jueves, 9 de abril de 2020

Hace calor y salgo a pasear con el perro y bajo la calle hasta el parque. Me he puesto el abrigo, no sé por qué rara intuición de frío inhóspito en un rato, que no llega, y empiezo a sudar y me abro la cremallera y dejo que me entre el aire templado de media tarde; no me apetece cargar con el abrigo en brazos y no me lo quito. Revolotea el polen en tornados minúsculos ante los tonos oscuros de madera y ramaje de los pinos y olmos y un sauce del parque, brillando el polen como granizo ingrávido, y busco un banco donde sentarme a leer. La explanada entera está encendida por un abril con luz de agosto, pasan cerca otras personas con sus perros, y nunca algún vecino me pareció tan distante, y pienso de pronto si no puede ser que alguien de las casas de alrededor se moleste por verme sentado en un banco y leyendo, y observo los bancos vacíos del parque y la arena ocre orillada en montículos de tierra alrededor. Me inquieta que alguien se ofenda, que me insulte o, peor aún, me grabe y viralice, pues no son pocos los casos que circulan estos días por las redes. Pienso que, si me siento a leer con el perro a un lado, puede ser que algún vecino considere con razón que estoy ocioso y distraído en el parque, bajo el sol, en vez de cumpliendo con la obligación de estar en casa. Se supone que al perro hay que sacarle poco, apenas a que haga sus necesidades. Así que decido seguir caminando y volver hacia mi calle. Y regreso disgustado conmigo mismo y con el mundo, mientras retrocede el día, deshaciéndose el cielo claro, y voy leyendo pero el hecho de leer de pie mientras camino se hace incómodo, con el perro tirando de mí por la correa a cada poco para detenerse en seco y siento que no avanzo, y trato de concretar mentalmente que ya es Semana Santa. 

Ahora que ha llegado la Semana Santa, me acuerdo de aquella que pasé con Diego y mis padres en un cortijo a las afueras de Jerez de los Caballeros, localidad de la provincia de Badajoz. Fue hace tres años, todo alrededor era campo y atardeceres rosados y encinas y vacas, el pueblo era pequeño y lleno de cuestas, con calles estrechas y casas blancas y antiguas, entre las cuales se alzaba la iglesia puntiaguda, y para llegar del pueblo al cortijo había que descender en pendiente casi vertical una ladera, pasar junto a una gasolinera y seguir en coche hacia el campo durante al menos quince o veinte minutos, por carreteras secundarias de un solo carril en cuyas curvas había que ir pitando por si acaso venía alguien de frente, a cuyos lados se veían otras fincas, jaurías de cerdos negros tras vallas viejas de madera, vacas subiendo y bajando cuestas de césped verde y amarillo, y a veces caballos blancos. La casa era una casa pequeña en una finca enorme. La casa era un rectángulo de piedra con un jardín de hierbas secas crecidas hasta las rodillas, por donde era divertido andar junto a los perros, que desaparecían asombrados de su propia repentina no existencia. La casa era de un viejo filósofo que había trasladado su residencia habitual a Madrid y utilizaba ésta como su segunda biblioteca, y así estaba llena de libros, que cada pared era una estantería cubierta de tomos en los que podías encontrarte cualquier cosa, buena o mala. Me acuerdo que mi madre nos estuvo regañando varios días a mi padre y a mí porque decíamos, no sé si en broma o en serio, de llevarnos de vuelta a casa varios de esos libros, justificando el robo en que de tantos que había allí apenas se notaría. Yo creo que mi madre no lo sabe, pero terminé por llevarme dos. En un principio planeaba llevarme tantísimos, incluso los había distribuido por la cama para ver si me cabían en la maleta, que hoy se me caería la cara de vergüenza, y los dos que me llevé fueron un ejemplar de una antología cutre de Cernuda y El don de la ebriedad de Claudio Rodríguez. Aún los conservo con cariño y un difuso sentimiento de culpa. Mi padre fue un poco más agresivo, pues se quería llevar las obras completas de Shakespeare, contenidas en una edición de lujo, tapa dura, color negro mate, precioso, de varios tomos gigantes, lo cual a mi madre ya le pareció un disparate, y no hubo manera.

