viernes, 24 de abril de 2020

Abro una Coca-Cola y me siento al sol. A lo lejos un vecino riega su jardín, no veo la manguera pero sí la transparencia de agua que dobla por encima de la valla de su lado. Escucho los sonidos: el silbido del agua bracear plástico afuera, un rápido arcoíris de silencio, que enseguida se esfuma, y la caída de las gotas sobre el césped como cuerpos desmayados. Hace un sol de mediodía con bochorno, un bochorno que hiere la vista y embota los sentidos. La cocacola sabe a gas y a naranja y a agua, las burbujas me crecen por detrás de la lengua y la garganta y la nariz, y termino por estornudar y atragantado. El bochorno se va deshaciendo en una trenza de nubes bálticas. Revolotean a mi alrededor algunos bichos minúsculos, parecen mosquitos, algún abejorro. La luz del día es blanca y se balancea, va balanceando el viento verde que brota de los pinos. Han dicho por la tele que se prorroga el estado de alarma otras dos semanas. El día parece estático, un crucero varado entre cien claraboyas, mecido por las horas pero sin moverse. Cuando entro en casa, noto que me sigue el mudo sol de fuera y no veo nada, camino por el salón, cegado unos segundos, y llego a la cocina que me resulta un destello, una roncha blanca vacía de paredes. 

Hablo con Irene. Me dice que le gustaría poder ir en verano, con una amiga también filóloga, a recorrer las playas de Almería y hacer surf.  Yo no sé hacer surf, pero le digo que, si en verano se puede viajar y me invitan, me apunto. Creo que no conozco Almería. Me imagino Almería como un gran desierto en la playa. Busco en Google imágenes de la zona, me aparecen casas blancas y un paisaje azul de calas mediterráneas. Aún recuerdo cuando a Carlos, un amigo, le ofrecieron un trabajo en Almería, era un buen trabajo, con un buen sueldo, y una vida nueva y tranquila en la costa, quizá para unos años. Dijo que no y varios nos llevamos las manos a la cabeza, pero quién sabe. Irene me envía por mail un cuento que ha escrito. Dice que existen opiniones enfrentadas, que sus padres y amigos se lo han alabado y destrozado a partes iguales, que hay quien desearía saber más sobre la protagonista, o que el relato fuese más largo. El cuento va encabezado por una cita de Margarite Duras: "Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos". Y empieza así: "Aquel era un espléndido día. El sol aún brillaba en el horizonte y oleadas de brisa marina se alzaban en el aire y rompían en los rostros aletargados de quienes salían a la calle después de la jornada laboral, devolviéndoles una expresión infantil de júbilo. Sara salió del trabajo y se dirigió a la parada de autobús". 

Hago la compra. En la entrada del súper, me froto bien los guantes con gel desinfectante. Limpio el manillar del carrito con papel. Me rozo sin querer el moflete con un guante. Me paso papel después, para limpiarme. Vuelvo a por más gel con alcohol, más papel. Limpio de nuevo el carro, mis guantes, mi moflete. Me llama mi amigo Martín. Toco el carro y cojo el móvil, y mancho el móvil, y trato de limpiarlo y me lo llevo a la oreja, y me mancho la oreja. Camino por los pasillos y charlo con Martín sobre la crisis, el fin del mundo, flan de coco y queso de cabra. Busco champú, desodorante. Decido que quiero comprar aceite para la barba, que empieza a taparme la cara como si creciera de abajo a arriba, y si sigue así pronto me cubrirá los ojos. Pero un bote de aceite diminuto cuesta más de siete euros, así que no lo compro y pienso que ya cogeré productos aleatorios que tenga mi madre por casa, cremas para la cara y esas cosas. Martín me cuenta que se reserva Netflix para los fines de semana, entre semana lee o aprende inglés, apenas ve la tele. Avanzo con el carrito por los pasillos de la fruta. Peso los ahuacates, cojo una caja de fresas, palpo las naranjas y los kiwis. Dejo el carro estacionado junto a los puerros, me alejo a coger pan y mandarinas, y, cuando vuelvo, veo a un hombre calvo que trastea con mi carro, amaga con llevárselo. Me quedo mirando la escena sorprendido. Se lo digo a Martín al teléfono: hay un hombre en mi carro. ¿Dentro del carro? No, perdón, con mi carro. El hombre calvo se da cuenta que le miro y de pronto es consciente de su error, le cambia la cara en los ojos y viene hacia mí para disculparse.

- Perdona, perdona. No quería tocar tu carro. Te juro que pensaba que era el mío.
- No pasa nada, no te preocupes- digo, mientras veo que se me echa encima y me aparto bruscamente, casi de un salto hacia atrás. 
- Perdón, perdón, lo siento...

En el pasillo de los yogures apenas hay gente, se respira una tranquilidad excepcional, que confunde mezclada con el frío que sale de las neveras. Busco los yogures más baratos, unos bífidus cero-cero marca Carrefour de distintos sabores, unos con piña, otros con muesli, otros con nada. Martín me habla del piso y la reforma pendiente. Noto que se me va durmiendo el brazo y pienso si cambiar el móvil de mano, pero prefiero no mancharme de virus también la otra oreja. Martín dice que le cansan un poco los comentarios de política en el grupo de Whatsapp de los amigos. Me pica la cara. Me miro en el reflejo del estante superior. La mascarilla acentúa la nariz, que escondida resalta embellecida; resultan más que nunca en estos días las narices una cosa atractiva, las veo con un toque de judío-sicilianas, narices como las de esos actores de películas en blanco y negro con apenas diálogos que sostenían enteras las películas. Da la sensación, bajo la mascarilla, que la nariz recupera la importancia que tiene, un protagonismo que quizá se merecía. Y pienso si, ahora que la tapamos, la nariz, no irá recuperando un erotismo antiguo y olvidado, si más adelante  no será una desfachatez ir enseñándola. 

Cuelgo con Martín. Meto la compra en varias bolsas. Cargo con ellas hasta el coche. Me pongo un podcast y conduzco hasta casa. Tengo la sensación de que la carretera está llena de coches. Se desplaza la luz del día, crece en el horizonte la sierra, ancha, parda, espectral. Paso el hotel, la finca de caballos, las vías del tren, la rotonda, el cruce. Conduzco despacio. Llevo de nuevo la mirada a la silueta ceñuda de la sierra del fondo, parece que se va a soltar del mundo. Una piedra, conjunto total de piedras que la forman, sobresale en lo alto, resalta gaseosa en la espesura.

Al llegar a casa, me doy cuenta que el hombre calvo que cogió mi carro me ha colado unas lechugas. No las he visto al pagar. 

- ¿Cómo es que has comprado estas lechugas?- me pregunta mi madre.
- No he sido yo. Me las ha metido un señor en el carrito.

Hago videollamada con amigos. Dura dos horas y media y termino extenuado de ordenador. Se habla un poco de todo. Especulamos sobre el futuro. Juampa nos enseña su casa. Se independizó con Esther poco antes del confinamiento. Nos hace un tour desde el ordenador. Tienen jardín, un despacho, el salón unido a la cocina, dos baños, un piso superior con la habitación principal. Tienen dos gatos y un perro ciego que se llama Doby. La casa parece estupenda para el precio que pagan, más teniendo en cuenta su localización. Preguntamos cuál es la trampa. Puede ser el hecho de que las ventanas de sus vecinos den a su jardín, pero me parece un mal menor. Juampa se ha rapado la cabeza. Tiene a Doby encima todo el rato, dice que apenas le sacan a la calle, que es muy sensible a los ruidos y le gusta quedarse por el jardín que ya conoce. Cuando nos enseña el piso de arriba, aparece un gato en el armario. Francesco se conecta desde Argentina, también se ha rapado la cabeza. Nos enseña el huerto que ha plantado su padre en el jardín, donde crecen lechugas, tomates y pimientos. 

David pasa al grupo de WhatsApp varios pantallazos, con las cosas que ha comprado por Amazon durante el confinamiento. David  hace tiempo que compra mucho por Amazon, le resulta cómodo. Si bien es cierto que, en estos días, han aumentado sus compras: se ha hecho con un juego de cuchillos, vasos, copas de vino, unas luces de jardín, guantes de barbacoa, un set de bondage, pantalla de ordenador, distintos cables, más utensilios de cocina, más cosas para el ordenador, unas deportivas. No sé. Muchas cosas. Me llama la atención el set de bondage, por todo lo que incluye. Le pregunto qué tal y dice que una maravilla. 

L ha encargado por Amazon un juego de acuarelas, cuaderno y pinceles, para aprender a dibujar. Dice que una amiga le ha dejado la contraseña de unos cursos que están muy bien. Me pasa fotos de sus dibujos de flores, dibujos de lirios, amapolas, distintas macetas, con títulos raros: Rosa konjac, Macetas desiguales, Intento de cactus, Hojas verdes, Intento de peonía, Amapola desafortunada.

Pienso si comprarme yo también algo por Amazon, por mi cumple, si autorregalarme La tentación del fracaso, de Ribeyro. 

Hablo con L por teléfono. Salgo a la terraza y cierro la puerta tras de mí. Miro los jardines de alrededor, una vecina ha salido a tender la ropa. Hace bueno. Las ventanas de las casas del barrio devuelven una luz ávida, expresiva, que vuelca los reflejos y las sombras del parque. Los postes de las farolas están pelados, el color negro se ha ido levantando rizado y queda una corteza gris ceniza. Mientras hablo, arranco con la otra mano la costra blanca del muro que da a la calle. L me pregunta si le voy a regalar un libro y una flor por Sant Jordi. Me cuenta la película que vio anoche. Hablamos de cualquier cosa. Me dice que ha empezado a leer Ámsterdam, de Ian McEwan. Camino por la terraza, miro la ropa tendida, una pelota de fútbol, la mesa blanca, una canasta de basket, todo lo que contienen las pequeñas parcelas de césped de nuestro lado. Hablamos de trabajo. Hablamos de horarios y deporte. Hablamos de comida y de dormir y del sol en su terraza. 

