Abro una Coca-Cola y me siento al sol. A lo lejos un vecino riega su jardín, no veo la manguera pero sí la transparencia de agua que dobla por encima de la valla de su lado. Escucho los sonidos: el silbido del agua bracear plástico afuera, un rápido arcoíris de silencio, que enseguida se esfuma, y la caída de las gotas sobre el césped como cuerpos desmayados. Hace un sol de mediodía con bochorno, un bochorno que hiere la vista y embota los sentidos. La cocacola sabe a gas y a naranja y a agua, las burbujas me crecen por detrás de la lengua y la garganta y la nariz, y termino por estornudar y atragantado. El bochorno se va deshaciendo en una trenza de nubes bálticas. Revolotean a mi alrededor algunos bichos minúsculos, parecen mosquitos, algún abejorro. La luz del día es blanca y se balancea, va balanceando el viento verde que brota de los pinos. Han dicho por la tele que se prorroga el estado de alarma otras dos semanas. El día parece estático, un crucero varado entre cien claraboyas, mecido por las horas pero sin moverse. Cuando entro en casa, noto que me sigue el mudo sol de fuera y no veo nada, camino por el salón, cegado unos segundos, y llego a la cocina que me resulta un destello, una roncha blanca vacía de paredes.
Hablo con Irene. Me dice que le gustaría poder ir en verano, con una amiga también filóloga, a recorrer las playas de Almería y hacer surf. Yo no sé hacer surf, pero le digo que, si en verano se puede viajar y me invitan, me apunto. Creo que no conozco Almería. Me imagino Almería como un gran desierto en la playa. Busco en Google imágenes de la zona, me aparecen casas blancas y un paisaje azul de calas mediterráneas. Aún recuerdo cuando a Carlos, un amigo, le ofrecieron un trabajo en Almería, era un buen trabajo, con un buen sueldo, y una vida nueva y tranquila en la costa, quizá para unos años. Dijo que no y varios nos llevamos las manos a la cabeza, pero quién sabe. Irene me envía por mail un cuento que ha escrito. Dice que existen opiniones enfrentadas, que sus padres y amigos se lo han alabado y destrozado a partes iguales, que hay quien desearía saber más sobre la protagonista, o que el relato fuese más largo. El cuento va encabezado por una cita de Margarite Duras: "Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos". Y empieza así: "Aquel
era un espléndido día. El sol aún brillaba en el horizonte y oleadas de brisa
marina se alzaban en el aire y rompían en los rostros aletargados de quienes
salían a la calle después de la jornada laboral, devolviéndoles una expresión infantil
de júbilo. Sara salió del trabajo y se dirigió a la parada de autobús".
Hago la compra. En la entrada del súper, me froto bien los guantes con gel desinfectante. Limpio el manillar del carrito con papel. Me rozo sin querer el moflete con un guante. Me paso papel después, para limpiarme. Vuelvo a por más gel con alcohol, más papel. Limpio de nuevo el carro, mis guantes, mi moflete. Me llama mi amigo Martín. Toco el carro y cojo el móvil, y mancho el móvil, y trato de limpiarlo y me lo llevo a la oreja, y me mancho la oreja. Camino por los pasillos y charlo con Martín sobre la crisis, el fin del mundo, flan de coco y queso de cabra. Busco champú, desodorante. Decido que quiero comprar aceite para la barba, que empieza a taparme la cara como si creciera de abajo a arriba, y si sigue así pronto me cubrirá los ojos. Pero un bote de aceite diminuto cuesta más de siete euros, así que no lo compro y pienso que ya cogeré productos aleatorios que tenga mi madre por casa, cremas para la cara y esas cosas. Martín me cuenta que se reserva Netflix para los fines de semana, entre semana lee o aprende inglés, apenas ve la tele. Avanzo con el carrito por los pasillos de la fruta. Peso los ahuacates, cojo una caja de fresas, palpo las naranjas y los kiwis. Dejo el carro estacionado junto a los puerros, me alejo a coger pan y mandarinas, y, cuando vuelvo, veo a un hombre calvo que trastea con mi carro, amaga con llevárselo. Me quedo mirando la escena sorprendido. Se lo digo a Martín al teléfono: hay un hombre en mi carro. ¿Dentro del carro? No, perdón, con mi carro. El hombre calvo se da cuenta que le miro y de pronto es consciente de su error, le cambia la cara en los ojos y viene hacia mí para disculparse.
