miércoles, 15 de abril de 2020

A la hora de la cena, que es antes o después según los días, preparo dos pizzas, una con queso de burgos, pavo y rodajas de tomate, otra con gorgonzola, bacon y chorizo. Enciendo el horno, abro la puerta de la terraza donde está la ropa tendida y entra el aire frío de la calle con una fría humedad de lluvia concluida. Hay en la cocina una mesa redonda, de madera vieja y cinco sillas. La mesa tiene un dibujo de flores coloridas en el centro, y corto encima el tomate, mientras pienso en lo poco que he cocinado estos días. La semana pasada hice unas patatas fritas, para acompañar unos filetes en la cena. Y preparo ahora las pizzas, y ya. Es poco, incluso Diego ha ido sorprendiendo con alguna que otra ensalada, una tarta de queso, unas galletas de café o tortitas. Pero yo me he ido abandonando a la pereza en general y en concreto a la vida itinerante, nómada, del que va de una habitación a otra sin pensar en qué se come, qué se cena en esta casa. Compré en Carrefour masas de pizza e ingredientes. La masa de siempre estaba agotada. Tampoco quedaba mozzarela de la que me gusta. Estiro las masas, las aplasto con ambas manos. Esparzo el tomate solís en sendas superficies, y hecho la mozzarela por encima. Corto trozos de pavo, el queso. Cocino en pijama, me limpio las manos, con grasa del bacon y el chorizo, y me mancho el pantalón. Cada vez que cocino, lo pongo todo perdido. Meto las pizzas al horno, me abro una cerveza y espero leyendo en el sillón. Avanzo en Las correcciones, un par de noches después tardo en dormirme y termino de leerla, novela familiar donde conviven y chocan la intimidad y los deseos de dos generaciones: cinco seres distanciados de sí mismos y entre sí, habitados por rencores y nostalgias y secretos que perfilan su día a día avanzando sin remedio y pese a todo hacia otras navidades en común, las últimas; personajes que apenas perceptiblemente se transforman a lo largo de las páginas, pero lo hacen, y ese leve cambio que se produce denota lentamente en victorias y derrotas todas contenidas en una misma cosa, el paso del tiempo, que los lleva hacia delante y los une y los separa y los sostiene. Así, sigo leyendo y pasa el rato, y vuelvo a la cocina a ver cómo van las pizzas. Se han chamuscado un poco por arriba, pero la masa está crujiente y en su punto. Escribo a L y le pido una opinión sobre el libro, dice que prefiere Libertad, pero que le ha gustado, que le parece un "retrato fantástico de la clase media norteamericana y reflejo de las relaciones humanas a través de la compleja psicología de cinco personajes absolutamente redondos. Es ingeniosa, cruda, divertida, sentimental, sorprendente y muy humana". Cenamos viendo el telediario, Diego y mis padres asienten con la cabeza en que las pizzas me han quedado ricas, y pienso que un día de estos tendría que cocinar un Pollo al manu, que es mi especialidad. 

El teléfono móvil se me ha roto. Lo tengo desde hace casi dos años. Es un xiaomi, un trasto gris y fino, con el cristal agrietado de un par de caídas. Llevaba ya tiempo sin espacio y funcionando regular. Había tenido que eliminar cientos de fotos y vídeos. Desde la semana pasada, empezó a apagarse varias veces al día, la pantalla se fundía cada vez que la batería bajaba del veinte por ciento. Al final, decido pedirle a Diego su viejo móvil, mejor que el mío y casi nuevo, para quedármelo. Le pido también la carcasa que lo cubre. Y paso la tarde haciendo el papeleo digital para tratar de recuperar en éste algo de lo que guardo en el otro. En cada cambio de móvil, a lo largo de los años, he ido perdiendo porciones de cosas vividas guardadas en lo multimedia que tuviera, los contactos, con cierta displicencia, como si aquello que me había pertenecido de forma cibernética en una época no tuviera por qué seguir conmigo en la siguiente. Espero mientras se sincronizan los datos con mi cuenta de gmail, se cargan los archivos de whatsapp, las notas, el listado de contactos, y descargo la app del banco, la app de correr, una app del trabajo, conecto mi cuenta de spotify, mi cuenta del periódico, mis favoritos de búsqueda en Google, reviso los álbumes de fotos y vídeos. Pienso en de qué modo podría prescindir de un móvil ahora mismo, lo pienso honestamente, desbrozando situaciones del día a día mentalmente: creo que de ninguno y eso me deja inquieto. Hay cosas de lo social, del trabajo, del ocio, de los viajes, enormes comodidades y ventajas, que tengo ya tan ligadas al teléfono, que considero me vería desubicado sin su acceso, sería un retroceso torpe renegar de todo ello. Y me pregunto si no terminará por ser cierto lo que decía Diego un día, que sin móvil no seas nadie, ya no existas. 