Me asomo al portal de casa. Corre el aire rápido, sucio, acumulado en la orilla del portal. Hay palomas en la acera, la acera rosada y cubierta de polvo, palomas que caminan tentativas entre las plantas y el bordillo. Escucho a las palomas. Busco en Google cómo se llama el sonido que hacen las palomas: gorjeo, arrullo, zureo. En estos días, pensaba que lo que sonaba eran lechuzas. Se ha hecho fuerte un viento bajo y va levantando el polvo alrededor. Es un viento en continuo descenso, que parece que lo pisas si caminas sin mirar, va a atravesar el suelo y desplazarse bajo tierra. Los días en casa se me han vuelto fugaces, siento que los fines de semana no me da tiempo a nada. Espero a que el tiempo de dentro se vaya acoplando con el tiempo de fuera. Hay en el aire un ambiente cargado a hierbabuena y campo. Hay en el horizonte colores resaltados por el viento, el viento que ahora baja, lo ha salpicado todo como si insuflara el grueso de las nubes a su paso. Desciende del fondo del cielo, seguida del viento, esta extraña calidez, que recuerda a una playa, se parece al océano. Se escucha de fondo el sonar de las ambulancias. Entro en casa y me entero que ha fallecido un profesor del colegio, con cincuenta y pico años. Fue profesor de economía y de informática, tutor de mi clase en primero de bachillerato. Mi padre dice que se lo encontró en el último concierto de Siete de Picas.

Antonio nos recomienda una película, La chaqueta de piel de ciervo. Dice que le ha gustado mucho, que hacía tiempo que no se reía tanto. El actor protagonista es Jean Dujardin, que ganó el Oscar con The artist. La película dura apenas ochenta minutos, quizá menos. Y el título no engaña: la película trata sobre una chaqueta de piel de ciervo. Hay una escena maravillosa. Sucede a la luz de una farola, en un parque casi a oscuras. El prota se baja del coche, ha dejado la cámara de vídeo grabando a través del parabrisas, se le ve caminar hacia dos chicos que charlan distraídos en un banco, se acerca a ellos armado con la hoja de metal de un ventilador. Se intuye que habla con ellos, que intenta quitarles sus chaquetas, que ellos se oponen, que hay empujones, que al final los mata. El prota y su chaqueta de ante quieren acabar con el resto de chaquetas del mundo.  

Al terminar la película, no tengo claro si me ha gustado, si me ha hecho gracia, si la he detestado. Por un momento, cuando la chaqueta empezaba a hablar, he estado tentado de abandonar indignado. Al día siguiente llamamos a Antonio y, aún desconcertados, pedimos explicaciones. Nos dice que está viendo un falso documental sobre vampiros. 

En la empresa, nos han hecho un Erte del 20% de jornada y sueldo. Me tengo que dar de alta para cobrar la prestación por desempleo, la empresa nos gestiona lo demás. Cuando acabo la nueva jornada de teletrabajo, a las cuatro de la tarde, noto que las primeras sensaciones son raras, no sé bien qué hacer, miro la hora y pienso que me faltarían aún dos horas y media de curro por delante. Pienso en aprovechar este rato. Voy a mi cuarto. Voy al salón. Voy a la cocina. Vuelvo al salón. Paseo por la casa, leo un poco y me quedo dormido en el sofá. Luego me despierto y camino del salón a la cocina, bebo agua, de la cocina al salón y acaricio al perro. Miro un poco las estanterías. Bajo al garaje y le echo un vistazo a la moto. Miro los cuadros del tío Nacho. Siempre me ha gustado en especial el título de uno de ellos: La soledad del arambol, y nunca he sabido qué significa. Busco en Google la definición de arambol, la RAE lo enlaza con la palabra balaustrada. Vuelvo a la cocina, vuelvo a beber agua. Vuelvo al salón y cojo al perro en brazos y le molesto un poco. Mi madre me pregunta qué hago y le digo que estoy de Erte. Me cruzo con Diego, me pregunta si ya he terminado de trabajar y le digo la verdad: que no lo sé. Luego me animo a hacer un poco de deporte. Subo y bajo las escaleras de casa, hago flexiones. Me ducho, me doy una ducha larga y, después, mientras me visto con el pijama, le envío a L un poema de Larkin que dice: para qué sirven los días, los días son donde vivimos, dónde vivir sino en los días.

miércoles, 15 de abril de 2020

A la hora de la cena, que es antes o después según los días, preparo dos pizzas, una con queso de burgos, pavo y rodajas de tomate, otra con gorgonzola, bacon y chorizo. Enciendo el horno, abro la puerta de la terraza donde está la ropa tendida y entra el aire frío de la calle con una fría humedad de lluvia concluida. Hay en la cocina una mesa redonda, de madera vieja y cinco sillas. La mesa tiene un dibujo de flores coloridas en el centro, y corto encima el tomate, mientras pienso en lo poco que he cocinado estos días. La semana pasada hice unas patatas fritas, para acompañar unos filetes en la cena. Y preparo ahora las pizzas, y ya. Es poco, incluso Diego ha ido sorprendiendo con alguna que otra ensalada, una tarta de queso, unas galletas de café o tortitas. Pero yo me he ido abandonando a la pereza en general y en concreto a la vida itinerante, nómada, del que va de una habitación a otra sin pensar en qué se come, qué se cena en esta casa. Compré en Carrefour masas de pizza e ingredientes. La masa de siempre estaba agotada. Tampoco quedaba mozzarela de la que me gusta. Estiro las masas, las aplasto con ambas manos. Esparzo el tomate solís en sendas superficies, y hecho la mozzarela por encima. Corto trozos de pavo, el queso. Cocino en pijama, me limpio las manos, con grasa del bacon y el chorizo, y me mancho el pantalón. Cada vez que cocino, lo pongo todo perdido. Meto las pizzas al horno, me abro una cerveza y espero leyendo en el sillón. Avanzo en Las correcciones, un par de noches después tardo en dormirme y termino de leerla, novela familiar donde conviven y chocan la intimidad y los deseos de dos generaciones: cinco seres distanciados de sí mismos y entre sí, habitados por rencores y nostalgias y secretos que perfilan su día a día avanzando sin remedio y pese a todo hacia otras navidades en común, las últimas; personajes que apenas perceptiblemente se transforman a lo largo de las páginas, pero lo hacen, y ese leve cambio que se produce denota lentamente en victorias y derrotas todas contenidas en una misma cosa, el paso del tiempo, que los lleva hacia delante y los une y los separa y los sostiene. Así, sigo leyendo y pasa el rato, y vuelvo a la cocina a ver cómo van las pizzas. Se han chamuscado un poco por arriba, pero la masa está crujiente y en su punto. Escribo a L y le pido una opinión sobre el libro, dice que prefiere Libertad, pero que le ha gustado, que le parece un "retrato fantástico de la clase media norteamericana y reflejo de las relaciones humanas a través de la compleja psicología de cinco personajes absolutamente redondos. Es ingeniosa, cruda, divertida, sentimental, sorprendente y muy humana". Cenamos viendo el telediario, Diego y mis padres asienten con la cabeza en que las pizzas me han quedado ricas, y pienso que un día de estos tendría que cocinar un Pollo al manu, que es mi especialidad. 

El teléfono móvil se me ha roto. Lo tengo desde hace casi dos años. Es un xiaomi, un trasto gris y fino, con el cristal agrietado de un par de caídas. Llevaba ya tiempo sin espacio y funcionando regular. Había tenido que eliminar cientos de fotos y vídeos. Desde la semana pasada, empezó a apagarse varias veces al día, la pantalla se fundía cada vez que la batería bajaba del veinte por ciento. Al final, decido pedirle a Diego su viejo móvil, mejor que el mío y casi nuevo, para quedármelo. Le pido también la carcasa que lo cubre. Y paso la tarde haciendo el papeleo digital para tratar de recuperar en éste algo de lo que guardo en el otro. En cada cambio de móvil, a lo largo de los años, he ido perdiendo porciones de cosas vividas guardadas en lo multimedia que tuviera, los contactos, con cierta displicencia, como si aquello que me había pertenecido de forma cibernética en una época no tuviera por qué seguir conmigo en la siguiente. Espero mientras se sincronizan los datos con mi cuenta de gmail, se cargan los archivos de whatsapp, las notas, el listado de contactos, y descargo la app del banco, la app de correr, una app del trabajo, conecto mi cuenta de spotify, mi cuenta del periódico, mis favoritos de búsqueda en Google, reviso los álbumes de fotos y vídeos. Pienso en de qué modo podría prescindir de un móvil ahora mismo, lo pienso honestamente, desbrozando situaciones del día a día mentalmente: creo que de ninguno y eso me deja inquieto. Hay cosas de lo social, del trabajo, del ocio, de los viajes, enormes comodidades y ventajas, que tengo ya tan ligadas al teléfono, que considero me vería desubicado sin su acceso, sería un retroceso torpe renegar de todo ello. Y me pregunto si no terminará por ser cierto lo que decía Diego un día, que sin móvil no seas nadie, ya no existas. 

