martes, 7 de abril de 2020

Llevo despierto apenas un rato y escribo. Creo que me he quedado sin tinta en la pluma porque no escribe y escribo esto con una especie de bolígrafo-rotulador que hace un trazo similar aunque no el mismo, mancha un poco más. Me da pereza cambiar el cartucho de tinta ahora. Y me da pereza también pensar que luego tendré que pasar esto del cuaderno al ordenador. Doy sorbos a un vaso de leche a la mitad con grumos de galleta y me tomo un paracetamol. Mi pereza va invadiendo otras perezas y se alinean puntiagudas como una carretera de álamos por la que siento circular con el viento de cara, que entra frío y ágil en la mañana a través de la ventana abierta. Aún tengo hambre y escribo un rato largo cosas que luego tacho o dejo sin pasar a limpio. Se hilvana la mañana en el recuerdo de mañanas anteriores y repito la rutina de fin de semana de escribir y de lectura. Llevo despierto apenas un rato y me noto el cuerpo aún con ínfulas de dormido, congestionado, los reflejos lentos, las pestañas pegadas, el ánimo en reposo de momento y la respiración ralentizada y corta que torpemente se desinfla. 

Tan pronto como me despierto, poco antes de que suene la alarma, cuando ya entra la luz amarilla de media mañana a través de las cortinas amarillas de mi cuarto, y llega de la calle la noticia silenciosa de otro día, y escucho apenas por la casa los sonidos familiares de los demás, me ausculto mentalmente todo el cuerpo, a ver cómo me encuentro, y me inclino hacia adelante, cojo el móvil que se carga por la noche a los pies de la cama, devuelvo el cojín rosado que de madrugada tiré al suelo a su sitio encima de la almohada, y me tumbo otra vez somnoliento y aturdido para mirar WhatsApp y abrir en internet algún artículo que me vaya a apetecer leer desayunando, mientras el tiempo empieza a cobrar forma y se alza al fin enhiesto y así puedo levantarme yo seguido, ponerme las zapatillas de andar por casa, ir al cuarto de baño a lavarme la cara y mirar por la ventana si hace bueno o si hace malo y despejarme. Luego me pongo a escribir, y escribo esto despacio y pensativo, y leo un rato, mirando la mañana desdoblarse, y me invade el sueño y me vuelve ese sueño lento de antes y se juntan. Y al rato, sin darme cuenta de ello, sin conciencia de ir perdiendo la noción de lo que leo, me quedo dormido en el sillón. Mi padre aparece en el despacho y me encuentra desfallecido como un edredón viejo. Despierto con la saliva seca en la boca, con ligeros espasmos en los músculos de las piernas y desubicado, como si hubiera amanecido en otro año. Pienso si habrá acabado ya la cuarentena. Y así paso el día entre la vigilia y el sueño, consumando una risueña ociosidad. Dormir la siesta por la mañana, entre el desayuno y la comida, me deja encima una placidez de cuerpo ajeno, como si no me perteneciera hasta la tarde. También me noto más a gusto y denso y vago. 

No se oye nada en la calle. Hay un silencio agradable y solo me llega el sonido de la tele en el salón. Tengo ganas de volver a hacer deporte, de salir a correr. Si pudiera correr ahora catorce kilómetros tres veces por semana, apenas notaría que estamos confinados. Pertenezco a una manera de estar por casa que no es que me moleste, ni me inmuta de no ser por lo de fuera, pero también me reconozco enormes privilegios por disponer de perro y de jardín y cuarto propio. Hay un verso de Antonio Lucas que dice: "Pertenezco a lo que no puede durar". También tengo ganas de ver fútbol, la liga, la champions. A modo sustitutivo, mi padre, Diego y yo, vemos algunas tardes documentales, sobre el Manchester City de Guardiola, sobre el Liverpool de Steven Gerard. Hoy he soñado que volvía a la adolescencia de jugar en un equipo federado y que era día de partido y que el entrenador no me sacaba y me enfadaba y ponía triste. Cuando sueño que juego al fútbol, pocas veces, lo disfruto mucho, y pienso es una lástima haberme quedado en el banquillo. 