Me acuerdo del césped creciente perlado de rocío en las mañanas, de las vacas pastando, las crestas rizadas de las colinas colindantes a la casa, los caballos de crin dorada que trotaban distraídos en la zona, de comer en el jardín interminable, de leer a todas horas, del calor del día y del frío acogedor de por las noches, cuando el pueblo iluminado resaltaba en el horizonte como un faro fijo, de poner la chimenea, y que Diego se aburriera un poco porque apenas llegaba internet. Alguna tarde salí a correr, y se veía la casa a lo lejos, alzada en mitad de un llano, y en la distancia el pueblo coronando una montaña, partido en su mitad por un acantilado, con la aguja de la iglesia fijada al cielo por encima de todo, y veía los pájaros volar en semicírculos, mientras avanzaba por un carril de tierra junto a la carretera, con una luz naranja y oscilante que dejaba en el aire un olor a campo inagotable. Y miro esta luz de aquí en casa, la luz que avanza del día, y el cielo que se deshace de nubes y brilla, y este sol de la calle que arrastra fugitiva la tarde hacia la noche, y escucho a los perros que ladran, los aplausos, los últimos piares de los pájaros hasta mañana, y todo va quedando en reposo como un niño, y en huelga de viento se va cayendo el aire caliente de la tarde hasta cubrir como una pátina el jardín, y pienso en los libros robados a amigos que tendremos en casa, yo creo que pocos, o los libros que prestamos y que nunca volvieron.

Cae un rebrote de lluvia. L me dice que se aburre, y que mientras habla conmigo está sacando la cabeza por la ventana de casa como un perro, para ventilarse, y que quiere volver ya a la normalidad. José Manuel me escribe al móvil y me dice que está hasta las narices de estar metido en casa todo el día. Y le pregunto qué tal está por lo demás y me dice que depende, porque está encerrado. Pienso si él, con asperger, no puede salir, y luego imagino que como sus padres son mayores prefiere no arriesgarse. Sé que esta cuarentena se le está haciendo dura. También le digo a veces que deje de consumir vorazmente todo tipo de información volátil sobre el coronavirus que le llega al móvil, pues no para de enviarme cosas que cualquiera acabaría saturado, y que no esté todo el día en internet mirando las noticias. Le digo a José que seguro volvemos a la calle pronto, a modo de ánimos, y me pregunta si estoy seguro y qué datos tengo 

Los informativos me cansan, pese a la aparente mejoría de las cosas, o al menos cierta estabilización de la debacle. Pienso si cuando acabe todo esto no dejaré de verlos. Tardo en filtrar la información y procesarlo todo. Mi madre prepara la cena, trucha con bacon. Yo espero picoteando nachos con salsa, me abro una cerveza sin alcohol. Buscamos qué película ver. Hablamos con Antonio por Skype. Al parecer, en Austria, van a levantar pronto el confinamiento. Antonio nos dice que le pillamos viendo una película de Juliette Binoche. Y hablamos de varias películas de Juliette Binoche, cada cual con su entusiasmo. Vemos Lion, en Amazon Prime, que nos recomienda Antonio. La película transcurre con un inicio lento en India, siguiendo la infancia a la deriva de un niño que se pierde y es finalmente adoptado por una familia australiana, una familia buena y de dinero y que lo quiere. Disfruto el callejeo de la cámara por India. El niño me parece un actor magnético, también el actor adulto es estupendo y lo es Rooney Mara, y la historia concluida me parece asombrosa. Pero me aburro un poco, se me hace larga, se me hace un poco intenso el personaje de Nicole Kidman. Mi madre dice que no ha parado de llorar. Mi padre , indignado, dice que no vuelve a hacer caso a Antonio. A Diego le da un poco igual, yo creo que se ha dormido pero no lo dice. 

Leo Las correcciones, de Jonathan Franzen. L se lo ha empezado al mismo tiempo, comentamos algunas cosas de las primeras cien páginas. Hace años leí Libertad y me gustó. Dice Bret Easton Ellis en su último libro que Las correcciones es una novela que le gustaría haber escrito a él. Mi padre la terminó de leer hace poco, con numerosos elogios. Vuelve a ser una honda disección de una familia media norteamericana. Me recuerda en la distancia a algo de Updike, aunque siga prefiriendo a Updike. Me doy cuenta que ya la había empezado. La dejé porque me iba a Austria y tenía otros libros más ligeros que llevarme. Mi madre lee La montaña mágica. Aparece el libro por casa cada día en una esquina, a veces en la mesa de la cocina, a veces en el salón, a veces en la escalera. Lo lee con tal detenimiento que me pregunto si no lleva hoy menos páginas que ayer. Ella dice que avanza despacio porque estos días se queda dormida enseguida, y que según se tumba por la noche en la cama a leer se le cae el libro encima como un piano. 