Hace un día de sol y nubes, temperatura cálida y tengo la sensación por fin de haber asimilado esta estación, como si el solo proceso de verle crecer los ribetes de luz anárquica al jardín, que crecían ya en la memoria, fuera evidencia del paso del tiempo. La demostración de que el día avanza, que los días se suceden, que las semanas se van dando una detrás de otra y no se superponen, la contiene la forma en que ahí afuera el clima se perfila hacia el verano, en que la flora es más densa, de pronto, más álgida, más ruidosa, y aquello que la puebla se va definiendo mejor. Me paso la mañana sin éxito, sentado en el sillón con el perro en las piernas y ni leo, ni escribo, y miro mi móvil nuevo, confundido en los nuevos procesos de teclado, alarmas, notificaciones que trato de aprender. Mi madre vuelve de la compra y el perro me abandona, sale corriendo tras ella. Y no sé qué hacen los vecinos, que retumba tanto la casa. Han debido encender al mismo tiempo el cortacésped, la taladradora, la lavadora, todo aquello susceptible de temblar y hacer que tiemble alrededor el mundo, pues de pronto parece que la urbanización entera esté por venirse abajo. La solaz mañana, en que me esparzo perezoso, va cubriendo esos ruidos y salgo a leer al sol.

Antonio nos contó hace unos días que vivió el rastro de un terremoto en Graz. Hubo un terremoto en Zagreb, Croacia, y llegó residual al sur de Austria, despertándole en mitad de la noche. Pensó que estaba teniendo una pesadilla, que no era su cuarto que temblaba sino él, mareado, y se volvió a dormir, "o no sé si de la impresión me desmayé".   

Hay en el proceso de devolver de la escritura una opinión, una ambivalencia real que me parece sobre todo saludable, y que de la escritura escueta de estos días me sirve extrapolarla a cosas mayores: que lo que a uno le gusta, a otro no, y lo que a éste le encanta, a aquél le irrita, y viceversa, y así sucesivamente, y que nunca se sabe. Envío los textos que vengo escribiendo a la mayoría de grupos de whatsapp que tengo, para quien quiera ojearlos, y hay grupos de whatsapp en los que ya nadie responde, y queda el texto flotando como un astronauta en el espacio que se aleja de su nave. Mi amigo David me dice que deje de spamearle el teléfono. 

Este tiempo cíclico, pienso, es oportuno. Se vuelve distraído este observar el sol salir, después llover; cambian los tonos de luz, el cielo todo el rato. Tom busca por casa a alguien con quien sentarse. Si a media mañana no hay nadie en el sofá, se empieza a quedar dormido de pie y entonces gime y se apoya en los escalones esperando a que alguien le coja en brazos. Tom quiere poco: comer, salir a la calle, dormir, compañía, pero lo quiere todo el rato. A medida que se hace mayor, se le van escurriendo las patas traseras, se le cae la lengua de la boca como un trapo, bosteza y rebufa y estornuda con más frecuencia, y se ha vuelto más sensible a quedarse no ya solo en casa sino hasta en una habitación. Le gusta el fútbol y es del Osasuna. Mi madre, en estos últimos días, cada vez que me pido sacar al perro a la calle, se escapa con él sin decir nada y antes de lo previsto, sigilosa como un ninja. Cuando escucho la puerta de casa cerrarse de golpe, y pregunto quién ha salido, no hace falta que me respondan para saber que he sido de nuevo traicionado. 

Diego termina de leer De qué hablo cuando hablo de correr y Tokio Blues en apenas tres días, y lee ahora After Dark, también de Murakami, poco convencido. Le ha pillado, en apenas este espacio brevísimo de tiempo, tanto el punto al autor japonés que ya no le pasa ni media. 

Me llama L a media mañana. Es extraño porque no solemos hablar apenas hasta la tarde. Dice que no me voy a creer lo que le acaba de pasar. Dice que han llamado al timbre, que era su vecina, una mujer de mediana edad, para pedir ayuda porque su madre se había caído y abierto la cabeza. Resulta que la madre tiene 90 años, demencia senil y, cuando se ha caído, estaba preparando una bolsa para fugarse, considerando que estaba secuestrada. Ha quedado la mujer en el suelo con una mancha de sangre brotando de la cabeza y manchando alrededor. Han llamado a la ambulancia. Los médicos, al teléfono, le han pedido a L que tapara la herida e hiciera presión. Dice L que lo más duro ha sido ver los coágulos de sangre colgando, que entonces ha sentido cómo se le iba revolviendo el estómago hasta palidecer. "Se me han puesto los labios morados". Al final, la ambulancia se ha llevado a la anciana y su hija al hospital. Le han pedido a L que se quedara con el perro, un yorkshire que se llama Golfo. L me manda un vídeo del perro paseando campechano por esa casa ajena a él, contemplándolo todo con novedad de viajero. 

Hago deporte. Pedaleo despacio en la elíptica hacia los treinta minutos, que se acercan lentísimos. Mientras tanto miro el móvil, vídeoclips en youtube. La bicicleta elíptica es antigua y parece que alguna de sus piezas pudiera fallar en cualquier momento, y caerse entonces el aparato hecho añicos al suelo y yo detrás. Pedaleo cada vez más deprisa y al fin me detengo. Cansado de la elíptica, o aburrido, pruebo con Diego a hacer ejercicios con un vídeo tutorial de un tal Fausto, que desde el paseo marítimo de Playa del Carmen grita "ánimo guerreros, mis guerreros". Hacemos un calentamiento de casi veinte minutos, en el que saltamos arriba y abajo y abriendo y cerrando piernas y brazos. Luego, imitamos varios burpees, donde araño alguna que otra flexión y me escaqueo en las sentadillas. "Vengan a mí los dioses de África", dice Fausto, mientras nos anima. "No se rindan mis guerreros, ustedes no se rindan". Y le pregunto a Diego que cuánto falta. Miramos el vídeo, que apenas va por la mitad. Fausto es un tipo negro y musculoso, que refulge sudor en todos sus vídeos y esparce un discurso motivacional cuanto menos simpático. "Aquí no me abandonen, mis guerreros, hasta el final". Pero yo no estoy todavía a la altura del compromiso de Diego y abandono un rato antes. Y pienso a ver cuándo puedo volver a salir a correr. 

Acometo algunas tareas del hogar, no demasiadas. Cambio la ropa de cama. Descorro las cortinas del cuarto, abro la ventana. Luego trato de poner una lavadora, pero la lavadora está ocupada. Abro la tabla de planchar, enciendo la plancha y aviso a mi madre, porque no me acuerdo de usarla. Consigo que caliente, pero no sale vapor por más que aprieto botones. Resulta que falta echarle agua al chisme. Apenas he planchado unas pocas veces en mi vida, pues suelo llevar las camisas arrugadas y metidas por dentro del pantalón, con aire moderno, pero una vez que empiezo es una actividad que me resulta relajante, no me molesta demasiado. Mientras plancho, me acuerdo de aquella vez en Londres, buscando trabajo de camarero. Hacía una prueba en un restaurante elegante, cerca de casa, donde servían mucho vino tinto y jamón serrano. Era media tarde, servicio de cena, vestía camiseta negra, pantalón negro, zapatos negros. Varios compañeros me llevaron a una despensa y me recomendaron que me planchara bien la camiseta. Me  quedé a solas, con el torso desnudo y una plancha, y esperé hasta considerar que estaba suficientemente caliente para deslizar la superficie lisa por encima de la camiseta, abrasándola entera, dejando una mancha de quemado que la cubría desde el cuello hasta la altura del ombligo, una mancha gris que por más que frotaba y frotaba no se iba. Me puse corriendo la camiseta, la metí por dentro del pantalón, más arrugada y ahora sucia, como si me hubiese tirado encima una cocacola entera, y salí al salón, a pasear entre los otros camareros, procurando no llamar la atención, que nadie se fijara mucho en mí. Serví platos, tiré cañas de solo espuma, y pasé la fregona tras la barra. Al rato, el encargado nos juntó a todos y, con la cara descolocada, preguntó quién se había dejado la plancha enchufada y encendida. Dijo que si habíamos perdido la cabeza, o algo así, ahora enfadado, e insistió en quién había sido. Levanté la mano tímidamente, esperando a que se delatase otro antes que yo. El encargado me calcinó con la mirada, se fijó en mi camiseta y creí ver que le estallaban dos venas del cerebro. Yo apenas hablaba inglés, así que balbuceé un par de cosas, dije so sorry, me encogí de hombros y acabé mi turno. Antes de irme me escondí en el bolsillo dos lonchas de jamón, que me comí de vuelta a casa. Luego nunca me llamaron.

Cuando termino de planchar, miro las camisas que he ido acumulando, colgadas de las distintas sillas de la habitación, y me pregunto por qué siguen arrugadas. Cojo alguna y vuelvo a pasar la plancha por encima, sin éxito. Aliso los brazos, la estiro, y pruebo a plancharle un costado, luego el otro, con minucioso esfuerzo, la cuelgo de su percha y contemplo la camisa arrugada y me pregunto por qué. Más tarde, Diego y yo ayudamos a pasar aspirador y fregona por algunas habitaciones de la casa. 

Ato a Tom y salimos a la calle. El césped del parque ha ido creciendo a ramalazos estos días. El cielo, encapotado en su mitad oeste, deshace su bóveda en grises oscuros. Se empiezan a escuchar algunos truenos y arranca una lluvia pendular que no cuaja del todo. Llevo conmigo el paraguas rojo de mi madre por si acaso. Cae a lo lejos el fogonazo de una luz azul, como de un rayo espurio, y de seguido se alza una cacofonía de la tierra que rebota en el parque. El parque está lleno de barro y pienso que la tormenta va, no viene. El viento agita las ramas más altas de los plátanos. Hablo con L por teléfono y empieza a llover de verdad. Abro bien el paraguas, que se dobla todo el rato por el viento, y me meto con Tom bajo uno de los árboles que cercan las pistas de fútbol. Está diluviando y miro alrededor, caer esta guillotina de agua, y pienso que es una nube pasajera y que tiene que pasar pronto, pero no amaina, arrecia cada vez más, y el perro, que curiosea los arbustos de nuestro lado, empieza a ocultarse bajo el rostro de la lluvia. Así que echo a correr hacia casa, con Tom siguiéndome. Le miro y veo que se va encharcando entero, su pelaje se inunda y corre como a cámara lenta, en un trote cochinero nada heroico, con la lengua fuera y la cabeza pesada. No sé si alguna vez le he visto tan mojado. Al llegar a casa, le meto en una toalla y le froto todo lo que se deja. Luego, le paso el secador, cuyo calor denso recibe a gusto y se sienta junto a la pared. La lluvia va dejando en los cristales de la casa una densa opacidad, resbaladiza, renovada constantemente en ondas incoloras, que se van volviendo piedras de granizo, y que rebotan en el techo de los coches como pelotas de fútbol. Tom se zarandea, agita el pelaje y se va a la cocina a beber agua. Yo me quito la ropa y me meto en la ducha. 