Hace un día de sol y nubes, temperatura cálida y tengo la sensación por fin de haber asimilado esta estación, como si el solo proceso de verle crecer los ribetes de luz anárquica al jardín, que crecían ya en la memoria, fuera evidencia del paso del tiempo. La demostración de que el día avanza, que los días se suceden, que las semanas se van dando una detrás de otra y no se superponen, la contiene la forma en que ahí afuera el clima se perfila hacia el verano, en que la flora es más densa, de pronto, más álgida, más ruidosa, y aquello que la puebla se va definiendo mejor. Me paso la mañana sin éxito, sentado en el sillón con el perro en las piernas y ni leo, ni escribo, y miro mi móvil nuevo, confundido en los nuevos procesos de teclado, alarmas, notificaciones que trato de aprender. Mi madre vuelve de la compra y el perro me abandona, sale corriendo tras ella. Y no sé qué hacen los vecinos, que retumba tanto la casa. Han debido encender al mismo tiempo el cortacésped, la taladradora, la lavadora, todo aquello susceptible de temblar y hacer que tiemble alrededor el mundo, pues de pronto parece que la urbanización entera esté por venirse abajo. La solaz mañana, en que me esparzo perezoso, va cubriendo esos ruidos y salgo a leer al sol.

Antonio nos contó hace unos días que vivió el rastro de un terremoto en Graz. Hubo un terremoto en Zagreb, Croacia, y llegó residual al sur de Austria, despertándole en mitad de la noche. Pensó que estaba teniendo una pesadilla, que no era su cuarto que temblaba sino él, mareado, y se volvió a dormir, "o no sé si de la impresión me desmayé".   

Hay en el proceso de devolver de la escritura una opinión, una ambivalencia real que me parece sobre todo saludable, y que de la escritura escueta de estos días me sirve extrapolarla a cosas mayores: que lo que a uno le gusta, a otro no, y lo que a éste le encanta, a aquél le irrita, y viceversa, y así sucesivamente, y que nunca se sabe. Envío los textos que vengo escribiendo a la mayoría de grupos de whatsapp que tengo, para quien quiera ojearlos, y hay grupos de whatsapp en los que ya nadie responde, y queda el texto flotando como un astronauta en el espacio que se aleja de su nave. Mi amigo David me dice que deje de spamearle el teléfono. 

Este tiempo cíclico, pienso, es oportuno. Se vuelve distraído este observar el sol salir, después llover; cambian los tonos de luz, el cielo todo el rato. Tom busca por casa a alguien con quien sentarse. Si a media mañana no hay nadie en el sofá, se empieza a quedar dormido de pie y entonces gime y se apoya en los escalones esperando a que alguien le coja en brazos. Tom quiere poco: comer, salir a la calle, dormir, compañía, pero lo quiere todo el rato. A medida que se hace mayor, se le van escurriendo las patas traseras, se le cae la lengua de la boca como un trapo, bosteza y rebufa y estornuda con más frecuencia, y se ha vuelto más sensible a quedarse no ya solo en casa sino hasta en una habitación. Le gusta el fútbol y es del Osasuna. Mi madre, en estos últimos días, cada vez que me pido sacar al perro a la calle, se escapa con él sin decir nada y antes de lo previsto, sigilosa como un ninja. Cuando escucho la puerta de casa cerrarse de golpe, y pregunto quién ha salido, no hace falta que me respondan para saber que he sido de nuevo traicionado. 

Diego termina de leer De qué hablo cuando hablo de correr y Tokio Blues en apenas tres días, y lee ahora After Dark, también de Murakami, poco convencido. Le ha pillado, en apenas este espacio brevísimo de tiempo, tanto el punto al autor japonés que ya no le pasa ni media. 

