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sábado, 2 de mayo de 2020

Me tiro de la cama y empiezo el teletrabajo aún en pijama, enciendo el ordenador con los ojos empañados, sin ver nada. Reviso el mail, abro el chat, leo las tareas del día anotadas en la agenda. Luego voy a la cocina, me preparo el desayuno, un plátano, un vaso de leche, dos magdalenas, y me lo traigo frente al ordenador y lleno la mesa de migas. Entonces voy al baño, me lavo la cara, me lavo los dientes, vuelvo a mi cuarto y me cambio, me pongo camisa. Empiezo a desperezarme y ojeo los periódicos y sigo trabajando. Abro la ventana del despacho, me asomo y miro el jardín, y entra el sol por la ventana y cubre el suelo. Lejos queda el calor de agosto del año pasado y me acuerdo, como si fuese mañana, que estaba hablando con amigos del próximo verano que ya llega: me alucina darme cuenta de qué modo nada en el pensamiento más profundo de ninguno podía abarcar lo sucedido estos meses. Se acaba abril. Este mes ha sido breve y frágil, como un pétalo. ¿Es esto una cursilada? Seguramente. No importa. Afuera abre el día un reguero de trinos de pájaros rápidos, que suben y bajan aprisa la cuesta invisible en el aire de casa al jardín, pareciendo una lluvia, una ráfaga loca de viento. Queda en la calle un silencio de copa de pinos, de madrugada y su sombra, barrido por este desfile de aves: se meten entre los arbustos, baten sedientas las alas y salpican el cielo dorado de esquirlas oscuras que cruzan la vista y recuerdan murciélagos; van batallando el espacio, se echan sobre la verja cubierta de hojas y caen en picado hasta el césped como gaviotas al mar, algunos saltan enfebrecidos tal que si se teletransportaran, fugaces desde una brizna de hierba a la otra y alzan el vuelo otra vez, se buscan entre ellos robinsones cansados de estar tanto a solas, desbocados por este calor tan temprano, de primavera rociados. Miro los pájaros posados sobre los otros tejados. Le doy vueltas a alguna noticia, a alguna columna leída, y sigue el silbido de viento y de trinos y me siento a la mesa y paso las hojas de un word en el ordenador, enciendo la luz de la lámpara de la mesilla, que da sensación de mañana más alta y lograda, a la habitación un aspecto templado, más calmo, consolida el sueño de horas atrás y me refresca de las ganas de volver a dormirme. 

Se han denominado a los tiempos que están por venir  como nueva normalidad. Yo habría preferido neonormalidad, o normalidad 3.0. Y el drama se ha ido trasladando a los pequeños gestos, a los detalles, que es por donde primero muere el mundo: ha sido el cumpleaños de la novia de Diego, y Diego gentil le compró por Amazon varias cosas: tres tabletas de chocolate Milka, un colgante, unos bombones, un libro. Para agilizar el envío, Diego me pidió usar la cuenta de Amazon Prime de L, que nos la deja para ver series desde que empezó la cuarentena. Así, y dadas las circunstancias, a la novia de Diego le van llegando los regalos lentamente, poco a poco, en días distintos, y el primero le pilla desprevenida: una tableta de chocolate derretida de parte de L. Es también, ha sido, mi cumpleaños. Después de casi dos meses con barba, con una barba que ha crecido tanto que hemos llegado a compartir almohada y edredón, paseo por casa anunciando que voy a afeitarme, como un acto fatídico que pueda alterar el curso del día. Voy dubitativo, porque no estoy seguro. Una barba tan larga, encrespada, desaliñada, torpe, no se consigue tan fácilmente, yo nunca en mi vida había tenido una así. He estado días y días buscando comprarme cera para la barba, que me animara a estilizarla y a querer seguir adelante, pero he ido dejándolo pasar y al fin trágicamente me afeito. Me veo la cara más corta, me siento amputado. Amago gestos antiguos como mesarme la perilla y siento punzadas de nostalgia. Parezco más joven, más elegante, más civilizado. Parezco también otra vez yo. Decido, para compensar, que voy a dejarme el pelo largo, rizado hasta que me toque los hombros. La edad supone estas cosas. Camino por casa, desde mediodía, con mi nuevo look. Me paseo por las distintas habitaciones, me dejo ver, halagar, mi madre me dice que estoy muy guapo. Pasa la jornada y, al llegar la noche, me entregan un regalo de cumpleaños, es una chorrada, me dice mi madre: y es una cera fantástica para la barba. Me quedo primero agradecido y enseguida sorprendido, al darme cuenta que me he afeitado y pregunto si nadie podía haberme detenido. 