Antonio nos recomienda Un profeta. A ratos, en su primera mitad, me produce la película indiferencia, pero luego me termina encantando. El ascenso de un hombre sin lazos a la cúspide del trapicheo carcelario está interpretado por un actor en quien creo reside gran parte del mérito de la película, al menos una parte importante. Combina discreta y diestramente en sus mínimos gestos la arrogancia de quien no tiene miedo porque cree no tener nada que perder con el nerviosismo de quien se ha visto obligado a residir en el mundo siempre alerta: rodeado de un sinfín de estímulos de incertidumbre tales como palizas, muertes, amenazas, engaños. Y hace todo esto en cualquier plano con la misma solvencia, sin perder fuerza ni credibilidad. El personaje se va volviendo carismático no tanto por el aura carcelaria que atraviesa impávido, sino porque del actor se desprende una amalgama de furores, como fiereza, duda, determinación e intemperie, que reprimidos van asomando a coletazos bajo la capa superficial de una templanza imposible.

jueves, 9 de abril de 2020

Hace calor y salgo a pasear con el perro y bajo la calle hasta el parque. Me he puesto el abrigo, no sé por qué rara intuición de frío inhóspito en un rato, que no llega, y empiezo a sudar y me abro la cremallera y dejo que me entre el aire templado de media tarde; no me apetece cargar con el abrigo en brazos y no me lo quito. Revolotea el polen en tornados minúsculos ante los tonos oscuros de madera y ramaje de los pinos y olmos y un sauce del parque, brillando el polen como granizo ingrávido, y busco un banco donde sentarme a leer. La explanada entera está encendida por un abril con luz de agosto, pasan cerca otras personas con sus perros, y nunca algún vecino me pareció tan distante, y pienso de pronto si no puede ser que alguien de las casas de alrededor se moleste por verme sentado en un banco y leyendo, y observo los bancos vacíos del parque y la arena ocre orillada en montículos de tierra alrededor. Me inquieta que alguien se ofenda, que me insulte o, peor aún, me grabe y viralice, pues no son pocos los casos que circulan estos días por las redes. Pienso que, si me siento a leer con el perro a un lado, puede ser que algún vecino considere con razón que estoy ocioso y distraído en el parque, bajo el sol, en vez de cumpliendo con la obligación de estar en casa. Se supone que al perro hay que sacarle poco, apenas a que haga sus necesidades. Así que decido seguir caminando y volver hacia mi calle. Y regreso disgustado conmigo mismo y con el mundo, mientras retrocede el día, deshaciéndose el cielo claro, y voy leyendo pero el hecho de leer de pie mientras camino se hace incómodo, con el perro tirando de mí por la correa a cada poco para detenerse en seco y siento que no avanzo, y trato de concretar mentalmente que ya es Semana Santa. 

Ahora que ha llegado la Semana Santa, me acuerdo de aquella que pasé con Diego y mis padres en un cortijo a las afueras de Jerez de los Caballeros, localidad de la provincia de Badajoz. Fue hace tres años, todo alrededor era campo y atardeceres rosados y encinas y vacas, el pueblo era pequeño y lleno de cuestas, con calles estrechas y casas blancas y antiguas, entre las cuales se alzaba la iglesia puntiaguda, y para llegar del pueblo al cortijo había que descender en pendiente casi vertical una ladera, pasar junto a una gasolinera y seguir en coche hacia el campo durante al menos quince o veinte minutos, por carreteras secundarias de un solo carril en cuyas curvas había que ir pitando por si acaso venía alguien de frente, a cuyos lados se veían otras fincas, jaurías de cerdos negros tras vallas viejas de madera, vacas subiendo y bajando cuestas de césped verde y amarillo, y a veces caballos blancos. La casa era una casa pequeña en una finca enorme. La casa era un rectángulo de piedra con un jardín de hierbas secas crecidas hasta las rodillas, por donde era divertido andar junto a los perros, que desaparecían asombrados de su propia repentina no existencia. La casa era de un viejo filósofo que había trasladado su residencia habitual a Madrid y utilizaba ésta como su segunda biblioteca, y así estaba llena de libros, que cada pared era una estantería cubierta de tomos en los que podías encontrarte cualquier cosa, buena o mala. Me acuerdo que mi madre nos estuvo regañando varios días a mi padre y a mí porque decíamos, no sé si en broma o en serio, de llevarnos de vuelta a casa varios de esos libros, justificando el robo en que de tantos que había allí apenas se notaría. Yo creo que mi madre no lo sabe, pero terminé por llevarme dos. En un principio planeaba llevarme tantísimos, incluso los había distribuido por la cama para ver si me cabían en la maleta, que hoy se me caería la cara de vergüenza, y los dos que me llevé fueron un ejemplar de una antología cutre de Cernuda y El don de la ebriedad de Claudio Rodríguez. Aún los conservo con cariño y un difuso sentimiento de culpa. Mi padre fue un poco más agresivo, pues se quería llevar las obras completas de Shakespeare, contenidas en una edición de lujo, tapa dura, color negro mate, precioso, de varios tomos gigantes, lo cual a mi madre ya le pareció un disparate, y no hubo manera.

Me acuerdo del césped creciente perlado de rocío en las mañanas, de las vacas pastando, las crestas rizadas de las colinas colindantes a la casa, los caballos de crin dorada que trotaban distraídos en la zona, de comer en el jardín interminable, de leer a todas horas, del calor del día y del frío acogedor de por las noches, cuando el pueblo iluminado resaltaba en el horizonte como un faro fijo, de poner la chimenea, y que Diego se aburriera un poco porque apenas llegaba internet. Alguna tarde salí a correr, y se veía la casa a lo lejos, alzada en mitad de un llano, y en la distancia el pueblo coronando una montaña, partido en su mitad por un acantilado, con la aguja de la iglesia fijada al cielo por encima de todo, y veía los pájaros volar en semicírculos, mientras avanzaba por un carril de tierra junto a la carretera, con una luz naranja y oscilante que dejaba en el aire un olor a campo inagotable. Y miro esta luz de aquí en casa, la luz que avanza del día, y el cielo que se deshace de nubes y brilla, y este sol de la calle que arrastra fugitiva la tarde hacia la noche, y escucho a los perros que ladran, los aplausos, los últimos piares de los pájaros hasta mañana, y todo va quedando en reposo como un niño, y en huelga de viento se va cayendo el aire caliente de la tarde hasta cubrir como una pátina el jardín, y pienso en los libros robados a amigos que tendremos en casa, yo creo que pocos, o los libros que prestamos y que nunca volvieron.

Cae un rebrote de lluvia. L me dice que se aburre, y que mientras habla conmigo está sacando la cabeza por la ventana de casa como un perro, para ventilarse, y que quiere volver ya a la normalidad. José Manuel me escribe al móvil y me dice que está hasta las narices de estar metido en casa todo el día. Y le pregunto qué tal está por lo demás y me dice que depende, porque está encerrado. Pienso si él, con asperger, no puede salir, y luego imagino que como sus padres son mayores prefiere no arriesgarse. Sé que esta cuarentena se le está haciendo dura. También le digo a veces que deje de consumir vorazmente todo tipo de información volátil sobre el coronavirus que le llega al móvil, pues no para de enviarme cosas que cualquiera acabaría saturado, y que no esté todo el día en internet mirando las noticias. Le digo a José que seguro volvemos a la calle pronto, a modo de ánimos, y me pregunta si estoy seguro y qué datos tengo 

Los informativos me cansan, pese a la aparente mejoría de las cosas, o al menos cierta estabilización de la debacle. Pienso si cuando acabe todo esto no dejaré de verlos. Tardo en filtrar la información y procesarlo todo. Mi madre prepara la cena, trucha con bacon. Yo espero picoteando nachos con salsa, me abro una cerveza sin alcohol. Buscamos qué película ver. Hablamos con Antonio por Skype. Al parecer, en Austria, van a levantar pronto el confinamiento. Antonio nos dice que le pillamos viendo una película de Juliette Binoche. Y hablamos de varias películas de Juliette Binoche, cada cual con su entusiasmo. Vemos Lion, en Amazon Prime, que nos recomienda Antonio. La película transcurre con un inicio lento en India, siguiendo la infancia a la deriva de un niño que se pierde y es finalmente adoptado por una familia australiana, una familia buena y de dinero y que lo quiere. Disfruto el callejeo de la cámara por India. El niño me parece un actor magnético, también el actor adulto es estupendo y lo es Rooney Mara, y la historia concluida me parece asombrosa. Pero me aburro un poco, se me hace larga, se me hace un poco intenso el personaje de Nicole Kidman. Mi madre dice que no ha parado de llorar. Mi padre , indignado, dice que no vuelve a hacer caso a Antonio. A Diego le da un poco igual, yo creo que se ha dormido pero no lo dice. 

