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martes, 17 de marzo de 2020

Me levanto temprano, a las ocho y media, me siento a desayunar un vaso de leche con chocapics, estando la casa en silencio, y leo los periódicos en el móvil. Aunque, a voluntad, me voy desinformando poco a poco, me reconcilio con lo inútil. Decido ir quedándome al margen de algunas noticias, de ciertos foros e hipótesis. Me dejo llevar por unos pocos columnistas, según van contando; busco las páginas de cultura que tengan algo de improbable, un guiño al mundo como lo es cuando sucede etílico. Me doy cuenta que sobre todo me apetece leer qué no es noticia: alguna descripción del cielo o el color del trigo en marzo, siete párrafos sobre el pastar de las vacas en el campo y su digestión. Paso de titulares, de porcentajes, de gráficas. Quiero textos largos, frases danzarinas, reflexiones acerca de nada. Desayuno a gusto, en casa duerme hasta el perro. Empieza a llover. O lleva lloviendo ya un rato. Echo, casi dormido, un puñado tras otro de cereales de chocolate en la leche del tiempo, que bascula y se derrama y mancha el mantel. Resulta acogedor oír la lluvia, sentir de pronto alzarse su cadencia, predispone a esta inercia de abandono, de pasear satisfecho por la casa. Observo la luz, cómo evoluciona por la casa, pensando en lo que escribía Balthus: "Hay que aprender a atisbar la luz. Sus inflexiones. Sus fugas y sus filtraciones. Por la mañana, después del desayuno, después de leer el correo, informarse sobre el estado de la luz". 

Me escribe José Manuel. Me dice que está preocupado, por sus padres, por la gente que conoce, por la economía española. José tiene asperger. Es un antiguo compañero de oficina. Hacía paquetes y envíos. Aprobó unas oposiciones y ahora trabaja en otro lado. Hace poco estuvimos L. y yo en los cines Renoir Retiro viendo la película Especiales. Nos gustó, lo pasamos bien, nos reímos, nos hizo pensar; aparecía un personaje que yo identificaba todo el rato con José, desprendía la misma simpatía y ese humor involuntario que encandila. Salimos del cine hablando de él. Hacía una noche fría y subimos caminando hasta coger el metro, creo, o puede que volviéramos a casa en taxi, no me acuerdo. Sé que comimos chuches y palomitas con chocolate y que yo me empaché y que teníamos sueño y que era viernes y se fue levantando un viento suave hasta hacerse casi huracanado a medianoche. 

Vuelve a llover. Llueve una lluvia rizada, gaseosa. El cielo está amarillo, como encendido todo él por una sola farola. La terraza se va inundando, y me asomo a la ventana del salón a ver en los plásticos tejados rebotando el agua, la luz del día hoy que ya es más clara. Todo el verde de la zona se enjabona, rezuma un vaho que, desde aquí, parece el de unas termas. Así tan pronto dan ganas de coger el coche bajo la lluvia, conducir en silencio hasta una gasolinera y ya sin rumbo, hasta que te detengan. Suenan varios truenos de seguido, como escraches. Escribe Balthus: "Comprobar el estado de la luz, pues. Este día que empieza hará avanzar el cuadro. Que lleva mucho tiempo en camino. Una sola pincelada de color, quizá, y la prolongada meditación delante del lienzo. Solo eso. Y la esperanza de domar el misterio". 

Cojo uno de mis cuadernos, que últimamente escribo a pluma, e intento apuntar cosas sobre el estado de la luz. Escribir a pluma da un placer distinto, más pronunciado, y me anima a escribir de cualquier cosa. La pluma me la regaló mi madre, hace no mucho. Es una pluma cara, buena, que desliza de maravilla y dicho desliz invoca algo de la infancia, esa época preadolescente del colegio en que nos obligaban a escribir a pluma, cuando lo único que queríamos era poder escribir con bolígrafo y dejar de cambiar cartuchos todo el rato. Y me pongo a ojear los cuadernos, lo escrito en los últimos días, a ver qué hay interesante para copiar por aquí. Pero casi no entiendo mi letra. Los textos largos me cuesta descifrarlos. L me ha regalado varias libretas de su trabajo, que guardo deseando empezar. No sé por qué, siempre apetece tanto empezar un cuaderno nuevo y con qué facilidad luego se abandona. 

Creo que voy a durar con este blog uno, dos días más, quizá, y me lo borraré. Me apetece embarcarme en la ficción. Quizás empezar unos relatos, otra cosa. Y escribir un poco para mí. Retratar mi naufragio por casa es interesante, está bien, pero también me apetece lo otro. 

Le paso a Irene mis textos. Es una buena crítica, un poco dura. De vez en cuando me destroza algo, si bien es cierto al final me anima a seguir adelante, corrigiendo mucho. Le paso un cuento. Me dice que le gusta. "Si escribes así, más sencillo, me parece que queda mejor, o al menos a mí me gusta más". Me pregunta qué voy a hacer con el cuento. Me pregunta si lo voy a alargar o a dejarlo como está. Me señala un error. Como es un cuento corto, casi un microrrelato, pienso si copiarlo por aquí. Y al final me animo. No sé si se puede ver así. Pero prefiero incluirlo aparte. 

Tengo ciertas dudas a la hora de escribir ficción en primera persona desde la posición de alguien que no soy, no puedo ser: padre, marido, etc. Pero me agrada. Pienso esa primera persona que utilizo, en la que me siento tan cómodo, y en la credibilidad que pueda tener una historia ajena a mí, y hasta dónde se puede estirar  dicha voz narrativa sin que se doble y parta en la aspereza del texto no ya para un posible lector, sino para mí, sin que todo rechine a inventado. Por eso me gusta leer a Javier Marías los domingos, por si acaso, para reflexionar de pronto mejor sobre estas cosas; pienso por ejemplo en dos recientes artículos, La cruzada contra la imaginación, Los latidos de esa mente.