Es sábado, hace sol. En casa de mi amigo David salen a correr por el jardín, dando vueltas. Dice David que ayer dio 38 vueltas en 38 minutos. Nos enseña un vídeo y aparece primero Miguel, su hermano mayor, corriendo, luego Juanito, su hermano pequeño, que persigue al primero intentando pegarle, detrás el perro, que ladra en carrera y ondea las orejas al viento, y luego el padre de David en bicicleta. Pienso si correr yo en mi jardín, pero es pequeño y no sirve. Se ensancha el día y mi madre desbroza el porche de casa, el cerezo de la entrada, las flores del portal. Mi padre corta el césped del jardín, dice que lo está dejando como el Wanda Metropolitano. Tom, satisfecho, se tumba delante de las escaleras, en mitad de la carretera, bajo un sol que le cae encima como un manto, y contempla el barrio alrededor. Pasa un vecino y Tom se levanta y se deja acariciar, luego vuelve a su sitio, sobre un lecho de hojas secas y barroMi madre pela la hojarasca del cerezo como si fueran patatas, arranca del suelo las hierbas pochas y regaña al perro si se aleja demasiado. Mi padre echa cubos de agua sobre los huecos de tierra del jardín. Nuestro jardín es pequeño, rectangular, lleno de plantas distintas que no sé nombrar. No sé si tendremos tilos. El hombre del tiempo de anoche anunció lluvias, pero el tiempo es bueno de momento. Yo no recordaba que el tiempo variara tanto en estas fechas, ondulante siempre, volcado en lluvias feroces o soles de justicia. Ahora ha crecido un buen clima que hilvana el canto de los pájaros a un paisaje tranquilo. La puerta de casa está abierta, también la puerta al jardín, y entran corrientes de aire distintas, aire frío y aire caliente que se mezclan y condensan en la casa y descargan el ambiente. Entra un aire al final suave, y escribo en pijama en el sillón. Hay fuera un cielo lacio y despejado. Es sábado y llega al salón un olor a tierra mojada. Quiero escribir de cosas sencillas, de cosas que no importan. Escucho un ven aquí de mi madre, regañando a Tom que se ha vuelto a ir hacia los portales de enfrente. Decido tumbarme a leer en el sofá, en posición horizontal, con la cabeza apoyada entre cojines, son las once de la mañana y queda un día inmenso y fácil por delante. No quiero que avance la mañana, quiero el tiempo detenido como un tronco. Se escucha algo de música de fondo.

Cambio de sitio y salgo a leer y escribir al jardín, y sale Diego a hacer deporte y Tom con él, que se tumba al sol como una esfinge. El perro junta las patas delanteras, ladea las de atrás, que rectas caen blandas sobre el césped y levanta la cabeza al fuego cálido del día, que cubre la arboleda con un brillo limpio. Las orejas negras le caen a Tom sobre el pelaje claro, ocre, casi blanco, como manchas de carbón. Arrugada, su piel se desdobla en distintas versiones, en sucesivos pliegues en los que se mezclan juventud y vejez según. A veces muerde un trozo de césped y se lo come, a veces boquea en el aire tratando de coger las moscas que han empezado a asomar por el jardín. El sol, en cenital, altísimo, da sombra en lo que escribo, me amodorra la cabeza. Me fijo en las cajas de los aires acondicionados de los otros jardines. Tom se levanta, camina torpe hasta la esterilla sobre la que Diego hace deporte. Fascinado por la nueva superficie, se tumba encima, el cuerpo echado a la derecha, como si le pesara el torso, y se relame creyendo que ha conseguido comerse otra mosca, bosteza, se frota el hocico en las patas, vuelve a alzar la cabeza al sol de la mañana.