- Perdona, perdona. No quería tocar tu carro. Te juro que pensaba que era el mío.
- No pasa nada, no te preocupes- digo, mientras veo que se me echa encima y me aparto bruscamente, casi de un salto hacia atrás.
- Perdón, perdón, lo siento...
- Perdón, perdón, lo siento...
En el pasillo de los yogures apenas hay gente, se respira una tranquilidad excepcional, que confunde mezclada con el frío que sale de las neveras. Busco los yogures más baratos, unos bífidus cero-cero marca Carrefour de distintos sabores, unos con piña, otros con muesli, otros con nada. Martín me habla del piso y la reforma pendiente. Noto que se me va durmiendo el brazo y pienso si cambiar el móvil de mano, pero prefiero no mancharme de virus también la otra oreja. Martín dice que le cansan un poco los comentarios de política en el grupo de Whatsapp de los amigos. Me pica la cara. Me miro en el reflejo del estante superior. La mascarilla acentúa la nariz, que escondida resalta embellecida; resultan más que nunca en estos días las narices una cosa atractiva, las veo con un toque de judío-sicilianas, narices como las de esos actores de películas en blanco y negro con apenas diálogos que sostenían enteras las películas. Da la sensación, bajo la mascarilla, que la nariz recupera la importancia que tiene, un protagonismo que quizá se merecía. Y pienso si, ahora que la tapamos, la nariz, no irá recuperando un erotismo antiguo y olvidado, si más adelante no será una desfachatez ir enseñándola.
Cuelgo con Martín. Meto la compra en varias bolsas. Cargo con ellas hasta el coche. Me pongo un podcast y conduzco hasta casa. Tengo la sensación de que la carretera está llena de coches. Se desplaza la luz del día, crece en el horizonte la sierra, ancha, parda, espectral. Paso el hotel, la finca de caballos, las vías del tren, la rotonda, el cruce. Conduzco despacio. Llevo de nuevo la mirada a la silueta ceñuda de la sierra del fondo, parece que se va a soltar del mundo. Una piedra, conjunto total de piedras que la forman, sobresale en lo alto, resalta gaseosa en la espesura.
Al llegar a casa, me doy cuenta que el hombre calvo que cogió mi carro me ha colado unas lechugas. No las he visto al pagar.
- ¿Cómo es que has comprado estas lechugas?- me pregunta mi madre.
- No he sido yo. Me las ha metido un señor en el carrito.
Hago videollamada con amigos. Dura dos horas y media y termino extenuado de ordenador. Se habla un poco de todo. Especulamos sobre el futuro. Juampa nos enseña su casa. Se independizó con Esther poco antes del confinamiento. Nos hace un tour desde el ordenador. Tienen jardín, un despacho, el salón unido a la cocina, dos baños, un piso superior con la habitación principal. Tienen dos gatos y un perro ciego que se llama Doby. La casa parece estupenda para el precio que pagan, más teniendo en cuenta su localización. Preguntamos cuál es la trampa. Puede ser el hecho de que las ventanas de sus vecinos den a su jardín, pero me parece un mal menor. Juampa se ha rapado la cabeza. Tiene a Doby encima todo el rato, dice que apenas le sacan a la calle, que es muy sensible a los ruidos y le gusta quedarse por el jardín que ya conoce. Cuando nos enseña el piso de arriba, aparece un gato en el armario. Francesco se conecta desde Argentina, también se ha rapado la cabeza. Nos enseña el huerto que ha plantado su padre en el jardín, donde crecen lechugas, tomates y pimientos.
David pasa al grupo de WhatsApp varios pantallazos, con las cosas que ha comprado por Amazon durante el confinamiento. David hace tiempo que compra mucho por Amazon, le resulta cómodo. Si bien es cierto que, en estos días, han aumentado sus compras: se ha hecho con un juego de cuchillos, vasos, copas de vino, unas luces de jardín, guantes de barbacoa, un set de bondage, pantalla de ordenador, distintos cables, más utensilios de cocina, más cosas para el ordenador, unas deportivas. No sé. Muchas cosas. Me llama la atención el set de bondage, por todo lo que incluye. Le pregunto qué tal y dice que una maravilla.
