tras leer algunos de estos textos, que se nota que me sale natural. Y entonces me viene a la cabeza todo lo que ando reescribiendo y lo mucho que me gusta ese proceso. Los empiezo a pluma, en el cuaderno. Después los paso al móvil, cambiando casi todo. Luego me mando el texto al ordenador. Leer en superficies distintas me da distintas lecturas y me agrada. Y en el ordenador reagrupo párrafos, corrijo, quito cosas, reescribo casi todo varias veces. Lo que me encanta de escribir textos breves es el goce de corregirlos, la facilidad y dispersión con que se pueden retocar; lo que más disfruto es todo esto, tener el texto siempre a medias, me da igual terminarlos. Me gusta que me refresque un poco en la escritura, y me lo tomo como puro entrenamiento, pero también como algo ocioso e inútil. Al fin y al cabo, es ensayar una y otra vez cómo decir las cosas, cómo decir una y otra vez las mismas cosas. 

Apenas comemos, me tumbo a dormir la siesta. Estoy a punto de quedarme dormido y oigo de fondo la tele y fuera llueve, el tiempo es suave. 


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