Terminamos de ver la serie La línea invisible. Y empiezo a leer Patria. Leo la novela en el eBook de mi madre. Hace tiempo que no leo en eBook y me cuesta. No lo sé, el eBook me despista, me estrecha el entendimiento. Al acabar la novela, busco críticas del libro que salieran en su día en distintos periódicos o suplementos culturales. Hablo con Irene sobre Patria, debatimos algunos asuntos, comentamos el final. "No sé qué piensas de la última página, suscitó bastante debate entre mis amigos", dice Irene. Irene me cuenta que ha visto un directo en instagram con Luis Landero. "Me he emocionado, porque yo lanzo siempre un montón de preguntas y nunca nadie me las responde, y justo hoy Luis Landero me ha respondido. Era una mierda de pregunta, era qué libro se estaba leyendo, pero ha sido genial". Cada vez disfruto más leyendo críticas de libros, de todo tipo, incluso si no los he leído, o sobre todo. Hace poco disfruté mucho libros como Visto para sentencia, de Rafael Reig, o Trayecto, de Ignacio Echevarría, ambas recopilaciones de sus críticas literarias en El cultural y Babelia respectivamente. 

Termino de leer El director, de David Jiménez. Creo que se le puede reprochar que, siendo un libro breve e interesante, que engancha y se lee de una sentada, puesto a destapar así una redacción y un oficio, con todas sus rencillas, con todos su intereses y privilegios, con sus escarceos con el poder, con sus miserias, con sus virtudes, con sus penas y sus glorias y sus secretos y sus propias cloacas, podría haberlo hecho más a lo grande, mejor, con un ejercicio periodístico mayor, que hiciera época, una novela de seiscientas páginas que fuera no sólo fascinante sino imprescindible, y haberse salpicado él también por el camino, haber echado el resto con más elegancia y mayor altura literaria, en un trabajo de más años y más lento y concienzudo. Da la sensación que ha escrito el libro a vuelapluma, modo vendetta, y así se lee y se olvida. Entiendo que no es fácil, que no cualquiera puede. Pero creo que, ya tomada su iniciativa, tendría que haberlo intentado. 

Me aburro del blog y escribo un relato. De pronto siento que por aquí no tengo mucho más que contar. Luego pienso en mantenerlo un poco más, pues ha llovido y he anotado dos o tres ideas cursis sobre la lluvia en mi libreta: la lluvia que entra en casa como un rumor de olas, la lluvia que acuchilla la noche, escucho la lluvia entrar en casa como si golpeara el suelo de fuera de mi cuarto, tengo la sensación de que nos inundamos, que alguien se ha dejado las ventanas del despacho abiertas y hay una corriente bajando en tropel las escaleras. La lluvia llega a casa con una euforia hipnótica. Miro la ventana de mi lado, las gotas caen despacio, a zancadillas sueltas. A veces suena de fondo música, a veces se trata de una voz sincopada de vecinos. Hablamos en casa de cuándo toca hacer la siguiente compra, pensamos cosas que puedan faltar. He ido sustituyendo ver el telediario de la noche, que cada vez me cansaba más, por cocinar, poco, un intento de pollo a la cerveza, de nuevo pizza. 

