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viernes, 8 de mayo de 2020

Es el bazar, al bajar la escalera, de la calle lo que llama la atención. Al cruzar de un oxidado recuerdo al bullicio, donde reviven por fin colores muertos, la conciencia dormida del otro navega enlatada la brecha del sueño, se desliza en arroyo de la vida al espíritu un mapa latente de cosas, dice L que es como una inyección de endorfinas. Sí que hay una suave alegría y alergias, resplandece una matriz de vacaciones: va tomando forma este nuevo turismo que somos. Y aun así queda algo del bostezo del planeta en la calle, parece un agujero por donde deviene el futuro, incierto, inseguro, inexacto, cauto tras las mamparas del mañana. Dice Michel Houellebecq que el mundo será igual, sólo un poco peor. 

Hace días, dejé empezado un cuento que me gustaba. Luego he estado escribiendo distintos inicios de cuentos distintos, y al final, como no me convencen, los voy incorporando todos al cuento inicial, que se ha convertido en vertedero del resto, en operación de reciclaje, hasta ir teniendo un solo cuento más largo. No sé cómo funcionará. Quería probar a mezclar frases cortas, un estilo discreto, sencillo, con algún que otro párrafo que contuviera una frase larguísima, que recorriera medio texto como una serpiente, pero Irene luego me regaña. Irene siempre me regaña con las frases muy largas. 

Me sirvo un vaso de leche de avena o de soja, no sé, porque no queda entera. No queda azúcar en casa y me tengo que echar edulcorante. No sé echarme edulcorante líquido y le pregunto a mi madre que cómo se hace. Me dice que me sirva apenas unas gotas. Lo pruebo y me sabe a melaza, no me convence, me pringo de dulce los dedos. Salgo afuera. El sol se traspapela entre las nubes, deja un calor escondido y cuando regresa es distinto, espléndido se hunde en la piel de otro modo, y más procaz su luz inunda las terrazas como un barril de horchata derramado, salpica las flores violetas que asoman de los arbustos. Hay moscas zumbando alrededor, palomas posadas de perfil sobre un alféizar. Corren en lo alto dos helicópteros, que van cerrando la cremallera del cielo en silencio.    

Apago la alarma. Me levanto temprano y salgo a correr. Hay una luz en almibar que amansa, y elástica te recompone. Hay muchos corredores, ciclistas, paseantes. Al correr en ayunas, temprano, siento que cargo con un cuerpo extra. Hace buen tiempo y avanzo despacio. Me noto las piernas pesadas, acuso la falta de costumbre. Recupero el contacto con ciertas sensaciones agradables, trato de volver a ubicar con acierto cada respiración. Hace calor y viento suave. La gente va inundando los parques. Al bajar corriendo la cuesta del campo, junto a unos salientes de rocas y prado amarillo, dos niñas caminan despacio y se detienen en seco a mi paso, me miran. Una de ellas, en alto, le dice a la otra, señalándome: es increíble la puta gente, hasta el tonto que no ha corrido en su vida sale a correr ahora. Y da con un palo a un arbusto, agitando las hojas. 

Pienso en el comentario de las adolescentes, que confirma sin duda que estoy en baja forma, inquieto por si habré perdido de veras mi toque, mi hermosa cadencia de piernas, y me cruzo con dos vecinas, tapadas con mascarillas y guantes, me saludan a lo lejos, les saludo de vuelta, y apenas alcanzo a completar cuatro kilómetros. Me detengo, asfixiado, junto a la papelería y entro a comprar El País y El Mundo. Pregunto por el suplemento Icon, pero no lo tienen. Estoy cubierto en sudor. Pido una bolsa para la prensa. 

Regreso a casa caminando y pensando en mis cosas. Me descubro mirando adelante con sorpresa a paisajes de gente que enseguida se me vuelven de nuevo normales, esquinas de la urbanización que creía olvidadas y ya me son familiares. Volver a la calle, más lejos que el último mes y medio, sucede como un fenómeno extraño, y trato de pensar en ello mientras tanto. Hay señores con barba y camisa, mujeres que caminan envueltas en las capas de su chándal, adolescentes trepando la edad hacia el vértice que puebla las noches, una pandilla de vecinos con perros que rodean un banco, ciclistas que caen por las cuestas como chispas de un fuego invisible. Tras todos nosotros, flota un manto de césped gigante y el parque cubierto de árboles. Las Rozas parece la portada de un libro de Proust.

Me siento a leer los periódicos, sin conciencia del tiempo que pasa. Y eso produce una sensación de paz y tiempo para todo. Me traigo de la cocina una cocacola y varios trozos de queso con pan. Me he hecho adicto al queso. Antes de cada comida, durante y después, voy tomando tapas de queso gorgonzola y queso brie, queso curado si hay, tanto queso que desplazo el plato principal casi al de un mero acompañante. Paso las páginas del periódico. Dice Ramón Andrés en una entrevista que la espera, como espacio temporal, se ha perdido. Busco el libro de poemas reunidos de Ramón Andrés que tenemos por casa y le envío a L un poema que me gusta. Habla de viento que rompe las cornisas/ y disgrega a los dioses como huesos/ de un cuerpo siempre verde en sus hogueras. 

Queda, de estos días, la sensación de escuchar conversaciones proféticas todo el rato. Creo que el refrán decía: nadie es profeta en su tierra. Ahora, sin embargo, al no poder viajar, no ha quedado otra. Tras los días iguales como bollos resecos sin más misión que agotarse en sí mismos, y el misterio del qué pasaría, han ido naciendo unas ganas enormes de predecir todo dios el futuro, y con ello sentencias tremendas. Y es normal. Vivimos una pura efervescencia de cosas. Mientras recorro las calles del barrio, lo escucho a menudo, en los portales, en las pistas de fútbol, bajo la sombra de un árbol: comentar el mañana entre vecinos, tratar de adivinar nuevos apocalipsis. Yo mismo, el otro día, arropado por esta corriente, arrobado por no sé qué impulsos, le dije a Fran que creía que el Atleti ganaría este año la Champions. 