L ha encargado por Amazon un juego de acuarelas, cuaderno y pinceles, para aprender a dibujar. Dice que una amiga le ha dejado la contraseña de unos cursos que están muy bien. Me pasa fotos de sus dibujos de flores, dibujos de lirios, amapolas, distintas macetas, con títulos raros: Rosa konjac, Macetas desiguales, Intento de cactus, Hojas verdes, Intento de peonía, Amapola desafortunada.
Pienso si comprarme yo también algo por Amazon, por mi cumple, si autorregalarme La tentación del fracaso, de Ribeyro.
Hablo con L por teléfono. Salgo a la terraza y cierro la puerta tras de mí. Miro los jardines de alrededor, una vecina ha salido a tender la ropa. Hace bueno. Las ventanas de las casas del barrio devuelven una luz ávida, expresiva, que vuelca los reflejos y las sombras del parque. Los postes de las farolas están pelados, el color negro se ha ido levantando rizado y queda una corteza gris ceniza. Mientras hablo, arranco con la otra mano la costra blanca del muro que da a la calle. L me pregunta si le voy a regalar un libro y una flor por Sant Jordi. Me cuenta la película que vio anoche. Hablamos de cualquier cosa. Me dice que ha empezado a leer Ámsterdam, de Ian McEwan. Camino por la terraza, miro la ropa tendida, una pelota de fútbol, la mesa blanca, una canasta de basket, todo lo que contienen las pequeñas parcelas de césped de nuestro lado. Hablamos de trabajo. Hablamos de horarios y deporte. Hablamos de comida y de dormir y del sol en su terraza.
Me asomo al portal de casa. Corre el aire rápido, sucio, acumulado en la orilla del portal. Hay palomas en la acera, la acera rosada y cubierta de polvo, palomas que caminan tentativas entre las plantas y el bordillo. Escucho a las palomas. Busco en Google cómo se llama el sonido que hacen las palomas: gorjeo, arrullo, zureo. En estos días, pensaba que lo que sonaba eran lechuzas. Se ha hecho fuerte un viento bajo y va levantando el polvo alrededor. Es un viento en continuo descenso, que parece que lo pisas si caminas sin mirar, va a atravesar el suelo y desplazarse bajo tierra. Los días en casa se me han vuelto fugaces, siento que los fines de semana no me da tiempo a nada. Espero a que el tiempo de dentro se vaya acoplando con el tiempo de fuera. Hay en el aire un ambiente cargado a hierbabuena y campo. Hay en el horizonte colores resaltados por el viento, el viento que ahora baja, lo ha salpicado todo como si insuflara el grueso de las nubes a su paso. Desciende del fondo del cielo, seguida del viento, esta extraña calidez, que recuerda a una playa, se parece al océano. Se escucha de fondo el sonar de las ambulancias. Entro en casa y me entero que ha fallecido un profesor del colegio, con cincuenta y pico años. Fue profesor de economía y de informática, tutor de mi clase en primero de bachillerato. Mi padre dice que se lo encontró en el último concierto de Siete de Picas.
Antonio nos recomienda una película, La chaqueta de piel de ciervo. Dice que le ha gustado mucho, que hacía tiempo que no se reía tanto. El actor protagonista es Jean Dujardin, que ganó el Oscar con The artist. La película dura apenas ochenta minutos, quizá menos. Y el título no engaña: la película trata sobre una chaqueta de piel de ciervo. Hay una escena maravillosa. Sucede a la luz de una farola, en un parque casi a oscuras. El prota se baja del coche, ha dejado la cámara de vídeo grabando a través del parabrisas, se le ve caminar hacia dos chicos que charlan distraídos en un banco, se acerca a ellos armado con la hoja de metal de un ventilador. Se intuye que habla con ellos, que intenta quitarles sus chaquetas, que ellos se oponen, que hay empujones, que al final los mata. El prota y su chaqueta de ante quieren acabar con el resto de chaquetas del mundo.