Me muevo por la casa y trato de estirar un poco. Me cruje la espalda. Me veo la cara hinchada por la barba. Ha florecido el jardín. Diego ha salido a hacer deporte y hace deporte en videollamada con sus amigos. La mañana es alta y calurosa. El perro sale al jardín y persigue a Diego. Mi madre habla por teléfono en el salón. La mañana avanza lenta y el cuerpo se va adiestrando en la quietud, el riego sanguíneo se oxigena en la costumbre siempre igual de cada día. Me siento en la terraza y trato de describir el jardín. Escribo en pijama y pienso en vestirme. Se oyen distraídas conversaciones en los jardines vecinos, las carreras en corto de algún niño. Me canso del rotulador y le cambio el cartucho de tinta a la pluma. La pluma no me cansa nunca, al revés, me genera una especie de adicción; se parece a conducir la moto, cuando más rato llevo así, más ganas tengo de seguir. El sol se oculta levemente tras una nube pasajera, y deja una sensación térmica más baja hasta que vuelve a aparecer. Los colores del jardín son más intensos, han renacido los morados, los marrones, amarillos y granates. Me vibra el móvil. Un amigo manda un vídeo al Whatsapp. Están él y su novia en el sofá y discuten sobre cuándo ha sido la última vez que él se ha duchado, y de fondo en su salón suena música clásica, y pienso qué agradable. Y crece la mañana, luminosa como un ático, y baja del cielo una niebla esporádica y picada que recorre el horizonte allí a lo lejos. 

Pienso si todas las decisiones por la casa son inútiles, si alguna cambia en algo la consecución del día, si los acontecimientos aquí dentro tienen algo del misterio de ahí afuera. Pienso en la forma de mirar las cosas, contraída la mirada, desprendida de cierto dinamismo. La mañana calurosa se va convirtiendo en este puente ebrio hacia la tarde, sin rigurosidad, con tambaleos; hay mañanas como esta que se extienden indefinidas, parecen perpetuarse hasta la noche y aniquilar la tarde. Es una mañana de sol glacial y luz que reverbera en los balcones casi como si hubiera sábanas colgando y ondeadas por el viento, y suena un teléfono móvil, una canción de aerobic a lo lejos y los saltos de alguien que se ejercita, y por encima de todo un silencio que es la ausencia del tráfico en la zona. Así va la mañana sucediendo con hermoso desperdicio. 

Mi madre me dice que este sol, tomarlo mucho rato, es malo y que me voy a resfriar. Es un sol de abril rollizo y álgido, y yo pienso en si tendrá razón pero que peor me parece ignorarlo y que se extinga. Mi padre dice que las palomas de la calle han engordado. Mi madre me enseña un texto que va a subir a Facebook y me pregunta si me da vergüenza ajena. Le digo que sí, pero que está perfecto. Y es que a mí casi todo me produce vergüenza ajena, pudor, como se diga. Incluso lo que yo escribo si lleva cualquier exaltación de un sentimiento, pues creo va a deteriorarse en la escritura enseguida, a la misma velocidad en que venza el sentimiento o incluso antes. Y pienso en la casa como espacio literario. Hablo con L. Me hace elogio y crítica de alguno de mis escritos. Pienso en la escritura, en la escritura de estos días como una suerte, pienso que es el momento para escribir ese libro  que quería Flaubert sobre la nada. 

El reverso de los días, bajo esta lumbre nueva, se me va descubriendo hipnótico en el sentido de contemplar las rutinas de antes, y así pienso a menudo ahora la cantidad de tiempo que me paso, he pasado, en autobús y metro, casi tres horas diarias de lunes a viernes, para ir y volver del trabajo. Los tíos de mi amigo Martín me hicieron cálculos este verano, y me dijeron que pasaba un mes entero al año subido a un autobús, y me preguntaron si me compensaba. Nunca quise ver mis viajes así como un tiempo derrochado, y me lo replanteo mucho ahora, junto a lo que pueda significar aprovechar o malgastar el tiempo, cuando el tiempo se ha interpuesto radical en el camino como un óbice, e insiste en que lo máximo que veníamos haciendo todos era rodearlo cada cual a su manera, como si en el fondo diera igual por dónde. 

Me agrada la posibilidad del día de deambular anónimo y  aleatorio entre la gente y la ciudad, esa especie de flâneurismo moderno que es en vez de pasear o callejear subirse al metro, tren o un autobús y dejarse llevar a un destino concreto o a ninguno, o los viajes largos por España, que en vez de en avión o en tren se hacen en un autobús de muchas horas. Siento una curiosa lozanía que presta ese modo de moverse y aprehender el tiempo, si no va demasiado lleno y agonizas. Y lo disfruto de veras si llevo conmigo algo a modo de lectura. Imagino que en algún momento me hartaré, incluso alguna vez amago con decirlo, pero siento que aún no lo he hecho, y me sigue produciendo una vieja satisfacción.

Como el agua, la mañana va cayendo limpia y limpia el día, e inunda todo. Tiene algo de invernal esta mañana, no sé si es por la brisa aérea o por mi padre con jersey en el jardín. Así como se percibe en el aire enseguida la soleada forma de esta mañana, se posa luego de una primera mirada una forma de quietud en el ambiente, que es una quietud con su zozobra, zarandeada como el fuego de una antorcha que se apaga, y despide un aura de abandono y de ilusiones detenidas, pero también de escenas nuevas, como si la mirada poseyera por primera vez lo que contempla. Ha dejado la noche una mañana luminosa. Yo creía que la vida no podía detenerse así. Es decir, sabía que individualmente sí, pero no creí que el mundo en su ancha faz lo haría a estas alturas.  