L me dice que escribo mucho de las mañanas, que apenas he escrito de las noches. Es verdad. Pienso en ello pero el horario que llevo estos días me vence. Me llegan a casa dos paquetes. Son de L. Me ha regalado por mi cumpleaños una caja de conguitos, con dedicatoria, y el libro La tentación del fracaso, de Ribeyro, que yo tanto quería. Me hacen la ilusión de un niño pequeño. Paseo por casa con el libro bajo el brazo, entre atracones repentinos de conguitos, y llevo el libro al paseo de las ocho. Salgo de casa caminando despacio, masticando conguitos. Es difícil leer mientras camino. Cuando voy al trabajo, al salir del metro, nunca lo consigo. Camino despacio y logro ahora ir leyendo a pedazos. Voy levantando la cabeza cada página o pocos pasos, me cruzo con menos gente que los días anteriores. Me siento en un banco a leer hasta que empieza a hacer frío. 

El otro día pensaba, hablando de música con Diego, en eso de vivir de la música, la escritura o el arte en general. En ese tipo de cosas. Pensaba en mis dudas hacia eso de que el talento siempre sale a flote, o de que con esfuerzo y talento... No lo sé. Yo no lo creo, no necesariamente. Se puede hacer alguna comparación absurda: pienso por ejemplo que el talento está en el Titanic que se hunde, siempre se está hundiendo con todos dentro. Solo se salvan unos pocos, pero nunca sabes bien cómo ni por qué, no lo sabes seguro. Se veía en la película claramente, hay siempre un poco de todo. Incluso salía un señor disparando a los otros. 

Leo en la terraza. Leo un microrrelato que me ha enviado Irene al móvil, es para un concurso. Me parece original y le digo que me da envidia, pues entre las bases del concurso figura la de escribir sobre librerías, y no se me ocurre nada. Pienso si participar o si no. Pienso en si copiar a Irene o si no. El premio es un lote de libros, pero no tengo mucho que decir sobre librerías. Pienso que, para participar, podría mandar un relato contando alguna anécdota vivida con Irene en alguna librería. Pienso en alguna anécdota concreta y no se me ocurre ninguna. Bien es cierto que allí no nos suelen suceder grandes cosas, cada uno se pone por su cuenta a buscar libros y, de vez en cuando, intercambiamos impresiones. Nos cuesta elegir. Lo más relevante es si alguno se compra algún libro. 

Hay tanto viento que, sentado en mi silla, espero a salir volando. Me imagino zarandeado sobre los tejados, sujeto de la silla. Hay tanto viento que todo se mueve a mi lado, se choca la puerta al doblado de metal, se enrolla y desarrollar la esterilla, amagan romperse los cuellos de los árboles finos, se agachan las ramas más altas y parece temblar el paisaje asustado. Se levanta seguido del viento una tormenta de ruido sin lluvia, bastante emocionante, aunque dura poco. 

Me como otro puñado de conguitos y me siento en el sofá con una cerveza sin alcohol. Diego me regaña, dice que sorbo muy fuerte cada vez que bebo. Me lo ha dicho ya otras veces. Me dice que es desagradable y que intente no hacerlo. Mi madre aprovecha a decirme que deje de arrastrar los pies mientras camino. Luego, hablamos de las zapatillas de correr de Diego. Se le han roto, por ponérselas mal, sin desabrochar. Les ha quedado un saliente en el talón que le hace herida. Pregunta si quedan tiritas por casa. Dice mi padre que no, que las ha ido gastando estos días, cada vez que se cortaba en la cocina. Luego leo un rato largo a Ribeyro. 

Le he pasado el cuento a L, que me lo está corrigiendo. Le pregunto si seguro que no le importa, L estudió traducción y dice que le gusta editar el texto, que la reconcilia con ciertos aspectos de su carrera. Me envía el Word con sugerencias y cambios. Brevemente, me anuncia: repasa la concordancia de los tiempos verbales, las enumeraciones y busca otras fórmulas para "pensé" /"y pensé". Sopeso si ponerle por título, al cuento, Soirée de grand pessimisme. Es una frase en francés que escribe Ribeyro en su diario. Aunque quizá es pretencioso poner un título en francés, sin saber yo francés. Pero es que todo lo francés suena muy bien, y me gusta cómo queda. 

Salgo a caminar con David y Ana. 

Toda mi vida he recordado con cierta felicidad los paseos nocturnos de dos Semanas Santas en Cádiz, cuando adolescente. Tras nuestras primeras salidas, Miguel hacía turnos para recogernos con su vieja scooter por la urbanización de Vistahermosa y volver a su casa. A mí me gustaba ser el último en ser recogido, y empezar el trayecto andando. Iba escuchando música del móvil, mirando los chalets de los lados, apenas pasaban coches, no quedaba ni un ruido, y me duraba una suave borrachera primeriza y envolvente. Tengo que volver a caminar más a menudo, pienso. 

David me cuenta que le han salido ampollas en los pies, por salir a pasear en chanclas. También, que se ha comprado un ordenador por piezas, y lo está montando estos días. Ana acaba de ser tía, su hermana ha dado a luz hace apenas semanas. Nos despedimos y poco a poco va anocheciendo. Quedan solo los últimos corredores, algún paseante que pospone su salida a después de la cena. Tengo sensación de vacaciones de verano. 

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