Al terminar la película, no tengo claro si me ha gustado, si me ha hecho gracia, si la he detestado. Por un momento, cuando la chaqueta empezaba a hablar, he estado tentado de abandonar indignado. Al día siguiente llamamos a Antonio y, aún desconcertados, pedimos explicaciones. Nos dice que está viendo un falso documental sobre vampiros.
En la empresa, nos han hecho un Erte del 20% de jornada y sueldo. Me tengo que dar de alta para cobrar la prestación por desempleo, la empresa nos gestiona lo demás. Cuando acabo la nueva jornada de teletrabajo, a las cuatro de la tarde, noto que las primeras sensaciones son raras, no sé bien qué hacer, miro la hora y pienso que me faltarían aún dos horas y media de curro por delante. Pienso en aprovechar este rato. Voy a mi cuarto. Voy al salón. Voy a la cocina. Vuelvo al salón. Paseo por la casa, leo un poco y me quedo dormido en el sofá. Luego me despierto y camino del salón a la cocina, bebo agua, de la cocina al salón y acaricio al perro. Miro un poco las estanterías. Bajo al garaje y le echo un vistazo a la moto. Miro los cuadros del tío Nacho. Siempre me ha gustado en especial el título de uno de ellos: La soledad del arambol, y nunca he sabido qué significa. Busco en Google la definición de arambol, la RAE lo enlaza con la palabra balaustrada. Vuelvo a la cocina, vuelvo a beber agua. Vuelvo al salón y cojo al perro en brazos y le molesto un poco. Mi madre me pregunta qué hago y le digo que estoy de Erte. Me cruzo con Diego, me pregunta si ya he terminado de trabajar y le digo la verdad: que no lo sé. Luego me animo a hacer un poco de deporte. Subo y bajo las escaleras de casa, hago flexiones. Me ducho, me doy una ducha larga y, después, mientras me visto con el pijama, le envío a L un poema de Larkin que dice: para qué sirven los días, los días son donde vivimos, dónde vivir sino en los días.
David pasa al grupo de WhatsApp varios pantallazos, con las cosas que ha comprado por Amazon durante el confinamiento. David hace tiempo que compra mucho por Amazon, le resulta cómodo. Si bien es cierto que, en estos días, han aumentado sus compras: se ha hecho con un juego de cuchillos, vasos, copas de vino, unas luces de jardín, guantes de barbacoa, un set de bondage, pantalla de ordenador, distintos cables, más utensilios de cocina, más cosas para el ordenador, unas deportivas. No sé. Muchas cosas. Me llama la atención el set de bondage, por todo lo que incluye. Le pregunto qué tal y dice que una maravilla.
L ha encargado por Amazon un juego de acuarelas, cuaderno y pinceles, para aprender a dibujar. Dice que una amiga le ha dejado la contraseña de unos cursos que están muy bien. Me pasa fotos de sus dibujos de flores, dibujos de lirios, amapolas, distintas macetas, con títulos raros: Rosa konjac, Macetas desiguales, Intento de cactus, Hojas verdes, Intento de peonía, Amapola desafortunada.
Pienso si comprarme yo también algo por Amazon, por mi cumple, si autorregalarme La tentación del fracaso, de Ribeyro.
Hablo con L por teléfono. Salgo a la terraza y cierro la puerta tras de mí. Miro los jardines de alrededor, una vecina ha salido a tender la ropa. Hace bueno. Las ventanas de las casas del barrio devuelven una luz ávida, expresiva, que vuelca los reflejos y las sombras del parque. Los postes de las farolas están pelados, el color negro se ha ido levantando rizado y queda una corteza gris ceniza. Mientras hablo, arranco con la otra mano la costra blanca del muro que da a la calle. L me pregunta si le voy a regalar un libro y una flor por Sant Jordi. Me cuenta la película que vio anoche. Hablamos de cualquier cosa. Me dice que ha empezado a leer Ámsterdam, de Ian McEwan. Camino por la terraza, miro la ropa tendida, una pelota de fútbol, la mesa blanca, una canasta de basket, todo lo que contienen las pequeñas parcelas de césped de nuestro lado. Hablamos de trabajo. Hablamos de horarios y deporte. Hablamos de comida y de dormir y del sol en su terraza.