Me alegra poder tener unos días ahora de vacaciones, aunque sea por casa. Quiero aprovechar a leer mucho, escribir mucho. Me muevo por casa y escucho a Diego en su cuarto, hablar por teléfono con sus amigos. Les cuenta que hoy se ha gastado "doscientos pavos en ropa". Me quedo parado, atento a lo que dice, preguntándome si de verdad se habrá gastado de pronto y sin venir a cuento ese dinero en ropa. Pienso en qué página de internet la habrá comprado, qué prendas concretas habrá elegido. Me extraña, pero al mismo tiempo no sé, pues son tiempos extraños. Luego le oigo decir que también se ha comprado un caballo. Me quedo desconcertado, y entonces caigo en la cuenta de que está jugando a la play. O eso espero. Entro en su cuarto y lo confirmo y me pregunta qué voy a hacer estos días. Le digo si me ayuda a ordenar la librería. Me mira y dice que no, y me pregunta cuándo vuelvo a hacer deporte. Le digo que aún no sé. Ya no sé si estoy malo, mis casi imperceptibles síntomas se han esparcido en un haz de otros síntomas y ya no logro distinguir con claridad cómo me afectan y, por si acaso, de momento no he vuelto a hacer deporte; por si acaso qué, no lo sé. Y pienso qué voy a hacer estos días.

Me he cogido vacaciones de Semana Santa. Miro el calendario en el móvil, para ver en perspectiva los días que llevo trabajando desde casa. Dejo el móvil y escucho el radiador, gotea un poco y luego burbujea hasta el silencio. El perro camina por la casa distraído, con cara de bueno, buscando algún lugar donde dormirse acompañado. No se aclara todavía con los usos y horarios en cuarentena de cada uno. Y debatimos en casa sobre redes sociales. Diego y yo nos ponemos en contra, y mi madre nos expone por qué las usa con cuidado y con talento. Yo no tengo claro nada, y menos ahora, con todo esto, sobre las redes sociales. Sí, está bien poder hacer Skype con Antonio en estos días y que nos recomiende películas indochinas con planos infinitos que nunca veremos o hablar con los amigos por WhatsApp, pero no sé. También debatimos en casa si ver o no Hereditary, y yo prefiero que no. Hereditary es una película de miedo. Antonio nos dice que ha tenido muy buenas críticas, que el director pertenece a un grupo de amigos que está revolucionando Hollywood con un tipo de cine que mezcla lo comercial con el arte-ensayo. Entro en FilmAffinity y compruebo que la película tiene muy buenas críticas, no sé cuántos premios, y cedo y acepto que veamos la película. Luego a los veinte minutos he abandonado, y mi padre y Diego dicen  al terminarla que les parece floja o que no la han entendido, y si acaso mi madre sí queda satisfecha.

Mi madre y mi padre se van turnando pasar el aspirados por toda la casa. Suena como un aspersor atascado en un solo movimiento. Escucho el ahogarse de la manguera cada vez que se traga algo que no sea polvo. Por encima de esos ruidos de limpieza, con forma de tela finísima se escucha la guitarra de Diego, que toca en uno de los cuartos. Compone una canción nueva. El arranque me gusta, la letra dice: Esta mañana lo tenía claro/ voy a salir para no volver. Ayer le sugerí una frase para el estribillo que le ha gustado: Cambiar el mundo sentado. Diego y su grupo me dejan sugerirles cosas, les paso letras de canciones, pero luego pocas veces me hacen caso o utilizan algo en sus temas. En la mayoría de las veces, me mandan "a leer la Ilíada". En todo su disco anterior creo que apenas hay un verso mío, y manipulado. Hace no mucho le enseñé a L una letra de canción que había hecho para Siete de Picas, porque así se llama el grupo, y L se rió de mí y me dijo que eso era insostenible para un tema de pop-rock. Es decir, no se puso, como yo esperaba, de mi lado. Puede que tuviera razón. Me acuerdo de esto y busco la letra. Empezaba así: Al paso de las flores/ al atardecer/ miro hacia atrás en busca de mi Eurídice. Si bien lo veo pomposo, no entiendo por qué no puede abrir una canción moderna y comercial. 

Y mientras escucho los sonidos de la casa, miro por la ventana este cielo momentáneamente nublado bajo el sol que flota sobre Las Rozas, en un tiempo en estos días algo cambiante, supeditado a las noticias de ahí afuera. 

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