Me llama L a media mañana. Es extraño porque no solemos hablar apenas hasta la tarde. Dice que no me voy a creer lo que le acaba de pasar. Dice que han llamado al timbre, que era su vecina, una mujer de mediana edad, para pedir ayuda porque su madre se había caído y abierto la cabeza. Resulta que la madre tiene 90 años, demencia senil y, cuando se ha caído, estaba preparando una bolsa para fugarse, considerando que estaba secuestrada. Ha quedado la mujer en el suelo con una mancha de sangre brotando de la cabeza y manchando alrededor. Han llamado a la ambulancia. Los médicos, al teléfono, le han pedido a L que tapara la herida e hiciera presión. Dice L que lo más duro ha sido ver los coágulos de sangre colgando, que entonces ha sentido cómo se le iba revolviendo el estómago hasta palidecer. "Se me han puesto los labios morados". Al final, la ambulancia se ha llevado a la anciana y su hija al hospital. Le han pedido a L que se quedara con el perro, un yorkshire que se llama Golfo. L me manda un vídeo del perro paseando campechano por esa casa ajena a él, contemplándolo todo con novedad de viajero. 

Hago deporte. Pedaleo despacio en la elíptica hacia los treinta minutos, que se acercan lentísimos. Mientras tanto miro el móvil, vídeoclips en youtube. La bicicleta elíptica es antigua y parece que alguna de sus piezas pudiera fallar en cualquier momento, y caerse entonces el aparato hecho añicos al suelo y yo detrás. Pedaleo cada vez más deprisa y al fin me detengo. Cansado de la elíptica, o aburrido, pruebo con Diego a hacer ejercicios con un vídeo tutorial de un tal Fausto, que desde el paseo marítimo de Playa del Carmen grita "ánimo guerreros, mis guerreros". Hacemos un calentamiento de casi veinte minutos, en el que saltamos arriba y abajo y abriendo y cerrando piernas y brazos. Luego, imitamos varios burpees, donde araño alguna que otra flexión y me escaqueo en las sentadillas. "Vengan a mí los dioses de África", dice Fausto, mientras nos anima. "No se rindan mis guerreros, ustedes no se rindan". Y le pregunto a Diego que cuánto falta. Miramos el vídeo, que apenas va por la mitad. Fausto es un tipo negro y musculoso, que refulge sudor en todos sus vídeos y esparce un discurso motivacional cuanto menos simpático. "Aquí no me abandonen, mis guerreros, hasta el final". Pero yo no estoy todavía a la altura del compromiso de Diego y abandono un rato antes. Y pienso a ver cuándo puedo volver a salir a correr. 

Acometo algunas tareas del hogar, no demasiadas. Cambio la ropa de cama. Descorro las cortinas del cuarto, abro la ventana. Luego trato de poner una lavadora, pero la lavadora está ocupada. Abro la tabla de planchar, enciendo la plancha y aviso a mi madre, porque no me acuerdo de usarla. Consigo que caliente, pero no sale vapor por más que aprieto botones. Resulta que falta echarle agua al chisme. Apenas he planchado unas pocas veces en mi vida, pues suelo llevar las camisas arrugadas y metidas por dentro del pantalón, con aire moderno, pero una vez que empiezo es una actividad que me resulta relajante, no me molesta demasiado. Mientras plancho, me acuerdo de aquella vez en Londres, buscando trabajo de camarero. Hacía una prueba en un restaurante elegante, cerca de casa, donde servían mucho vino tinto y jamón serrano. Era media tarde, servicio de cena, vestía camiseta negra, pantalón negro, zapatos negros. Varios compañeros me llevaron a una despensa y me recomendaron que me planchara bien la camiseta. Me  quedé a solas, con el torso desnudo y una plancha, y esperé hasta considerar que estaba suficientemente caliente para deslizar la superficie lisa por encima de la camiseta, abrasándola entera, dejando una mancha de quemado que la cubría desde el cuello hasta la altura del ombligo, una mancha gris que por más que frotaba y frotaba no se iba. Me puse corriendo la camiseta, la metí por dentro del pantalón, más arrugada y ahora sucia, como si me hubiese tirado encima una cocacola entera, y salí al salón, a pasear entre los otros camareros, procurando no llamar la atención, que nadie se fijara mucho en mí. Serví platos, tiré cañas de solo espuma, y pasé la fregona tras la barra. Al rato, el encargado nos juntó a todos y, con la cara descolocada, preguntó quién se había dejado la plancha enchufada y encendida. Dijo que si habíamos perdido la cabeza, o algo así, ahora enfadado, e insistió en quién había sido. Levanté la mano tímidamente, esperando a que se delatase otro antes que yo. El encargado me calcinó con la mirada, se fijó en mi camiseta y creí ver que le estallaban dos venas del cerebro. Yo apenas hablaba inglés, así que balbuceé un par de cosas, dije so sorry, me encogí de hombros y acabé mi turno. Antes de irme me escondí en el bolsillo dos lonchas de jamón, que me comí de vuelta a casa. Luego nunca me llamaron.