Leo Las correcciones, de Jonathan Franzen. L se lo ha empezado al mismo tiempo, comentamos algunas cosas de las primeras cien páginas. Hace años leí Libertad y me gustó. Dice Bret Easton Ellis en su último libro que Las correcciones es una novela que le gustaría haber escrito a él. Mi padre la terminó de leer hace poco, con numerosos elogios. Vuelve a ser una honda disección de una familia media norteamericana. Me recuerda en la distancia a algo de Updike, aunque siga prefiriendo a Updike. Me doy cuenta que ya la había empezado. La dejé porque me iba a Austria y tenía otros libros más ligeros que llevarme. Mi madre lee La montaña mágica. Aparece el libro por casa cada día en una esquina, a veces en la mesa de la cocina, a veces en el salón, a veces en la escalera. Lo lee con tal detenimiento que me pregunto si no lleva hoy menos páginas que ayer. Ella dice que avanza despacio porque estos días se queda dormida enseguida, y que según se tumba por la noche en la cama a leer se le cae el libro encima como un piano. 

La edición que tenemos por casa de Las correcciones es vieja y con el blanco de portada desgastado, la compré de segunda mano por dos euros en San Sebastián, cuando fui a correr la maratón del pasado 24 de noviembre. La maratón era el domingo por la mañana, y fui a pasar el fin de semana entero. Me alojé en un hostel del centro, pequeño, agradable, lleno de corredores, en habitación compartida con otras cinco personas y baño común. En el piso de abajo había una cocina amplia que funcionaba como sala de estar, y un escalonado de sofás con terraza que nadie utilizó por el mal tiempo. El sábado me levanté temprano y salí a recorrer la ciudad, hacía un viento huracanado y lloviznaba y busqué librerías de segunda mano en Google. Así pasé la mañana entera en una Read Read, refugiándome del clima, y me compré cinco libros por diez euros. La noche anterior había cenado un Domino's Pizza grasiento y asqueroso, y me sentía culpable y me fui a comer de pintxos. Luego, por la noche, cené pasta y puré, que fue lo que me recomendaron dos chicos malagueños de mi hostel para antes de la carrera. Cené con ellos y una chica italiana. El mayor vivía en Toulouse, Francia, desde que se fuera de Erasmus, y hacía triatlones por Europa. Ahora tenía mujer e hijo y la cara chupada del deporte. Su amigo se había puesto malo de la tripa y decía todo el rato que no sabía si correr. La chica italiana vivía en Cantabria, dando clases de surf, había venido a San Sebastián a pasar unos días y conocer la ciudad, decía que no le molestaba la lluvia. Me preguntaron los malagueños si había entrenado bien, y qué tiempo pensaba hacer. Les conté que había hecho varias carreras de diez kilómetros y tres medias maratones el año anterior, que desde agosto que me apuntara había empezado a entrenar más en serio, corriendo entre cincuenta y setenta kilómetros a la semana, y que a mí me gustaba correr como un paseante, ir viendo el alrededor y pensando en mis cosas, y que si intentaba ir rápido me cansaba, y que sentía había llegado a San Sebastián constipado pero en forma. 

El sábado me acosté pronto y el domingo me levanté antes de que sonara la alarma. Mis compañeros de cuarto ya estaban en pie y me encontré en la cocina con los chicos malagueños. Desayunamos en silencio y mirando con rabia a través de los cristales la lluvia que caía a cántaros en la calle. Aún era de noche cuando salimos a buscar un autobús que nos llevara hasta Anoeta. Atravesamos media ciudad, cortada, bajo la lluvia, y cada indicación que alguien nos daba era errónea, y pasaba el tiempo y estuvimos a punto de llegar a pie y tarde, pues al final cogimos el autobús a apenas unas pocas paradas de distancia y llegamos casi a la hora exacta de salida. Cuando llegamos a Anoeta, yo tenía los pies totalmente encharcados, pero al menos la lluvia amainó y el cielo se fue despejando. Allí nos separamos porque cada uno salía de un cajón distinto y ya no nos volveríamos a ver, salvo de pasada en mitad de la carrera. Me acuerdo en la línea de salida una señora mayor que me preguntó qué maratón era para mí. Le dije que la primera. Y sonrió contenta y me dijo que eso no se olvida. Para ella era su número dieciséis, y debía tener cerca de sesenta años. Me quité el chubasquero y lo tiré a un lado al suelo. 

Y entonces comenzó la carrera, y no sentí nervios ni fui muy consciente de todo el recorrido que había por delante, como si me pareciera imposible completarlo y estuviera decidido a ir viendo sobre la marcha, y empecé a correr a un ritmo constante que mantendría durante las tres horas y cincuenta y dos minutos que tardaría en recorrer los 42km, en los que cruzamos dos veces la ciudad de San Sebastián y sus proximidades. 

Corrí sin muchos problemas hasta el kilómetro treinta. Llevaba bien la respiración y me notaba ágil. El viento había ido disminuyendo y ya apenas molestaba. Me quité el gorro y los guantes, y los tiré. En cada puesto de comida y bebida, cogía todo lo que podía, aquarius, plátano, almendras, agua, chocolate. A partir del kilómetro treinta, sorbiendo de dos geles que me acababan de dar, tratando de dosificarlos, las piernas me empezaron a pesar, a ratos me dolían y a ratos sentía una desconexión con ellas. Corría mirando el paisaje, el mar a un lado, los viejos edificios, mirando los carteles con la hora y los kilómetros recorridos, mirando a los otros corredores: había quien paraba a mear, caminaba, estiraba, o incluso se sentaba junto a una ambulancia cubierto por uno de esos plásticos fosforitos para entrar en calor, y me concentraba en adelantar a los nonagenarios que podía. Cada pocos minutos notaba un pinchazo o un calambre en una de las piernas y confiaba que se pasara, y se pasaba, y pensaba que ojalá no me diera más fuerte, pues si caminaba o me detenía sentía no sería capaz de volver a ponerme en marcha. A partir del kilómetro cuarenta, asumí que ya daba igual que me fallaran las piernas, que me diera un calambre o un tirón y que igualmente acabaría la carrera, y esos dos últimos kilómetros se me hicieron eternos, como si el tiempo se hubiera detenido y la distancia recorrida se prorrogara indefinidamente. Sentía las piernas rodar por su cuenta, en un automatismo desconcertante. 

Cuando llegué a la meta, lo primero que hice fue mirar el cronómetro gigante y alegrarme por el tiempo conseguido, y luego pensar que nunca jamás, lo de correr una maratón. Y cuando traté de detenerme, me di cuenta que el cuerpo seguía impelido a correr, como si no solo las piernas, si no también mis brazos, mi tórax, mi cabeza, siguieran en carrera. Me costó un rato deshacerme de esta sensación, como cuando te bajas de una bicicleta elíptica muy deprisa y sientes que te caes, y luego me invadió un cansancio fenomenal y absoluto, un cansancio amable que me iría creciendo durante los próximos días, teniéndome en un estado de flotación fascinante y donde nada malo parecía podía suceder, y al mismo tiempo mis piernas se detuvieron de pronto del todo y se rindieron. Entonces me di cuenta lo muchísimo que me iba a costar volver hasta el hostel. Apenas podía moverme. 

Fui dando pasos cortos, con la medalla colgada al pecho y un extraño sentimiento de felicidad o satisfacción, no sé, de culminación absurda de algo, embebido entre toda esa masa de gente que iba abandonando la zona de Anoeta, hasta encontrar un autobús, abarrotado de otras personas sudadas y en ropa de deporte, que me devolvió a una distancia que consideré prudente de donde me hospedaba. 

Llegué al hostel mucho rato después, pues caminar cualquier distancia era cada vez más un infierno, y tras una ducha larga y deliciosa de agua hirviendo, y de cambiarme de ropa y coger mi maleta, y peinarme un poco, pregunté en recepción por un taxi para ir a la estación de tren. La chica que atendía se rió y me dijo que estaba al lado. Le expliqué que no podía caminar con la maleta. Se encogió de hombros y dijo que no tenía teléfono de taxis. Salí a la calle y ya no era capaz de levantar las rodillas o articular el solo movimiento de deslizar el pie por el suelo desde el talón hasta la punta y levantarlo, como si mi cuerpo se fuese deshaciendo de sus gestos naturales poco a poco. Busqué en internet paradas de taxis o algún contacto sin éxito, y entonces asumí que tendría que ir andando a la estación y me pareció imposible. 

A medio camino, cuando llevaba ya media hora, moviéndome como un pato, dando cortos empujones a mi maleta azul, pasó un taxi a mi lado y alcé el brazo, casi tirándome a la carretera, y se detuvo. Le dije al hombre que iba a la estación de tren y me dijo, señalando con un gesto de la mano, que estaba ahí delante. Le conté que apenas lograba caminar, metió la maleta en el maletero y le pregunté si podía pagar con tarjeta. Me dijo que no y sacó mi maleta del coche y se marchó. Y seguí caminando, bebiéndome de un trago un powerade, deteniéndome a  descansar y mirar el mar a lo lejos, el perfil gris de la ciudad, y me senté un rato en la maleta a mirar el móvil y pensar ya en otras cosas, como quien se abandona, suponiendo que perdería el tren de vuelta a Madrid, y tan relajado por el ejercicio que me daba igual. 

Al llegar a la estación, celebré tener aún margen y me fui a la cafetería y me comí un plato enorme de huevos con bacon y patatas fritas, bañado entero en ketchup y mahonesa, y me pedí tres pintxos de queso de cabra con mermelada y nueces y varias croquetas, y dos cervezas sin alcohol, y otra croqueta, y la mujer de la barra me miraba fascinada, y me di cuenta que no había fondo en mi estómago, y que comer pocas veces me había producido ese placer. Luego llegó mi tren, y me senté entre otros tantos corredores que también volvían a Madrid, que hablaban con sus respectivas parejas o amistades de la carrera, y me apoyé en el cristal y me dormí, me dormí en un sueño dulce y desperté ya horas después, cuando casi habíamos llegado, con una sensación de reposo que no se parecía a ninguna otra que hubiera experimentado después de carreras más cortas, sólo quebrada al darme cuenta de lo mucho que tendría que andar, escaleras abajo y arriba, por la estación de Chamartín. En Madrid hacía algo de frío, estaba el cielo despejado y había oscurecido. Y me senté luego en un banco, a esperar el tren de Cercanías que me llevara hasta Las Rozas, leyendo Las correcciones. 