He salido a pasear al perro y veo en el vecindario sábanas colgadas de algunas ventanas, sábanas que ayer no estaban, o no las vi, sábanas blancas con pintadas, con textos que dicen: ¡Test masivos ya! Veo que hay vecinos que han escrito ¡Tests masivos ya! y otros que han escrito ¡Test masivos ya! Y me pregunto por esa -s de diferencia. Pienso qué forma es la correcta, me entran dudas. Busco en Google, a ver, encuentro que lo adecuado sería test, que este tipo de palabras permanecen invariables en plural, pues la adición de una -s en estos casos daría lugar a una secuencia de difícil articulación en español... Camino calle abajo pensativo. Tengo sueño y aún es pronto y hoy he decidido no hacer deporte. También tengo hambre. Una señora se me acerca con su perro, deja que el perro se pegue a Tom. Cuando la señora está ya muy a mi lado, saltándose cualquier tipo de distancia de seguridad, empieza a toser. Pienso por qué no se tapa o se aparta un poco. Habla por teléfono y ni siquiera me mira, solo se acerca más y más y sigue tosiendo. Decido darme la vuelta e irme, y sigo escuchando las toses y me giro, y veo que viene detrás, hablando por teléfono, tratando de juntar  a su perro con Tom, y yo subo el ritmo y tiro de la correa, intento caminar más aprisa, da igual, me alcanza, y escucho las toses como los pasos de unos pandilleros que me persiguieran de madrugada en las calles oscuras de una ciudad peligrosa. Se escuchan por todo el vecindario sus toses, con ecos remotos de ultratumba. Espero a que aparezca una patrulla de policía para solicitar que la detengan, a la señora. Tras hacer varios zigzags con Tom entre los coches, me escondo disimuladamente tras unos pinos, y consigo darle esquinazo, y escucho su tos alejarse lentamente. Cuando pasa de largo, llamo a L por teléfono y le cuento el episodio con la señora, indignado, y le digo que cualquier otro le habría soltado un improperio o al menos un por favor apártese de una vez o se está usted muriendo vuelva a casa, algo así borde, pero que no me ha salido y en vez de eso casi me dejo abrazar. Hablo con Fran por whatsapp. La madre de Fran trabaja en la Farmacia de la urbanización. Le cuento a Fran el incidente de la señora con la tos y me dice: Ah, sí, las señoras bomba. Yo no había oído esto de las señoras bomba y, cuando pregunto a Fran qué es eso de las señoras bomba, me cuenta que son señoras mayores que entran a la Farmacia de su madre, se acercan al mostrador, y entre toses y flemas piden una mascarilla y paracetamol, y se disculpan por la tos, pues dicen estar contagiadas. Son señoras bomba, dice Fran, porque salen de casa y se nos llevan al resto por delante. Entonces Fran imita un grito terrorista y me río y, mientras camino, me doy cuenta que Tom no está en la correa de la que tiro. Me pasa a veces. Su cuello es más grueso que su cabeza, por lo que el collar se le escurre con facilidad. Pienso hace cuánto rato que paseo una correa sin perro, y que ojalá no me haya visto nadie, pienso dónde está Tom, y por suerte le encuentro a unos metros, retozando entre unos arbustos bajos, muy contento. Le regaño como si regañase a un señor de 95 años, le pongo la correa y seguimos caminando. 

Ha dejado de llover y hace calor. Voy a la cocina y hago videollamada con L. Apoyo el móvil en uno de los armarios. L me enseña a hacer un bizcocho. Dice que su especialidad en realidad es el tiramisú, pero que eso lo hacemos otro día. L está leyendo La casa de los espíritus, de Isabel Allende, y dice que lo está devorando, que está totalmente enganchada. Me dice que coja tres huevos, un yogur, harina, levadura, aceite de girasol, azúcar. Bato los huevos, hablamos de las películas que vimos anoche. L ha empezado a dibujar marcapáginas, dibuja lunas o flores. La masa me va quedando cada vez más espesa. Enciendo el horno, a 180 grados. Esparzo mantequilla en el bol rectangular sobre el que después vierto la densa masa del bizcocho, y se mezclan en una relajante ceremonia de texturas. Le pregunto a L si le puedo poner chocolate a mi bizcocho, me pregunta qué chocolate tengo y dice que mejor no, me deja que le eche un plátano triturado. Me quejo de que sus ingredientes son mejores que los míos. Luego saco el bizcocho antes de tiempo porque mi madre tiene que preparar una lasaña. 

A media tarde, vemos un documental de HBO sobre los columnistas Breslin y Hamill: Las voces de Nueva York. Se ve con envidia por un mundo ya extinguido y el anhelo de una profesión no siempre cierta, con ganas de tener de pronto en la biblioteca algún libro que reuniera las mejores columnas de la historia, por ejemplo, o al menos suyas. Tras el asesinato de Kennedy, el día del funeral, Breslin decide que no quiere compartir la misma información que todos esos otros periodistas. El columnista, lejos de la rueda de prensa y las ceremonias previas al entierro, acude al cementerio y entrevista al hombre negro y humilde que, al margen del resto, cava la tumba del presidente por tres dólares la hora. La crónica empieza relatando el desayuno de ese hombre en su casa, despidiéndose de su mujer una mañana de domingo en que le toca trabajar. Peter Hamill habla de escribir como una música, como tocar un instrumento, y dice que cuando lee casi puede escuchar la melodía de la máquina de escribir según las oraciones, habla de brindarle ritmo a la lengua y no dejar de contar. 

Al terminar el documental, me quedo con ganas de ser periodista. Pienso en recabar alguna información para este blog. Luego me canso enseguida, y decido dejarlo estar.  





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