La edición que tenemos por casa de Las correcciones es vieja y con el blanco de portada desgastado, la compré de segunda mano por dos euros en San Sebastián, cuando fui a correr la maratón del pasado 24 de noviembre. La maratón era el domingo por la mañana, y fui a pasar el fin de semana entero. Me alojé en un hostel del centro, pequeño, agradable, lleno de corredores, en habitación compartida con otras cinco personas y baño común. En el piso de abajo había una cocina amplia que funcionaba como sala de estar, y un escalonado de sofás con terraza que nadie utilizó por el mal tiempo. El sábado me levanté temprano y salí a recorrer la ciudad, hacía un viento huracanado y lloviznaba y busqué librerías de segunda mano en Google. Así pasé la mañana entera en una Read Read, refugiándome del clima, y me compré cinco libros por diez euros. La noche anterior había cenado un Domino's Pizza grasiento y asqueroso, y me sentía culpable y me fui a comer de pintxos. Luego, por la noche, cené pasta y puré, que fue lo que me recomendaron dos chicos malagueños de mi hostel para antes de la carrera. Cené con ellos y una chica italiana. El mayor vivía en Toulouse, Francia, desde que se fuera de Erasmus, y hacía triatlones por Europa. Ahora tenía mujer e hijo y la cara chupada del deporte. Su amigo se había puesto malo de la tripa y decía todo el rato que no sabía si correr. La chica italiana vivía en Cantabria, dando clases de surf, había venido a San Sebastián a pasar unos días y conocer la ciudad, decía que no le molestaba la lluvia. Me preguntaron los malagueños si había entrenado bien, y qué tiempo pensaba hacer. Les conté que había hecho varias carreras de diez kilómetros y tres medias maratones el año anterior, que desde agosto que me apuntara había empezado a entrenar más en serio, corriendo entre cincuenta y setenta kilómetros a la semana, y que a mí me gustaba correr como un paseante, ir viendo el alrededor y pensando en mis cosas, y que si intentaba ir rápido me cansaba, y que sentía había llegado a San Sebastián constipado pero en forma. 

El sábado me acosté pronto y el domingo me levanté antes de que sonara la alarma. Mis compañeros de cuarto ya estaban en pie y me encontré en la cocina con los chicos malagueños. Desayunamos en silencio y mirando con rabia a través de los cristales la lluvia que caía a cántaros en la calle. Aún era de noche cuando salimos a buscar un autobús que nos llevara hasta Anoeta. Atravesamos media ciudad, cortada, bajo la lluvia, y cada indicación que alguien nos daba era errónea, y pasaba el tiempo y estuvimos a punto de llegar a pie y tarde, pues al final cogimos el autobús a apenas unas pocas paradas de distancia y llegamos casi a la hora exacta de salida. Cuando llegamos a Anoeta, yo tenía los pies totalmente encharcados, pero al menos la lluvia amainó y el cielo se fue despejando. Allí nos separamos porque cada uno salía de un cajón distinto y ya no nos volveríamos a ver, salvo de pasada en mitad de la carrera. Me acuerdo en la línea de salida una señora mayor que me preguntó qué maratón era para mí. Le dije que la primera. Y sonrió contenta y me dijo que eso no se olvida. Para ella era su número dieciséis, y debía tener cerca de sesenta años. Me quité el chubasquero y lo tiré a un lado al suelo. 

Y entonces comenzó la carrera, y no sentí nervios ni fui muy consciente de todo el recorrido que había por delante, como si me pareciera imposible completarlo y estuviera decidido a ir viendo sobre la marcha, y empecé a correr a un ritmo constante que mantendría durante las tres horas y cincuenta y dos minutos que tardaría en recorrer los 42km, en los que cruzamos dos veces la ciudad de San Sebastián y sus proximidades. 

Corrí sin muchos problemas hasta el kilómetro treinta. Llevaba bien la respiración y me notaba ágil. El viento había ido disminuyendo y ya apenas molestaba. Me quité el gorro y los guantes, y los tiré. En cada puesto de comida y bebida, cogía todo lo que podía, aquarius, plátano, almendras, agua, chocolate. A partir del kilómetro treinta, sorbiendo de dos geles que me acababan de dar, tratando de dosificarlos, las piernas me empezaron a pesar, a ratos me dolían y a ratos sentía una desconexión con ellas. Corría mirando el paisaje, el mar a un lado, los viejos edificios, mirando los carteles con la hora y los kilómetros recorridos, mirando a los otros corredores: había quien paraba a mear, caminaba, estiraba, o incluso se sentaba junto a una ambulancia cubierto por uno de esos plásticos fosforitos para entrar en calor, y me concentraba en adelantar a los nonagenarios que podía. Cada pocos minutos notaba un pinchazo o un calambre en una de las piernas y confiaba que se pasara, y se pasaba, y pensaba que ojalá no me diera más fuerte, pues si caminaba o me detenía sentía no sería capaz de volver a ponerme en marcha. A partir del kilómetro cuarenta, asumí que ya daba igual que me fallaran las piernas, que me diera un calambre o un tirón y que igualmente acabaría la carrera, y esos dos últimos kilómetros se me hicieron eternos, como si el tiempo se hubiera detenido y la distancia recorrida se prorrogara indefinidamente. Sentía las piernas rodar por su cuenta, en un automatismo desconcertante. 