Irene me manda audio-críticas literarias de más de dos minutos y medio. Le paso los textos que voy escribiendo estos días y ella me manda audios de voz con sus comentarios. Copio por aquí algunas de sus impresiones de filóloga, que creo son interesantes. "Te has pasado un poco de largo y repetitivo. (...) También, se agradece mucho que cuentes anécdotas, que des detalles. (...) Últimamente estoy escuchando a Aute, estamos en casa todo el día escuchando a Aute, nos vimos un documental. (...) Creo que estás mejorando bastante en la selección de los adjetivos. (...) Yo tengo vacaciones pero voy a hacer poco, la verdad. Tengo programada una batalla de torrijas y poco más".

martes, 7 de abril de 2020

Llevo despierto apenas un rato y escribo. Creo que me he quedado sin tinta en la pluma porque no escribe y escribo esto con una especie de bolígrafo-rotulador que hace un trazo similar aunque no el mismo, mancha un poco más. Me da pereza cambiar el cartucho de tinta ahora. Y me da pereza también pensar que luego tendré que pasar esto del cuaderno al ordenador. Doy sorbos a un vaso de leche a la mitad con grumos de galleta y me tomo un paracetamol. Mi pereza va invadiendo otras perezas y se alinean puntiagudas como una carretera de álamos por la que siento circular con el viento de cara, que entra frío y ágil en la mañana a través de la ventana abierta. Aún tengo hambre y escribo un rato largo cosas que luego tacho o dejo sin pasar a limpio. Se hilvana la mañana en el recuerdo de mañanas anteriores y repito la rutina de fin de semana de escribir y de lectura. Llevo despierto apenas un rato y me noto el cuerpo aún con ínfulas de dormido, congestionado, los reflejos lentos, las pestañas pegadas, el ánimo en reposo de momento y la respiración ralentizada y corta que torpemente se desinfla. 

Tan pronto como me despierto, poco antes de que suene la alarma, cuando ya entra la luz amarilla de media mañana a través de las cortinas amarillas de mi cuarto, y llega de la calle la noticia silenciosa de otro día, y escucho apenas por la casa los sonidos familiares de los demás, me ausculto mentalmente todo el cuerpo, a ver cómo me encuentro, y me inclino hacia adelante, cojo el móvil que se carga por la noche a los pies de la cama, devuelvo el cojín rosado que de madrugada tiré al suelo a su sitio encima de la almohada, y me tumbo otra vez somnoliento y aturdido para mirar WhatsApp y abrir en internet algún artículo que me vaya a apetecer leer desayunando, mientras el tiempo empieza a cobrar forma y se alza al fin enhiesto y así puedo levantarme yo seguido, ponerme las zapatillas de andar por casa, ir al cuarto de baño a lavarme la cara y mirar por la ventana si hace bueno o si hace malo y despejarme. Luego me pongo a escribir, y escribo esto despacio y pensativo, y leo un rato, mirando la mañana desdoblarse, y me invade el sueño y me vuelve ese sueño lento de antes y se juntan. Y al rato, sin darme cuenta de ello, sin conciencia de ir perdiendo la noción de lo que leo, me quedo dormido en el sillón. Mi padre aparece en el despacho y me encuentra desfallecido como un edredón viejo. Despierto con la saliva seca en la boca, con ligeros espasmos en los músculos de las piernas y desubicado, como si hubiera amanecido en otro año. Pienso si habrá acabado ya la cuarentena. Y así paso el día entre la vigilia y el sueño, consumando una risueña ociosidad. Dormir la siesta por la mañana, entre el desayuno y la comida, me deja encima una placidez de cuerpo ajeno, como si no me perteneciera hasta la tarde. También me noto más a gusto y denso y vago. 

No se oye nada en la calle. Hay un silencio agradable y solo me llega el sonido de la tele en el salón. Tengo ganas de volver a hacer deporte, de salir a correr. Si pudiera correr ahora catorce kilómetros tres veces por semana, apenas notaría que estamos confinados. Pertenezco a una manera de estar por casa que no es que me moleste, ni me inmuta de no ser por lo de fuera, pero también me reconozco enormes privilegios por disponer de perro y de jardín y cuarto propio. Hay un verso de Antonio Lucas que dice: "Pertenezco a lo que no puede durar". También tengo ganas de ver fútbol, la liga, la champions. A modo sustitutivo, mi padre, Diego y yo, vemos algunas tardes documentales, sobre el Manchester City de Guardiola, sobre el Liverpool de Steven Gerard. Hoy he soñado que volvía a la adolescencia de jugar en un equipo federado y que era día de partido y que el entrenador no me sacaba y me enfadaba y ponía triste. Cuando sueño que juego al fútbol, pocas veces, lo disfruto mucho, y pienso es una lástima haberme quedado en el banquillo. 

Me muevo por la casa y trato de estirar un poco. Me cruje la espalda. Me veo la cara hinchada por la barba. Ha florecido el jardín. Diego ha salido a hacer deporte y hace deporte en videollamada con sus amigos. La mañana es alta y calurosa. El perro sale al jardín y persigue a Diego. Mi madre habla por teléfono en el salón. La mañana avanza lenta y el cuerpo se va adiestrando en la quietud, el riego sanguíneo se oxigena en la costumbre siempre igual de cada día. Me siento en la terraza y trato de describir el jardín. Escribo en pijama y pienso en vestirme. Se oyen distraídas conversaciones en los jardines vecinos, las carreras en corto de algún niño. Me canso del rotulador y le cambio el cartucho de tinta a la pluma. La pluma no me cansa nunca, al revés, me genera una especie de adicción; se parece a conducir la moto, cuando más rato llevo así, más ganas tengo de seguir. El sol se oculta levemente tras una nube pasajera, y deja una sensación térmica más baja hasta que vuelve a aparecer. Los colores del jardín son más intensos, han renacido los morados, los marrones, amarillos y granates. Me vibra el móvil. Un amigo manda un vídeo al Whatsapp. Están él y su novia en el sofá y discuten sobre cuándo ha sido la última vez que él se ha duchado, y de fondo en su salón suena música clásica, y pienso qué agradable. Y crece la mañana, luminosa como un ático, y baja del cielo una niebla esporádica y picada que recorre el horizonte allí a lo lejos. 

Pienso si todas las decisiones por la casa son inútiles, si alguna cambia en algo la consecución del día, si los acontecimientos aquí dentro tienen algo del misterio de ahí afuera. Pienso en la forma de mirar las cosas, contraída la mirada, desprendida de cierto dinamismo. La mañana calurosa se va convirtiendo en este puente ebrio hacia la tarde, sin rigurosidad, con tambaleos; hay mañanas como esta que se extienden indefinidas, parecen perpetuarse hasta la noche y aniquilar la tarde. Es una mañana de sol glacial y luz que reverbera en los balcones casi como si hubiera sábanas colgando y ondeadas por el viento, y suena un teléfono móvil, una canción de aerobic a lo lejos y los saltos de alguien que se ejercita, y por encima de todo un silencio que es la ausencia del tráfico en la zona. Así va la mañana sucediendo con hermoso desperdicio. 

Mi madre me dice que este sol, tomarlo mucho rato, es malo y que me voy a resfriar. Es un sol de abril rollizo y álgido, y yo pienso en si tendrá razón pero que peor me parece ignorarlo y que se extinga. Mi padre dice que las palomas de la calle han engordado. Mi madre me enseña un texto que va a subir a Facebook y me pregunta si me da vergüenza ajena. Le digo que sí, pero que está perfecto. Y es que a mí casi todo me produce vergüenza ajena, pudor, como se diga. Incluso lo que yo escribo si lleva cualquier exaltación de un sentimiento, pues creo va a deteriorarse en la escritura enseguida, a la misma velocidad en que venza el sentimiento o incluso antes. Y pienso en la casa como espacio literario. Hablo con L. Me hace elogio y crítica de alguno de mis escritos. Pienso en la escritura, en la escritura de estos días como una suerte, pienso que es el momento para escribir ese libro  que quería Flaubert sobre la nada. 

El reverso de los días, bajo esta lumbre nueva, se me va descubriendo hipnótico en el sentido de contemplar las rutinas de antes, y así pienso a menudo ahora la cantidad de tiempo que me paso, he pasado, en autobús y metro, casi tres horas diarias de lunes a viernes, para ir y volver del trabajo. Los tíos de mi amigo Martín me hicieron cálculos este verano, y me dijeron que pasaba un mes entero al año subido a un autobús, y me preguntaron si me compensaba. Nunca quise ver mis viajes así como un tiempo derrochado, y me lo replanteo mucho ahora, junto a lo que pueda significar aprovechar o malgastar el tiempo, cuando el tiempo se ha interpuesto radical en el camino como un óbice, e insiste en que lo máximo que veníamos haciendo todos era rodearlo cada cual a su manera, como si en el fondo diera igual por dónde. 

Me agrada la posibilidad del día de deambular anónimo y  aleatorio entre la gente y la ciudad, esa especie de flâneurismo moderno que es en vez de pasear o callejear subirse al metro, tren o un autobús y dejarse llevar a un destino concreto o a ninguno, o los viajes largos por España, que en vez de en avión o en tren se hacen en un autobús de muchas horas. Siento una curiosa lozanía que presta ese modo de moverse y aprehender el tiempo, si no va demasiado lleno y agonizas. Y lo disfruto de veras si llevo conmigo algo a modo de lectura. Imagino que en algún momento me hartaré, incluso alguna vez amago con decirlo, pero siento que aún no lo he hecho, y me sigue produciendo una vieja satisfacción.