Le envío a Irene también la primera entrada de este blog. Considera que está bien, que hay cosas buenas. Me pregunta si quiero que sea un cuento, dice que entonces debería depurar el texto un poco, que si es un diario está bien. "Lo de los niños y los perros que salen a la calle no lo entiendo, no está muy bien escrito". Mi madre me dice que el blog está un poco soso. L me dice que tengo que mimar el lyout. No sé lo que es eso. Me aclara que el diseño. Antonio me dice que ponga mi nombre. Intento hacerlo, pero no sé manejar blogger. El caso es que llevo un tiempo pensando, con eso del trabajo, que es una pena ir arrinconando el acto de escribir, no poder hacerlo cada día. 

La noción de perder el tiempo, hablo con Diego, se diluye. Él está contento, se levanta pronto, dice, para aprovechar el día. Compone canciones, juega a la play, sigue tocando la guitarra, hace deporte por casa, habla con los amigos. Su concepción de esta estancia en casa prolongada ha tomado forma en una dicha calmada, en la oportunidad de hacer sin culpa lo que otras veces sería un poco obsceno entre diario: jugar de nueve a doce de la mañana a la consola, tocar luego la guitarra hasta la hora de comer. Yo lo entiendo un poco así, pero en mis cosas. Aunque el teletrabajo me obligue a un cierto horario, y me deje apenas margen para lo otro. 

Un amigo de Diego, Gonzalo, lleva cinco días encerrado en su cuarto. El miércoles salió a correr. Se notaba fatigado. Por la noche le dio fiebre y, sospechando poder tener coronavirus, lo habló con sus padres y consideró que lo mejor era aislarse del resto de la familia. Ahora les reclama la cena por walkitalkie, y se la dejan en la puerta. Avisa con un grito cuando va al cuarto de baño, para que todo el mundo se aparte. Pasa el tiempo conectado a la play o espiando a los vecinos como en la película Disturbia. O ve vídeos de Padre de Familia. En mi casa seguimos su evolución atentamente, pendientes de qué modo pierde la chaveta. Incluso le pido si puedo mencionarle en el blog. Le hago algunas preguntas. Le pregunto si de verdad cree tener el coronavirus. Dice que seguramente no lo tenga, pero que lo sospechó el primer día, lo anunció, y que ya no puede echarse atrás: su madre mandó la nota por whatsapp a toda la familia, y le han ido llegando mensajes privados estos días de ánimo sin cesar, casi condolencias, que en cierto modo le reconfortan. Le pregunto qué más hace todo el día dentro de su cuarto. Poca cosa. A veces hace deporte saltando a la comba en una esquina. Me imagino a Mandela en su celda trotando en el sitio. 

En mis lecturas, Héctor Abad acaba de llegar a España, a Madrid. Corre el año 99, aún se paga en pesetas. Su exmujer vive con sus hijos en Italia. Él acaba de mudarse desde Colombia y alquila una buhardilla en Lavapiés. Sale a caminar por el Retiro, a tomar algo, a cenar y hacer nuevos amigos, piensa en Cervantes, recupera el hábito perdido últimamente del diario. Limpia la casa, escucha a Sabina, mira las calles, cocina, duerme la siesta, no hace nada, vaguea, paga facturas. Vive un momento de creciente fama como escritor, al menos ya logra, a sus cuarenta y pocos, ganarse la vida entre columnas, colaboraciones y otros escritos. Lleva dos o tres novelas publicadas. Faltan apenas unos años para que salga El olvido que seremos. "Anoche conocí a Javier Marías y a José Saramago. A ambos me les acerqué, les di la mano y les dije con cuánto gusto los había leído, al primero por Todas las almas y al segundo por El año de la muerte... La mano de Marías es regordeta, gelatinosa; la de Saramago, seca, fibrosa, más de obrero que de escritor. No es justo juzgar a nadie por sus manos, pero lo hago". 

De noche, cenando, encendemos la tele, vemos el telediario un rato, buscamos una película. Intentamos poner Contagio, pero no la encontramos en ninguna plataforma. Como estamos hablando con Antonio, desde Austria nos recomienda una película catalana, de esas pequeñas de cine independiente y bajo presupuesto, que vio anoche. Antonio nos cuenta que lamenta no poder salir a la calle a grabar todo esto con su cámara, que graba cosas por casa, algunas tomas, un poco los tejados de la zona y a los vecinos, como Gonzalo. Ponemos la película, la vemos precavidos, pues no hay quien se fíe de Antonio, pero nos gusta. Se titula Yo la busco, está dirigida con gracia y soltura, el protagonista sostiene la película entera con sus gestos, su ropa, su aspecto, su voz y su devenir a la deriva en la ciudad, él con su aura de tipo despreocupado andando hacia el final de la noche. Mi padre dice que a la película, para ser redonda, le falta una Jean Seberg; dice que ni Jean-Paul Belmondo habría sostenido él solo Al final de la escapada. 

Mi padre me dice que la tía Marele y sus hijos tienen el coronavirus. Que no se han hecho las pruebas, pero lo saben. Me dice que la tía Marele le ha contado que uno se da cuenta al instante. Anoche mandaron una foto al whatsapp de la familia, viendo la tele los tres con mascarilla. Dice que están con tos, cansancio, fiebre. Ojalá no sea grave, pero pienso que lo mejor no es tanto que se recuperen como que se agudicen un poco los síntomas y pueda entrevistarles con cierto interés para el blog. De todas formas, la noticia no me ha sorprendido: siempre supe que de la familia la primera en pillarlo sería la tía Marele.



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