Cuando termino de planchar, miro las camisas que he ido acumulando, colgadas de las distintas sillas de la habitación, y me pregunto por qué siguen arrugadas. Cojo alguna y vuelvo a pasar la plancha por encima, sin éxito. Aliso los brazos, la estiro, y pruebo a plancharle un costado, luego el otro, con minucioso esfuerzo, la cuelgo de su percha y contemplo la camisa arrugada y me pregunto por qué. Más tarde, Diego y yo ayudamos a pasar aspirador y fregona por algunas habitaciones de la casa. 

Ato a Tom y salimos a la calle. El césped del parque ha ido creciendo a ramalazos estos días. El cielo, encapotado en su mitad oeste, deshace su bóveda en grises oscuros. Se empiezan a escuchar algunos truenos y arranca una lluvia pendular que no cuaja del todo. Llevo conmigo el paraguas rojo de mi madre por si acaso. Cae a lo lejos el fogonazo de una luz azul, como de un rayo espurio, y de seguido se alza una cacofonía de la tierra que rebota en el parque. El parque está lleno de barro y pienso que la tormenta va, no viene. El viento agita las ramas más altas de los plátanos. Hablo con L por teléfono y empieza a llover de verdad. Abro bien el paraguas, que se dobla todo el rato por el viento, y me meto con Tom bajo uno de los árboles que cercan las pistas de fútbol. Está diluviando y miro alrededor, caer esta guillotina de agua, y pienso que es una nube pasajera y que tiene que pasar pronto, pero no amaina, arrecia cada vez más, y el perro, que curiosea los arbustos de nuestro lado, empieza a ocultarse bajo el rostro de la lluvia. Así que echo a correr hacia casa, con Tom siguiéndome. Le miro y veo que se va encharcando entero, su pelaje se inunda y corre como a cámara lenta, en un trote cochinero nada heroico, con la lengua fuera y la cabeza pesada. No sé si alguna vez le he visto tan mojado. Al llegar a casa, le meto en una toalla y le froto todo lo que se deja. Luego, le paso el secador, cuyo calor denso recibe a gusto y se sienta junto a la pared. La lluvia va dejando en los cristales de la casa una densa opacidad, resbaladiza, renovada constantemente en ondas incoloras, que se van volviendo piedras de granizo, y que rebotan en el techo de los coches como pelotas de fútbol. Tom se zarandea, agita el pelaje y se va a la cocina a beber agua. Yo me quito la ropa y me meto en la ducha. 

Antonio nos recomienda Un profeta. A ratos, en su primera mitad, me produce la película indiferencia, pero luego me termina encantando. El ascenso de un hombre sin lazos a la cúspide del trapicheo carcelario está interpretado por un actor en quien creo reside gran parte del mérito de la película, al menos una parte importante. Combina discreta y diestramente en sus mínimos gestos la arrogancia de quien no tiene miedo porque cree no tener nada que perder con el nerviosismo de quien se ha visto obligado a residir en el mundo siempre alerta: rodeado de un sinfín de estímulos de incertidumbre tales como palizas, muertes, amenazas, engaños. Y hace todo esto en cualquier plano con la misma solvencia, sin perder fuerza ni credibilidad. El personaje se va volviendo carismático no tanto por el aura carcelaria que atraviesa impávido, sino porque del actor se desprende una amalgama de furores, como fiereza, duda, determinación e intemperie, que reprimidos van asomando a coletazos bajo la capa superficial de una templanza imposible.

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