Como el agua, la mañana va cayendo limpia y limpia el día, e inunda todo. Tiene algo de invernal esta mañana, no sé si es por la brisa aérea o por mi padre con jersey en el jardín. Así como se percibe en el aire enseguida la soleada forma de esta mañana, se posa luego de una primera mirada una forma de quietud en el ambiente, que es una quietud con su zozobra, zarandeada como el fuego de una antorcha que se apaga, y despide un aura de abandono y de ilusiones detenidas, pero también de escenas nuevas, como si la mirada poseyera por primera vez lo que contempla. Ha dejado la noche una mañana luminosa. Yo creía que la vida no podía detenerse así. Es decir, sabía que individualmente sí, pero no creí que el mundo en su ancha faz lo haría a estas alturas.  

Me alegra poder tener unos días ahora de vacaciones, aunque sea por casa. Quiero aprovechar a leer mucho, escribir mucho. Me muevo por casa y escucho a Diego en su cuarto, hablar por teléfono con sus amigos. Les cuenta que hoy se ha gastado "doscientos pavos en ropa". Me quedo parado, atento a lo que dice, preguntándome si de verdad se habrá gastado de pronto y sin venir a cuento ese dinero en ropa. Pienso en qué página de internet la habrá comprado, qué prendas concretas habrá elegido. Me extraña, pero al mismo tiempo no sé, pues son tiempos extraños. Luego le oigo decir que también se ha comprado un caballo. Me quedo desconcertado, y entonces caigo en la cuenta de que está jugando a la play. O eso espero. Entro en su cuarto y lo confirmo y me pregunta qué voy a hacer estos días. Le digo si me ayuda a ordenar la librería. Me mira y dice que no, y me pregunta cuándo vuelvo a hacer deporte. Le digo que aún no sé. Ya no sé si estoy malo, mis casi imperceptibles síntomas se han esparcido en un haz de otros síntomas y ya no logro distinguir con claridad cómo me afectan y, por si acaso, de momento no he vuelto a hacer deporte; por si acaso qué, no lo sé. Y pienso qué voy a hacer estos días.

Me he cogido vacaciones de Semana Santa. Miro el calendario en el móvil, para ver en perspectiva los días que llevo trabajando desde casa. Dejo el móvil y escucho el radiador, gotea un poco y luego burbujea hasta el silencio. El perro camina por la casa distraído, con cara de bueno, buscando algún lugar donde dormirse acompañado. No se aclara todavía con los usos y horarios en cuarentena de cada uno. Y debatimos en casa sobre redes sociales. Diego y yo nos ponemos en contra, y mi madre nos expone por qué las usa con cuidado y con talento. Yo no tengo claro nada, y menos ahora, con todo esto, sobre las redes sociales. Sí, está bien poder hacer Skype con Antonio en estos días y que nos recomiende películas indochinas con planos infinitos que nunca veremos o hablar con los amigos por WhatsApp, pero no sé. También debatimos en casa si ver o no Hereditary, y yo prefiero que no. Hereditary es una película de miedo. Antonio nos dice que ha tenido muy buenas críticas, que el director pertenece a un grupo de amigos que está revolucionando Hollywood con un tipo de cine que mezcla lo comercial con el arte-ensayo. Entro en FilmAffinity y compruebo que la película tiene muy buenas críticas, no sé cuántos premios, y cedo y acepto que veamos la película. Luego a los veinte minutos he abandonado, y mi padre y Diego dicen  al terminarla que les parece floja o que no la han entendido, y si acaso mi madre sí queda satisfecha.

Mi madre y mi padre se van turnando pasar el aspirados por toda la casa. Suena como un aspersor atascado en un solo movimiento. Escucho el ahogarse de la manguera cada vez que se traga algo que no sea polvo. Por encima de esos ruidos de limpieza, con forma de tela finísima se escucha la guitarra de Diego, que toca en uno de los cuartos. Compone una canción nueva. El arranque me gusta, la letra dice: Esta mañana lo tenía claro/ voy a salir para no volver. Ayer le sugerí una frase para el estribillo que le ha gustado: Cambiar el mundo sentado. Diego y su grupo me dejan sugerirles cosas, les paso letras de canciones, pero luego pocas veces me hacen caso o utilizan algo en sus temas. En la mayoría de las veces, me mandan "a leer la Ilíada". En todo su disco anterior creo que apenas hay un verso mío, y manipulado. Hace no mucho le enseñé a L una letra de canción que había hecho para Siete de Picas, porque así se llama el grupo, y L se rió de mí y me dijo que eso era insostenible para un tema de pop-rock. Es decir, no se puso, como yo esperaba, de mi lado. Puede que tuviera razón. Me acuerdo de esto y busco la letra. Empezaba así: Al paso de las flores/ al atardecer/ miro hacia atrás en busca de mi Eurídice. Si bien lo veo pomposo, no entiendo por qué no puede abrir una canción moderna y comercial. 

Y mientras escucho los sonidos de la casa, miro por la ventana este cielo momentáneamente nublado bajo el sol que flota sobre Las Rozas, en un tiempo en estos días algo cambiante, supeditado a las noticias de ahí afuera. 

viernes, 3 de abril de 2020

Miro vídeos en YouTube. Miro algún vídeo de La Resistencia, alguno de Late Motiv. Luego miro por la ventana y me quedo pensativo, estoy un poco cansado y espero, y miro por la ventana. Contemplo la urbanización, quiero ver cómo oscurece. Busco en Google información sobre películas y series, busco qué puntuación y opiniones tiene Fleabag. Miro por la ventana, miro las nubes blancas, y sigo sentado en el sofá y espero. Hace buen tiempo fuera, queda aún algo de ese sol feliz de media tarde, un sol vago y lánguido. Miro su retirada, o no tanto su retirada como lo que va dejando atrás mientras se marcha: una procesión de colores cálidos. Busco en Google también la definición de la palabra lánguido: que carece de fuerza, vigor y lozanía. Miro las chimeneas de las casas de la zona, escalando el horizonte; son pequeñas, rectangulares, estrechas, de un ladrillo rojo desgastado. Miro todo el verde, sus distintos tonos, que puedo del paisaje. Busco en Google a qué hora exacta anochece. Pone que a las 20:42h. Miro por la ventana y veo el sol que se apaga lentamente, se va fundiendo junto al vendaval florido de sus sombras, que van cubriendo las fachadas, los jardines, y se vuelve el azul más azul y más oscuro, los tonos naranjas se deshacen amarillos, y luego queda ya una noche amplísima que recuerda a una noche anticipada de verano.

Inhalo con fuerza el aire por la nariz un par de veces. Me estoy probando a ver cómo respiro. Vuelvo a mirar por la ventana, se nota un clima suave. Estoy sentado en el sofá y comienza la noche y se escucha cada vez más difuminado el sonido de la calle: los pájaros, el viento. He dejado un libro y el móvil en el reposabrazos, y miro un poco alrededor, sin hacer nada, y me toco el pecho a ver si noto algo en los pulmones. También me toco la garganta por si acaso. De repente, porque no es algo progresivo sino un quiebro en la monotonía tranquila de la casa, se escucha un rugido fuerte y permanente que es la batidora puesta en marcha, y es que Diego prepara un postre en la cocina.  Está cocinando un postre saludable. Creo que trata de hacer galletas con nocilla natural. Ha comprado no sé cuántos ingredientes. Lleva un rato largo en la cocina, y ahora suena de pronto la batidora por toda la casa y presto fija atención al ruido que hace, nada elegante, agorero, como de obra, que termina por crispar la anestesia de la noche y su comienzo. Trato de ojear el libro, miro un poco el móvil y los WhatsApps. Mi amigo Rubén me manda una foto suya sin camiseta. Otro amigo se ha hecho Tik Tok y graba a su novia por casa para probar la aplicación. Yo ya me he acostumbrado al ruido de la batidora, cuando mi madre se levanta y va a ver qué sucede. Cierra la puerta de la cocina tras de sí. Se detiene la batidora. No alcanzo a oír bien la conversación. Creo que trata sobre porcentajes de leche y gramos de harina. Se abre la puerta de la cocina y sale mi madre. Da un par de vueltas al salón, dice que va a ayudar a Diego y vuelve a la cocina. Escucho ruidos, choque de platos, cierre de cajones, el sonido seco de algo cuando cae al suelo. Pienso qué está pasando ahí dentro. Solo espero que no se estén comiendo mi chocolate blanco. Luego aparece mi padre. Entra también en la cocina. Se encierran los tres un buen rato. Escucho la batidora zumbar arriba y abajo, truena con más fuerza, escucho que se enciende el lavaplatos. Luego vuelve el silencio, una pausa larga e inquietante. Y suena otra vez la batidora. Y sale mi padre de la cocina. La que están liando, dice. Y enciende la tele y pone las noticias.

Me doy cuenta que apenas escribo estos días, o escribo pero poco. Observo las luces mezclarse primero y luego fundirse en una sola, la luz de la calle y sus farolas con la luz de la casa, reposar aglomeradas en un cúmulo de luz tenue en el salón. No me cansa mirar esta luz de fin de día, de noche que arranca, cada vez igual y levemente distinta, una luz que es como el eco de la tarde o de otros días. El perro está tumbado en el sofá, respirando lentamente. El perro también se ha puesto malo. Se tumba en el sofá como un juguete tronchado y no alza la cabeza ni que le hables de comida. No ha salido a la calle, ni ha comido, tampoco lo pide. Ha vomitado varias veces. Tiene la cara apagada, el morro más achatado todavía y ha recogido las patas entre el cojín y la manta para hacerse entero una pelota. Resopla de vez en cuando y mira con ojos grises a los lados.