Me asomo al portal de casa. Corre el aire rápido, sucio, acumulado en la orilla del portal. Hay palomas en la acera, la acera rosada y cubierta de polvo, palomas que caminan tentativas entre las plantas y el bordillo. Escucho a las palomas. Busco en Google cómo se llama el sonido que hacen las palomas: gorjeo, arrullo, zureo. En estos días, pensaba que lo que sonaba eran lechuzas. Se ha hecho fuerte un viento bajo y va levantando el polvo alrededor. Es un viento en continuo descenso, que parece que lo pisas si caminas sin mirar, va a atravesar el suelo y desplazarse bajo tierra. Los días en casa se me han vuelto fugaces, siento que los fines de semana no me da tiempo a nada. Espero a que el tiempo de dentro se vaya acoplando con el tiempo de fuera. Hay en el aire un ambiente cargado a hierbabuena y campo. Hay en el horizonte colores resaltados por el viento, el viento que ahora baja, lo ha salpicado todo como si insuflara el grueso de las nubes a su paso. Desciende del fondo del cielo, seguida del viento, esta extraña calidez, que recuerda a una playa, se parece al océano. Se escucha de fondo el sonar de las ambulancias. Entro en casa y me entero que ha fallecido un profesor del colegio, con cincuenta y pico años. Fue profesor de economía y de informática, tutor de mi clase en primero de bachillerato. Mi padre dice que se lo encontró en el último concierto de Siete de Picas.
Antonio nos recomienda una película, La chaqueta de piel de ciervo. Dice que le ha gustado mucho, que hacía tiempo que no se reía tanto. El actor protagonista es Jean Dujardin, que ganó el Oscar con The artist. La película dura apenas ochenta minutos, quizá menos. Y el título no engaña: la película trata sobre una chaqueta de piel de ciervo. Hay una escena maravillosa. Sucede a la luz de una farola, en un parque casi a oscuras. El prota se baja del coche, ha dejado la cámara de vídeo grabando a través del parabrisas, se le ve caminar hacia dos chicos que charlan distraídos en un banco, se acerca a ellos armado con la hoja de metal de un ventilador. Se intuye que habla con ellos, que intenta quitarles sus chaquetas, que ellos se oponen, que hay empujones, que al final los mata. El prota y su chaqueta de ante quieren acabar con el resto de chaquetas del mundo.
Al terminar la película, no tengo claro si me ha gustado, si me ha hecho gracia, si la he detestado. Por un momento, cuando la chaqueta empezaba a hablar, he estado tentado de abandonar indignado. Al día siguiente llamamos a Antonio y, aún desconcertados, pedimos explicaciones. Nos dice que está viendo un falso documental sobre vampiros.
En la empresa, nos han hecho un Erte del 20% de jornada y sueldo. Me tengo que dar de alta para cobrar la prestación por desempleo, la empresa nos gestiona lo demás. Cuando acabo la nueva jornada de teletrabajo, a las cuatro de la tarde, noto que las primeras sensaciones son raras, no sé bien qué hacer, miro la hora y pienso que me faltarían aún dos horas y media de curro por delante. Pienso en aprovechar este rato. Voy a mi cuarto. Voy al salón. Voy a la cocina. Vuelvo al salón. Paseo por la casa, leo un poco y me quedo dormido en el sofá. Luego me despierto y camino del salón a la cocina, bebo agua, de la cocina al salón y acaricio al perro. Miro un poco las estanterías. Bajo al garaje y le echo un vistazo a la moto. Miro los cuadros del tío Nacho. Siempre me ha gustado en especial el título de uno de ellos: La soledad del arambol, y nunca he sabido qué significa. Busco en Google la definición de arambol, la RAE lo enlaza con la palabra balaustrada. Vuelvo a la cocina, vuelvo a beber agua. Vuelvo al salón y cojo al perro en brazos y le molesto un poco. Mi madre me pregunta qué hago y le digo que estoy de Erte. Me cruzo con Diego, me pregunta si ya he terminado de trabajar y le digo la verdad: que no lo sé. Luego me animo a hacer un poco de deporte. Subo y bajo las escaleras de casa, hago flexiones. Me ducho, me doy una ducha larga y, después, mientras me visto con el pijama, le envío a L un poema de Larkin que dice: para qué sirven los días, los días son donde vivimos, dónde vivir sino en los días.