Cuando llegué a la meta, lo primero que hice fue mirar el cronómetro gigante y alegrarme por el tiempo conseguido, y luego pensar que nunca jamás, lo de correr una maratón. Y cuando traté de detenerme, me di cuenta que el cuerpo seguía impelido a correr, como si no solo las piernas, si no también mis brazos, mi tórax, mi cabeza, siguieran en carrera. Me costó un rato deshacerme de esta sensación, como cuando te bajas de una bicicleta elíptica muy deprisa y sientes que te caes, y luego me invadió un cansancio fenomenal y absoluto, un cansancio amable que me iría creciendo durante los próximos días, teniéndome en un estado de flotación fascinante y donde nada malo parecía podía suceder, y al mismo tiempo mis piernas se detuvieron de pronto del todo y se rindieron. Entonces me di cuenta lo muchísimo que me iba a costar volver hasta el hostel. Apenas podía moverme. 

Fui dando pasos cortos, con la medalla colgada al pecho y un extraño sentimiento de felicidad o satisfacción, no sé, de culminación absurda de algo, embebido entre toda esa masa de gente que iba abandonando la zona de Anoeta, hasta encontrar un autobús, abarrotado de otras personas sudadas y en ropa de deporte, que me devolvió a una distancia que consideré prudente de donde me hospedaba. 

Llegué al hostel mucho rato después, pues caminar cualquier distancia era cada vez más un infierno, y tras una ducha larga y deliciosa de agua hirviendo, y de cambiarme de ropa y coger mi maleta, y peinarme un poco, pregunté en recepción por un taxi para ir a la estación de tren. La chica que atendía se rió y me dijo que estaba al lado. Le expliqué que no podía caminar con la maleta. Se encogió de hombros y dijo que no tenía teléfono de taxis. Salí a la calle y ya no era capaz de levantar las rodillas o articular el solo movimiento de deslizar el pie por el suelo desde el talón hasta la punta y levantarlo, como si mi cuerpo se fuese deshaciendo de sus gestos naturales poco a poco. Busqué en internet paradas de taxis o algún contacto sin éxito, y entonces asumí que tendría que ir andando a la estación y me pareció imposible. 

A medio camino, cuando llevaba ya media hora, moviéndome como un pato, dando cortos empujones a mi maleta azul, pasó un taxi a mi lado y alcé el brazo, casi tirándome a la carretera, y se detuvo. Le dije al hombre que iba a la estación de tren y me dijo, señalando con un gesto de la mano, que estaba ahí delante. Le conté que apenas lograba caminar, metió la maleta en el maletero y le pregunté si podía pagar con tarjeta. Me dijo que no y sacó mi maleta del coche y se marchó. Y seguí caminando, bebiéndome de un trago un powerade, deteniéndome a  descansar y mirar el mar a lo lejos, el perfil gris de la ciudad, y me senté un rato en la maleta a mirar el móvil y pensar ya en otras cosas, como quien se abandona, suponiendo que perdería el tren de vuelta a Madrid, y tan relajado por el ejercicio que me daba igual. 

Al llegar a la estación, celebré tener aún margen y me fui a la cafetería y me comí un plato enorme de huevos con bacon y patatas fritas, bañado entero en ketchup y mahonesa, y me pedí tres pintxos de queso de cabra con mermelada y nueces y varias croquetas, y dos cervezas sin alcohol, y otra croqueta, y la mujer de la barra me miraba fascinada, y me di cuenta que no había fondo en mi estómago, y que comer pocas veces me había producido ese placer. Luego llegó mi tren, y me senté entre otros tantos corredores que también volvían a Madrid, que hablaban con sus respectivas parejas o amistades de la carrera, y me apoyé en el cristal y me dormí, me dormí en un sueño dulce y desperté ya horas después, cuando casi habíamos llegado, con una sensación de reposo que no se parecía a ninguna otra que hubiera experimentado después de carreras más cortas, sólo quebrada al darme cuenta de lo mucho que tendría que andar, escaleras abajo y arriba, por la estación de Chamartín. En Madrid hacía algo de frío, estaba el cielo despejado y había oscurecido. Y me senté luego en un banco, a esperar el tren de Cercanías que me llevara hasta Las Rozas, leyendo Las correcciones. 

Irene me manda audio-críticas literarias de más de dos minutos y medio. Le paso los textos que voy escribiendo estos días y ella me manda audios de voz con sus comentarios. Copio por aquí algunas de sus impresiones de filóloga, que creo son interesantes. "Te has pasado un poco de largo y repetitivo. (...) También, se agradece mucho que cuentes anécdotas, que des detalles. (...) Últimamente estoy escuchando a Aute, estamos en casa todo el día escuchando a Aute, nos vimos un documental. (...) Creo que estás mejorando bastante en la selección de los adjetivos. (...) Yo tengo vacaciones pero voy a hacer poco, la verdad. Tengo programada una batalla de torrijas y poco más".

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