Veo cada noche las noticias como si fuesen una y otra vez las mismas, pero con la secreta intención de que vengan de una vez más buenas que malas. Busco entre el reporterismo, como en los aviones la cara de alguien a bordo a quien se le escape un gesto de alivio, una frase alentadora que suscite otra después y así se encadenen varias y luego más y más hasta que apaguemos los televisores, hartos de noticias siempre buenas. Pienso cómo ha podido afectar todo esto a algunos medios. Pienso por ejemplo en los deportes de Antena 3. Veo que ahora solo sacan vídeos virales de esos que pueblan las redes, que no tienen que ver tanto con el deporte como con los sucesos. Y me pregunto cuándo podrán volver a lo de antes, que era lo mismo pero en un ambiente más amable.

Cuando me voy a la cama, me invade un cansancio físico, flotante. Es una sensación de levitar hacia dentro, bañada en aprensión. Es un cansancio lento, lo noto con la inercia de los gestos detenidos, cayendo por mi cuerpo como si fuera nieve, y me tumba con más fuerza. Transito en el cansancio con pereza e hipocondría, y lo retroalimento. Cada síntoma me revuelve enseguida los nervios: tirito destemplado, floreciendo el vello de la piel como una orquídea, y me miro la cara al espejo convencido de estar malo. No sé cómo iré de defensas, espero que bien. 

Luego despierto en mitad de la noche, una noche tranquila y espaciosa, con cierto malestar. Miro por la ventana. Mi persiana está rota y entra la luz artificial de la urbanización. Es una luz que alivia y envuelve entero el cuarto. Siento un malestar de frío y flaqueza, me duele la cabeza, he tenido pesadillas, noto la tripa revuelta. Giro por la cama enrarecido, me invaden las noticias de estos días, cada dato negativo me voltea el pensamiento hacia los lados, y trato de confiar un poco en la suerte y en mi juventud, que si no ha servido para mucho al menos empiece a hacerlo. Soy un enfermo muy torpe, algo hiperbólico, y me ausculto mentalmente cada rincón del cuerpo para intuir que todo marche, y termino sospechando poder tener dos coronavirus, tres ictus y cuatro cánceres. Pero luego se me pasa. Y el tiempo, ese blanco desierto ilimitado, que creo decía Cernuda, sigue iluminando la noche sin que suceda nada, y tardo en volver a dormirme. Le he leído a Sandor Marai que cuando una cultura entra en decadencia, la civilización, es decir el principio de utilidad, genera cierto sentimiento de pánico en el alma humana, y entonces empieza la preocupación por medir el tiempo con una exactitud extrema.

Miro un rato al techo. Leo un poco. Dejo de leer. Me levanto y voy al baño. Relleno el vaso de agua que guardo en la mesilla. Bebo cada poco tragos largos (y me lo tiro sin querer todo por encima), no por sed, sino porque L me ha dicho que beba mucha agua y le hago caso. Me quedo despierto hasta que amanece.

Había empezado las memorias de Arthur Miller, las abandono poco después de las doscientas páginas. Es una edición vieja de Tusquets, que compré por nueve euros no sé dónde. No consigo integrarme en la lectura, con salvadas excepciones me va dando un poco igual lo que se cuenta. No sé si es el cansancio. Puede ser. Ni siquiera los claroscuros de su vida, el deseo de leer acerca de su escritura, de sus obras, de su amistad con Elia Kazan, su contemporaneidad con Tenesse Williams, su relación con Marilyn, entre otras cosas, consiguen convencerme de seguir. Me resulta pesado, me rechinan a veces cosas. No sé si será la traducción, la obra en sí, mi mente abotargada por el sueño.

Por la mañana, me quedo en la cama. Desde la cama, el mundo parece contemplarte sin aristas, se contempla el mundo también con más facilidad. Miro la librería. Pienso si estará bien amarrada. Ya se cayó una vez, cuando yo no estaba. Me llamó Diego y me dijo que creía haber oído caerse el techo. Al final, fue solo mi librería, que quedó sepultando entera mi cama y parte del suelo. No la monté bien. Ahora la miro y me pregunto cuándo volverá a caerse. Escucho ruidos en casa. Los demás se van despertando. Diego es el primero en bajar a desayunar. Al parecer, el perro se levanta mejor; le escucho trotar por los pasillos muy torero, ladrar incluso, siempre con torpeza, pidiendo su comida.

Volver a la cama, de vez en cuando, es una reclusión satisfactoria. Pienso cuándo ha sido la última vez que me puse malo. Hará cosa de un mes, un mes y medio. Me acuerdo hace no mucho. Pasé una gripe, de mocos y fiebre, que me tumbó un fin de semana entero en la cama. Ese viernes L me llevaba a la ópera. Era la primera vez en mi vida que iba a un sitio así. Íbamos a ver La flauta mágica, de Mozart, en el Teatro Real. Yo sabía que la ópera es algo complicado. Me dolía la cabeza, me caían los mocos a cataratas, tenía los ojos rojos y empañados y una leve sensación febril que no me abandonaba. Íbamos con prisa y casi llegamos tarde. Yo estaba expectante; sabía que cada persona reacciona de un modo distinto a su primera vez en la ópera, que hay quien llora y quien lo detesta, quien se apasiona y quien no siente nada; pero tenía esperanzas y creía que sería capaz de deleitarme con lo que viera representado.

Luego empezó la obra, y me sorprendí al darme cuenta que aquello estaba en alemán. Miraba a la gente de mi lado, incluso a L, para ver las caras que ponían. Recorrí con la vista varias veces la nuca de la cabeza atenta de un señor mayor que, sentado justo delante, parecía un especialista en estas cosas, y demostraba una fijeza incorruptible. Pero yo no disfrutaba y eso me inquietaba, y observaba al señor gordo que dirigía la orquesta con movimientos espasmódicos y orgiásticos, a los actores con sus gestos de cine mudo y sus voces inundando aquél salón, escuchaba los violines, y no lo captaba, no entendía nada.

Cuando pasó la primera hora y media, y hubo una pausa, a mí me sudaban la frente y las manos, y tenía la sensación exhausta del que sale de un sueño alucinado. No solo me confundió que aquello no hubiera acabado aún, sino que encima quedara otra hora y media más. No entendía que el público no se echara las manos a la cabeza, abucheara, tomara el escenario por la fuerza. Cuando me levanté de mi silla, precavido, para oír primero los comentarios de L, hubo algo que no me cuadró. Debí poner una cara rara cuando dijo no sé qué de unos subtítulos. ¿Qué subtítulos?

Fui al cuarto de baño entre abochornado y con alivio. Al fin comprendía por qué no me había gustado. Y volví a mi asiento contento por el modo en que sospechaba iba a disfrutar de ese segundo acto. Me relajaba la confianza nueva en que yo era capaz de paladear en éxtasis una primera ópera en directo. Y no solo seguí sin entender nada, aunque ahora leyera los subtítulos, sino que me di cuenta cuánto más había disfrutado en realidad del primer tiempo.

Escribo desde la cama, con el ordenador apoyado en la tripa. Me hidrato de poco en poco, bebiendo del vaso de agua infinito que tengo a un lado. Dejo la lámpara de noche encendida a todas horas, que hace más acogedor mi cuarto. Llevo doble calcetín, jersey de lana. Tengo la barba tan larga que mi padre me ha dicho que me afeite. Mi madre considera que es solo una fase de coquetear con la indigencia. Hablo por teléfono con L, busco en mi librería algún poema que me guste y se lo mando. Ella los va recopilando en estos días. Dice que los va a publicar con nuestros nombres cuando acabe todo, lo cual yo considero un exceso, y no sé si ilegal.

Camino por casa. Camino por casa prematuramente envejecido. Bajo las escaleras despacio y sujeto a la barandilla. Y he perdido el olfato. También, aunque en menor medida, he perdido el gusto. Queda entonces una sensación de lejanía. Es como si la aproximación sensible al mundo alrededor no se completara ya del todo. Es curioso. Siento una separación cristalina ante el entorno. No huelo la colonia, ni el champú, ni la cerveza. No huelo el queso brie, y los cereales de miel de la mañana me saben a agua. La nariz y la boca abandonan su hedonismo en favor de su aburrida burocracia: que el organismo funcione. El gusto y el olfato han decidido precintarse, aislarse del resto de sentidos. Umbral decía que al escribir "no se busca ni la belleza, ni la verdad, ni la justicia, ni la libertad, cosas todas ellas que están en la vida o no están en ninguna parte. Se busca un poco de tiempo en estado puro. (...) Y eso nos lo da, de pronto, la nariz, el olfato, el olor a infancia que tienen las cinco de la tarde, el olor a muerte de las enfermedades, el olor a puerto que tiene el amor". 

Mi madre cocina alcachofas. Se hacen a fuego lento e intento olerlas. Tom se sienta a un lado, esperando. Le ofrezco un gajo de naranja y lo rechaza. Le tiro un cacahuete y no lo coge. Le digo que lo limpie, y nada. Está ya recuperado, pero le siento más burgués. Mi madre buscó en Google para asegurarse que el perro no tuviera coronavirus. En la olla a presión, hay un hervido de zanahoria y patatas. Intento olerlo también. Miro el vapor de agua crecer e inundar la cocina, pero no huelo nada. La ausencia de olor es como una amputación del intelecto. Apenas me llega el olor por la vista, y pruebo un pedazo de chocolate blanco que me sabe a casi nada. La cocina se va llenando de un calor lento, que deja los cristales empañados. 

Y van pasando los días, sin que pase nada, y miro por la ventana a ver qué tiempo hace, si fuera llueve o hace sol, si pasa algo. Luego decido sentarme en el sofá y mirar el móvil. Y leo un rato a Marai: "Se había vuelto opaco todo lo que con una palabra altisonante denominamos Historia. Y al mismo tiempo, las noticias cotidianas - dónde encontrar pan, un par de zapatos o atención médica - se convertían en Historia. Así vivíamos en la Budapest destrozada por las bombas".




Pasan los días, pasan con giros de triciclo lento, ensimismado. Avanza la primavera hecha verano, avanzo con la moto en la autopista, y ava...